¿Cuánto se puede amar a un hombre y a una mujer que apenas se les conoce de lejos, a quienes con suerte se les estrecharon o rozaron las manos en alguna multitudinaria escena? ¿Qué tan peligroso pudo ser en algún tiempo haber hecho público ese amor?

El abuelo Horacio salió de esta órbita una Nochebuena de 1950. Años más tarde su viuda Virginia y sus hijas María Angélica y Martha repetían una letanía: “Por suerte se murió antes de ver que Evita se iba de este mundo. Sufrió menos”.

Las tres habían rozado con sus manos las de Eva Perón cuando “Ella” –así se referían a Evita– visitó Rosario en 1947 y saludaba desde un auto descapotado a las miles de personas que la fueron a ver –en el tramo céntrico de su recorrido– a un lado y otro de la calle Córdoba, cuando ni se soñaba con que algún día fuera peatonal.

La abuela Virginia tenía un hermano –al que no veía desde hacía un tiempo– que trabajaba con Juan Perón. Era uno de sus secretarios, jefe de Ceremonial de Estado, y esa cercanía con el General y Evita lo alejó de Rosario y también de la familia. Así por lo menos lo contaba años más tarde la abuela, y así, con parquedad indisimulable, lo confirmaban las sobrinas de Raúl, el que “casi siempre salía en las fotos al lado de Perón, el de lentes, ése”.

Lo cierto es que aquella Navidad de 1950, después de enterrar al abuelo Horacio, la abuela Virginia, con apenas 52 años, María Angélica, con 23, y Martha, la Pichona, con 21, se quedaron solas. “Pero era un mundo feliz, m’hijo”, le decía muchos años después la abuela a su primer nieto, a quien bautizaron con el nombre de su difunto esposo. Era su manera de explicar cómo habían remontado tanta tristeza, pero también una pincelada de un tiempo diferente.

Asesinos al poder

“Che, Margueirat, ya cantaron todo, fuiste vos, queremos saber cómo lo achuraste al Juan”. En ese momento se encendían las luces, focos incandescentes que atravesaban las retinas del hombre atado a la silla. Sudado, meado hasta los tobillos, desfalleciente, de pronto abría los ojos y se encontraba con una pecera enorme donde flotaba en formol la cabeza de Juan Duarte, el hermano muerto de Evita. Entonces volvía a sentir que todo su cuerpo se quemaba cuando le pasaban la picana por muslos y rodillas, en el pecho, el cuello, y entonces, una vez más, llegaba el desmayo, y con él la oscuridad.

Quién sabe cuántas de esas sesiones soportó Margueirat antes de que sus captores se convencieran de que él –o los otros a quienes habían atormentado de igual forma– era el asesino de Juan Duarte. Porque para ellos debía haber un asesino, al que Perón encomendó liquidar a Juancito una vez muerta Eva.

Ésa era la tesis oficial de la autodenominada Revolución Libertadora, una de las tantas elaboradas para ejecutar el plan de exterminio de todo vestigio peronista de la faz de la tierra.

Descartada la del crimen de Juancito, los esbirros de Pedro Aramburu e Isaac Rojas le armaron causas por presuntos actos corruptos, que con los años terminaron en sobreseimientos con sordina.

El daño estaba hecho. En su cuerpo, en su psiquis, en su alma. “Margueirat quedó medio loco”, decían sus allegados, haciéndole precio al estado en que lo dejaron sus perseguidores por el solo hecho de haber pertenecido al círculo del “tirano prófugo” e innombrable.

Con los años, y con la ayuda de algunos amigos leales, el hombre llegó a publicar un pequeño libro que compilaba aquellas infamias con carátula judicial, aclarando cada uno de los casos en los que habían querido manchar su honra. De poco o nada sirvió, pero al menos esa pequeña desmentida, ese minúsculo capítulo contra la historia oficial de la faena de las bestias que tomaron el poder en 1955, quedó documentada.

Secretos de familia

La abuela Virginia casi no hablaba de su hermano Raúl, o lo hacía con sus hijas. La más joven, Martha, ya separada, vivía con sus hijos en la casa paterna. La mayor, María Angélica, La Negrita, era la solterona que jamás se fue de aquella casona enorme, así que los tres hijos de la Pichona eran los únicos nietos de Virginia, a quien el reuma postró en sus últimos años de vida.

Curioso, el mayor de los nietos siempre le preguntaba cosas de aquel “mundo feliz”, del cual lo había fascinado la República de los Niños, un lugar mágico al que cierta vez la escuela lo llevó junto a su curso y nunca jamás pudo borrar de su memoria.

Aquel atardecer en que volvió de la fantástica excursión escolar, el chico bombardeó con preguntas a su abuela, que antes de emprender el viaje le había advertido que ese lugar –que le iba a gustar mucho– lo habían hecho Perón y Evita, pero que se cuidara de mencionarlo, porque “hay gente mala que no los quiere”.

El pibe le contaba a la abuela que mientras caminaba con sus compañeritos por las calles de aquel país de ensueño, no podía creer que hubiera gente tan mala que no quisiera a alguien que había construido esas maravillas. Es más, le confesó que cuando se metieron en una de las casitas, a solas con su mejor compañero, Rodríguez, se animó a decirle: “Todo esto lo hicieron Perón y Evita, ¿sabías?”.

—¿Y qué te contestó Rodríguez?–, preguntó la abuela, algo preocupada.

—Se encogió de hombros, no sabía, abuela–, contestó con inocencia el chico.

Pero si había un secreto en la familia, ése era el paso de Raúl por los dos gobiernos de Perón y su destino posterior. Cuando la abuela Virginia y sus hijas hablaban de él y algunos de los tres chicos aparecía, cambiaban la conversación.

Cuando el mayor creció un poco, su madre le contó que Raúl había sido “secretario de Perón y Evita”, y que se quedó a vivir en Buenos Aires y que ellas no lo volvieron a ver más. El hombre era un enigma, ese distanciamiento era una incógnita que tanto merodeó por la cabeza del más grande de los tres hermanos que un buen día éste encaró a su abuela y le espetó, con un tono que jamás antes había usado para dirigirse a Virginia:

—Quiero que me contés qué pasó con el tío Raúl.

Y el pibe se encontró con la escena imposible. La abuela Virginia se largó a llorar, le pidió que se acerque a su cama donde estaba postrada, y lo abrazó durante minutos que se acercaron como nada hasta ese instante a la eternidad.

Raúl se había vuelto loco, lo perdieron de vista, y un día se murió, sin que ellas se enteraran siquiera dónde estaba enterrado. Así de simple. Así de trágico como para ser compartido con tres criaturas que apenas empezaban a salir al mundo.

Una historia triste

Cuando en junio de 1955 la Aviación Naval bombardeó la Plaza de Mayo, las destilerías de La Plata y Mar del Plata, la abuela Virginia les dijo a sus dos jóvenes hijas una frase que las aterró: “Estos criminales están dispuestos a todo”. No era que fuese un cuadro político, ni que estuviese más informada que cualquier otra mujer de su edad.

Millones de personas escuchaban aterradas los despachos de los informativos radiales, que daban cuenta de los muertos y heridos tras el paso de los aviones ingleses Gloster Meteor sembrando el terror con sus potentes bombas, en lo que fue el más indecoroso bautismo de fuego de una fuerza armada: contra civiles indefensos y en tiempos de paz.

En medio de las alarmantes noticias, a Virginia le vinieron a la mente las imágenes familiares de su Villa María natal, de la que emigró junto a sus dos hermanas y su hermano hacia Santa Fe y Rosario en busca de un mejor porvenir, a principios del siglo XX.

Teté y Coco se fueron a vivir a la capital provincial, y Raúl y Virginia a Rosario. Menos la Coco, que murió solterona, el resto de los hermanos contrajo matrimonio, y se visitaban de una ciudad a otra, y era una verdadera fiesta cuando se juntaban todos a la mesa familiar. Cuando fueron llegando los hijos y las hijas, esa fiesta se fue agrandando cada vez más.

Todo cambió con la llegada del peronismo. La familia se dividió rápidamente entre gorilas y peronistas, y las discusiones dieron paso a distanciamientos, que eran seguidos por reconciliaciones, pero una profunda tristeza comenzó a colarse en las reuniones familiares.

Con los años, uno de los sobrinos de Virginia comenzó a militar en el radicalismo de la capital santafesina, en un grupo particularmente violento, al punto de que sus integrantes cada tanto cometían algún tipo de atentado menor, como arrojar bombas de estruendo en algún local peronista o gremial.

Enterada de eso, la abuela Virginia decretó: “Polo no pisa más esta casa”. Lo cual generó más tristeza entre las primas y primos, que disfrutaban mucho viajar de una a otra ciudad para visitarse, salir juntos, divertirse en fiestas y bailes.

Para cuando Rojas dio la orden de bombardear Buenos Aires, Polo ya era uno de los denominados Comandos Civiles, que poco tiempo más tarde, en septiembre, cuando finalmente la Fusiladora derrocó a Perón, salieron a las calles “a cazar negros peronistas”, como se encargaban de gritar a viva voz, revólver en mano, trepados a los zócalos de los autos de la época.

“Es muy triste que todo termine así”, se le escuchó decir una tarde de octubre a Virginia, que completó la frase con una sombría advertencia: “Dicen que el 17 van a salir a matar negros en las puertas de las fábricas. Hay que cerrar bien todo, chicas”.

El ruido de las orugas

Fueron tres estaciones en las que se detuvo el tren del terror. En la primavera, la destrucción e incendio de edificios y monumentos que remitían al peronismo se contaban por decenas en todas las ciudades de la Argentina. Pero para el verano y el otoño, los protagonistas del festín de la venganza fueron los muertos y heridos por la Policía, el Ejército y los comandos civiles de la Fusiladora. Pero eso no se publicaba en los diarios.

Tampoco podía saberse algo sobre lo que, de todos modos, comenzó a correr de boca en boca entre los peronistas: se estaba organizando la resistencia. Bocanadas de una brisa de esperanza recorrían las galerías y balcones de las casas donde vivían encerradas las familias peronistas. Se salía sòlo para ir a trabajar, y eso quienes aún no habían perdido su empleo.

Ya para el otoño de 1956, en Rosario la resistencia se podía percibir hasta en las paredes, como aquellas célebres pintadas en Villa Manuelita: “Los yanquis, los rusos y las potencias reconocen a la Libertadora. Villa Manuelita no”. Pero había otras, como esa que escrita a pura carbonilla decía: “A la madrugada se corta la fruta”, y era un alerta para los resistentes.

La ciudad olía a rebelión. En las calles, patrulladas por vehículos del Ejército y la Policía, la gente caminaba rápido, pero de tanto en tanto, desde un camión o un auto cualquiera salían despedidos volantes contra la “Hormiga Negra”, como los peronistas de la resistencia apodaban al almirante Rojas.

La casona donde vivían la abuela Virginia y sus hijas era céntrica, pero por aquellos años era un barrio apacible, muy diferente al que los años transformaron. Era una casa de altos, con un gran ventanal en la ochava de Dorrego y Catamarca y balcones sobre una y otra de esas calles.

Apenas despuntaba el alba de un frío día de junio del 56 cuando el ensordecedor ruido de las orugas de un blindado sobre los adoquines despertó a casi todos los vecinos de la esquina.

El tanque o la tanqueta –la abuela Virginia no sabía distinguir uno de otra– hizo varias maniobras en la bocacalle, hasta que avanzó unos metros por Catamarca. De pronto se escuchó un vozarrón que a través de un altavoz bramó: “¡El ejército argentino les ordena que se rindan! ¡Tienen diez minutos para entregarse!”.

María Angélica dormía en la misma habitación de Virginia, y Martha en otra que daba a Dorrego, de modo que en pocos segundos ya estaba abrazada a su hermana y a su madre. Ninguna de las tres sabía qué pasaba ahí afuera, ni a quién se dirigía el ultimátum.

Martha, la Pichona, amagó a asomarse a la puerta ventana que daba al balcón, y la abuela Virginia la agarró del hombro y la sentó en el piso. Les dijo a sus dos hijas, con autoridad pero apenas un hilo de voz: “Métanse las dos abajo de la cama y no salgan, yo me voy a asomar”. Y sin abrir la puerta ventana, observó lo que ocurría en la calle. El milico, erguido en el centro del blindado, salido medio cuerpo de una especie de escotilla, tenía dirigida su mirada hacia ella, hacia ese balcón, hacia su casa.

Volvió a agacharse, aterrorizada, dudando decirles algo de toda esa escena a las chicas. Temblaba, estaba muerta de miedo. El vozarrón del militar volvió a escucharse, a ella le pareció que con un tono más violento: “¡Es mi última advertencia. Están rodeados. Ríndanse o esa plaza será atacada!”.

Sin pronunciar palabra, la abuela Virginia se levantó de un salto, se ajustó el deshabillé, abrió la puerta ventana, salió al balcón, y sin saber de dónde sacaba el valor para dirigirse al jefe de unos diez soldados que rodeaban al blindado, lo interpeló: “¿Qué pasa? ¿Usted quién es?”. Sorprendido, el tipo balbuceó un “capitán nosecuánto”, según relató alguna vez la abuela a su nieto mayor recordando el episodio.

“¡Bueno, capitán nosecuánto! ¿Usted quiere que se rindan tres mujeres que están metidas bajo una cama? ¡Debería darle vergüenza! ¡Nos rendimos! Acá no hay más nadie que nosotras”. Y les ordenó a sus hijas que salgan al balcón.

Contaba la abuela Virginia que el tipo “se puso colorado como un pimiento”, que dio una órdenes inaudibles para ella a sus hombres, y dio media vuelta con el blindado, alejándose del lugar. Y que ella, con las piernas que casi no la sostenían, abrazó a sus hijas y las entró a la pieza, donde todas se largaron a llorar sin consuelo posible.

Pasaron días hasta que las tres se enteraron de que la resistencia peronista había fallado en su intento de tomar el Regimiento 11 de Infantería en el marco del alzamiento del general peronista Juan José Valle. Y nunca pudo saber si la presencia de aquel pelotón se debía a una simple delación barrial denunciando que allí había una “casa peronista”, o tal vez sabían que allí vivía la hermana de Raúl Margueirat, la abuela Virginia, y que la casona podía ser un nido de la resistencia.

Como sea, cuando Virginia le contó por primera vez a su nieto mayor aquel tremendo acontecimiento –que mantuvo en vilo al muchachito hasta el final–, ambos se largaron a reír a carcajadas, por el final feliz, por las repentinas agallas de la abuela y, aunque por entonces ninguno de los dos podía adivinarlo, porque aquel capitán no tendría quién le escriba.

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