Llegamos una mañana fría de mayo al corazón de barrio Las Flores, al sur de la ciudad de Rosario para encontrarnos con Elba Caballero, quien a sus 82 años posee una vitalidad envidiable. Madre de tres hijas propias y otros tantos “del corazón”, como ella los llama, nos recibe en su oficina del Centro de Jubilados Flor de Ceibo. Es una habitación de unos pocos metros cuadrados decorada con cuadros, diplomas y viejos artículos periodísticos. Sobre el escritorio hay muchos papeles, y un teléfono que no dejará de sonar durante toda la mañana.
Con Evita en el corazón
A Elba no le gusta hablar mucho de su pasado, sí nos cuenta de una primera infancia feliz en el campo, de una vieja amiga llamada Pasuca que la llevaba a dar vueltas en Sulky a cambio de una torta negra, y de los retos de su mamá por ese gasto. También nos habla de su papá, ferroviario, quien en más de una oportunidad tuvo el honor de conducir el tren en el que Eva Perón recorría el país y llevaba a los lugares más olvidados los regalos de reyes.
Los ojos de Elba se iluminan cuando recuerda de esas fechas, en que Evita arribaba a la estación y desde la ventana le daba a cada uno de los niños presentes un regalo, en la mano, con un gesto, una mirada o algunas palabras. “Ella siempre entregaba los juguetes en la mano, tenía una mesa en el vagón e iba eligiendo de a uno y de a uno los entregaba”, describe sus recuerdos.
La llegada a Rosario
Cuando su papá enfermó, Elba y su familia tuvieron que venirse a Rosario, primero el matrimonio con uno de sus hijos mayores y luego Elba y sus otros hermanos. “Rosario nos trató muy mal desde que llegamos. Primero mi papá internado, luego, en Villa Diego, se ahogó uno de mis hermanos buscando la pelota en el río. Después el incendio del Hospital Ferroviario y la posterior muerte de papá, y el tener que dejar los estudios para empezar a trabajar y ayudar en casa”, recuerda con un cierta tristeza que, como el relato de Evita, se refleja en sus ojos negros.
La ayuda social como bandera
”Desde chica me involucré en lo social, ya con la vieja Pasuca que me llevaba a dar vueltas en Sulky y yo le regalaba una torta negra. Me costaba grandes retos gastar lo que no teníamos para comprar esa factura. Pero también, como Pasuca era viejita y vivía sola en el campo, yo le llevaba a escondidas ropas que mamá ya no usaba”, relata, mientras se acuerda de otras situaciones ya de grande.
Elba crió sola a sus tres hijas y también crió otros ajenos, Como el nene de unos 10 años que llegó hace casi 15 años al centro de jubilados a pedir refugio por los golpes diarios que le propinaba su padre. “Se quedó algunos días en el galpón lindero al centro de jubilados, hasta que lo vinieron a buscar y su propia madre me trajo los documentos para que yo lo cuidara porque tenía miedo que su marido lo matara a golpes”, nos cuenta. El nene es hoy es un joven “deportista, trabajador, adulto y honesto”, según lo describe Elba, su mamá del corazón.
También tiene otra hija adoptiva que llegó un día a buscar ayuda para su mamá, y empezó a quedarse más seguido hasta que el maltrato y la indiferencia que padecía en su casa hicieron que Elba la alentara a quedarse con ella. Hoy, la ayuda activamente en las tareas diarias del centro; tareas que empiezan temprano en la mañana, atendiendo reclamos, solucionando pequeños encargues de los cientos de “viejos” como le gusta llamarlos a Elba, a esos ancianos y ancianas que llegan a “Flor de ceibo” para buscar comida, asistencia médica o simplemente una compañía.
Motivación para seguir a pesar de todo
En algún momento del recorrido le preguntamos a Elba si miraba novelas, qué le gusta hacer en su tiempo libre, si acaso tiene tiempo libre. “No miro novelas, porque para novelas ya tengo mi vida”, responde y nos cuenta acerca de los maltratos. Rosario se la hizo difícil de adolescente, las pérdidas, el hartazgo, la falta de oportunidad y la violencia doméstica que la marcaron en su adultez, la hicieron tomar decisiones importantes.
“En un momento tuve que decidir si seguir viviendo con él o hacer algo por el bien de mis hijas”, relata al referirse a quien fuera su marido, “un hombre violento y maltratador” del que decidió separarse a pesar de tener tres hijas pequeñas y vivir en una época en donde esa decisión podría costarle a cualquier mujer ser ignorada por su propia familia. Y así fue. “Mi mamá nunca me dio la espalda, como si lo hicieron varios de mis hermanos. Me perdía encuentros familiares para no sentir esas miradas de desprecio, pero mamá siempre insistió en que yo había tomado una buena decisión y tenía derecho a sentarme a la mesa junto a ella”.
La pintura y el canto son dos actividades que le llenan el alma. A pesar que debido a “algunos achaques de la edad” dejó de pintar hace años, aún participa del coro que formaron en el centro. Sus ojos se iluminan cuando habla del canto, y enseguida busca el reproductor de música para que juntas escuchemos lo que hacen allí. Grabaron varias pistas y las escuchamos de a una, despacio y sin apuro mientras seguimos hablando acerca de esa actividad que supo encontrarle su lugar en el mundo, en la ciudad, en el barrio. “Me motiva la gente humilde, yo fui pobre y una sabe lo que es. Cuando la pasaste de chico no te la olvidas jamás, esas cosas duelen y por eso lo hago porque lo siento y me duele mucho la pobreza”.
Transformar la indignación
“Me indigna que no seamos un poco más humanos, el niño y el viejo deberían ser los privilegiados. Digo viejos cariñosamente, los adoro y yo también soy vieja. El viejo ya hizo su vida y debería pasar sus últimos años como una persona sabia con experiencia, con tranquilidad”.
Contándonos sobre el mural plasmado en la ochava de Flor de Ceibo y Paraguay, rayando el mediodía, con su andar pausado pero vivaz, Elba nos despide y aprovecha los últimos minutos para reflexionar: “Por ahí hay mujeres grandes que vienen y me dicen que quieren un compañero, que no quieren morirse solas. Entonces buscamos a alguien con quien tenga cosas en común, y puedan charlar, conversar, ser compañeros, eso me llena de alegría”. Y agrega: “Lo que más me marca es que me vengan a decir que no tienen para comer, y en invierno saber que estoy en mi casa con la frazada que quiero y hay abuelos que no lo tienen. Yo recorrería todas las casas de barrio Las Flores pero no hay asistencia social que llegue. Con todo el trabajo y adelantos que hay, habría que haber un gobierno que vea las necesidades de cada viejo”, dice, y aclara: “viejo cariñosamente. Porque yo también soy vieja”. Elba es militante, peronista, pobre y vieja. Elba parece por momentos el corazón del “Flor de Ceibo”.