El impacto del daño ocasionado por el aterrizaje en el Estado de empresarios, gerentes y CEOs no figura en la agenda proselitista. Con esos agentes en el seno del sector público no hay proyecto de Nación viable que incluya a las grandes mayorías.

Dos preguntas actúan como brutal disparador de uno de los tópicos menos conversados en la política nacional y su barrosa banquina, los medios hegemónicos de comunicación: ¿Cómo afecta la articulación entre Estado y élites económicas la calidad de las democracias? ¿Es posible regular de forma efectiva la relación entre intereses privados y bienes públicos?

Ambos interrogantes se inscriben en un excepcional trabajo titulado “Lobbies y puertas giratorias. Los riesgos de la captura de la decisión pública”, de la cientista social e investigadora del Conicet Ana Castellani (*), publicado en la revista Nueva Sociedad de julio/agosto de este año.

Desgranar la importancia de esa alianza contra natura se vuelve fundamental en una instancia histórica que pretende superar la pesadillesca gestión de un Gobierno que invadió todos y cada uno de los intersticios del Estado con un verdadero ejército de CEOs, accionistas, ejecutivos y gerentes de mega empresas.

Soslayar o dar vuelta la página sin tomar nota de los efectos que esa incursión ya causó y sigue causando en el Estado y la sociedad no será, luego del análisis medular de Castellani, un acto de ingenuidad.

Grandes mitos: expertise, eficiencia y modernidad

Castellani aborda su estudio de las élites dominantes y su incursión en masa en el Estado apelando a la figura de las puertas giratorias, una vuelta de tuerca a una expresión más usada popularmente: estar de los dos lados del mostrador.

Pero además desestima que el caso argentino sea una singularidad. Por el contrario, arranca su análisis recordando que son varios los gobiernos que incorporan en sus filas a empresarios, “lo que genera –sostiene– múltiples situaciones de conflictos de interés, captura institucional y deterioro de la autonomía”, y reprocha que “hasta el momento este tema no ha concitado la suficiente atención regulatoria en América Latina”.

La investigadora sobrevuela las experiencias de Donald Trump en EEUU; Sebastián Piñera en Chile; Pedro Kuczynski en Perú y, lógicamente, menciona el caso de Mauricio Macri en la Argentina, y agrega un dato que será de vital importancia a la hora de desbrozar el carácter mítico de ese arribo: “Junto con ellos, desembarcaron en puestos claves de la gestión estatal personas directamente relacionadas con el ámbito empresarial, que en muchos casos carecían de experiencia alguna en el sector público”.

Esa disfuncionalidad a la hora de administrar la cosa pública, esa inexperiencia que en cualquier ámbito –sobre todo en la actividad privada– sería considerado un disvalor, funge de pronto como una ventaja. ¿Por qué? Castellani, antes de ensayar su núcleo argumental, también se lo pregunta: “¿Qué argumentos se esgrimen para justificar la incorporación de este tipo de perfiles a los altos puestos de dirección pública?”.

La respuesta es clave para entender cómo se formatea el sentido común en la sociedad de masas, con un dispositivo hegemónico de medios que actúa como difusor de mitos que se van instalando a lo largo de décadas. Sobre esos argumentos, la autora del estudio indica que la élite económica esgrime “básicamente tres: la expertise, la eficiencia y la modernización”.

Y acto seguido, explica: “Es común escuchar que si ellos supieron construir carreras laborales exitosas en el mundo privado es porque son «los mejores»; que como conocen de primera mano el funcionamiento de los sectores que ahora pasan a regular, aplicarán las medidas más acertadas para su desarrollo; que como ya tienen posiciones económicas acomodadas, no buscarán enriquecerse a costa del erario público; que como no vienen de la política partidaria, son más independientes para aplicar medidas de ajuste del gasto estatal; que como conocen bien los criterios de administración de la empresa privada, mejorarán la eficiencia del Estado”.

Parece increíble que esa construcción argumental no sea refutada punto por punto por cualquier persona que entienda mínimamente lo que se juega ocupando uno u otro rol, pero la maquinaria mediática, el martilleo permanente de los lobbistas, y el fracaso de gobiernos que terminan comprando las recetas que prometieron no adoptar, funcionan como un discurso lógico, casi providencial, para combatir los excesos de “la política”.

Castellani lo explica así: “Suele soslayarse en el debate público cuáles son los riesgos que acarrea la incorporación masiva de este tipo de perfiles de funcionarios directamente ligados a la élite económica: básicamente, el riesgo de la captura de la decisión pública por parte de intereses privados”.

¿Lobby está?

Pues bien, así llegan. Pero, ¿quiénes llegan? ¿De qué se habla cuando se menciona a la “élite económica”? La especialista señala que en esa categoría se incluye “al conjunto de directivos y/o propietarios de las grandes empresas que operan en los diversos sectores de actividad (primario, industrial, servicios, bancario-financiero, etcétera) y que, más allá del origen del capital (nacional, extranjero o mixto), inciden decisivamente con sus acciones en el proceso de acumulación de capital”.

Pero no se circunscribe a esos actores, porque también incluye a “los dirigentes de las principales asociaciones gremiales del empresariado que intentan coordinar intereses, muchas veces divergentes, para definir estrategias políticas que condicionen el accionar estatal en favor de sus objetivos y necesidades”.

Puesto negro sobre blanco quiénes son los jugadores y cuáles sus pergaminos a la hora de caer como halcones sobre el aparato estatal, lo que cabe es echar luz sobre la forma en que las élites económicas se proponen intervenir en la toma de decisiones de las diferentes áreas del Estado, a cara descubierta o desde las penumbras.

Castellani describe el más conocido de esos mecanismos –el lobby empresarial–, tanto individual como corporativo, “que consiste básicamente en la representación de intereses particulares ante las autoridades públicas”.

Es interesante observar cómo funciona esa mecánica, que se intuye, se da por sentada, pero que al ser mostrada en forma sistemática, a la luz del análisis, parece la revelación de un misterio reciente: la cientista social arguye que el lobby empresarial “se establece de tres formas diferentes”, a saber:

“a) La representación directa de los intereses de una firma, sin intermediaciones, por medio de individuos que cumplen esa función dentro de la empresa (los gerentes de relaciones institucionales, por ejemplo).

b) La representación indirecta a través de un tercero especializado en esas tareas (las consultoras especializadas en comunicación estratégica para empresas o los lobistas profesionales, entre otros).

c) La representación colectiva llevada adelante por las cámaras y asociaciones gremiales del empresariado, que expresan las demandas sectoriales para que sean consideradas a la hora de formular e implementar políticas públicas o sancionar leyes que las afectan (formas generalmente más visibles que las del lobby, antes señaladas)”.

Basta detenerse y recordar la infinidad de veces que el público se encuentra viendo programas en los que “el consultor X” habla de las bondades de tal o cual estilo de vida, de la “tendencia” a usar determinados productos o tecnologías, o asociaciones empresarias que sentencian acerca de los riesgos de tomar tal o cual medida por parte de un gobierno para entender de qué van esos lobbys.

Cabe agregar al análisis de Castellani –para dar mayor precisión y aportar nombres y apellidos– que cuando alguien menciona como fuente a la consultora MacroView SA, por ejemplo, casi nadie sabe que se trata de la reconversión sufrida por M&S Consultores, fundada en 1992 por Carlos Melconian y Rodolfo Santángelo y que el cambio se debió, precisamente, al ingreso del primero a la función pública, como presidente del Banco Nación.

La nueva consultora lo describe mejor que cualquier otro: “En diciembre de 2015, tras la desvinculación de Carlos Melconian para dedicarse a la función pública, se funda MacroView SA, que incorpora la cartera de clientes de M&S Consultores y su publicación Overview, continuando con el mismo espíritu de trabajo y dedicación”. Nadie lo duda, y seguramente Melconian le debe haber tirado un par de centros a Overview.

El ejemplo viene bien a propósito de lo que Castellani plantea como un segundo mecanismo de lobby, y advierte que “toma particular relevancia en la agenda pública tras la crisis internacional de 2008, y es el de la llamada «puerta giratoria». Esta expresión, que tiene su origen en la legislación estadounidense, alude al paso de algunas personas por altos cargos en el sector público y privado en diversos momentos de sus trayectorias laborales”.

Conviene tomar nota de cómo opera esa “puerta giratoria”, en varias direcciones:

“a) Altos directivos del sector privado que acceden a puestos relevantes en el sector público (puerta giratoria de entrada).

b) Funcionarios que al dejar su cargo público son contratados en el sector privado para ocupar puestos directivos (puerta giratoria de salida).

c) Individuos que van ocupando altos cargos en el sector privado y el sector público alternativamente (puerta giratoria recurrente)”.

El famoso “conflicto de intereses”

El minucioso análisis de los dos fenómenos descriptos por la investigadora le permite elaborar “una tipología de trayectos posibles entre el sector público y el privado, considerando las posiciones tanto en la empresa como en las organizaciones encargadas de llevar adelante la representación de los intereses corporativos”.

Ello resulta imprescindible a la hora de mensurar los denominados “conflictos de interés” y, como propone Castellani, “la captura de la decisión pública”, para lo cual brinda algunas precisiones.

“Desde el punto de vista jurídico, la puerta giratoria y el lobby empresarial, en sus distintas modalidades, son problemas que se ubican dentro del campo de los llamados conflictos de interés”, asegura en su estudio.

Y postula que se habla de “conflictos de interés explícitos cuando los funcionarios públicos que tienen o han tenido un vínculo con una empresa privada toman decisiones que favorecen a esa empresa de manera tal que, al hacerlo, ese beneficio también los alcanza de manera concreta y específica”.

Pero Castellani apunta que “además de estos conflictos de interés explícitos, existen otros dos tipos de conflictos de interés: los llamados conflictos de interés aparentes (cuando hay un interés personal que no necesariamente influiría en el funcionario público, pero que podría dar lugar a que otros consideren que puede influir en el cumplimiento de sus deberes) y los conflictos de interés potenciales (que se generan cuando el funcionario público tiene un interés personal que puede convertirse en un conflicto de interés en el futuro)”.

La investigadora se nutre de caracterizaciones y definiciones de quienes sí se tomaron el trabajo de buscar clasificar esos “conflictos”, herramientas indispensables para llegar a una regulación en la materia. Para ello apela a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde) que “en su Guía para el manejo de los conflictos de interés en el servicio público, incluye las tres variantes, los conflictos de interés aluden a la tensión entre las obligaciones públicas y los intereses privados de un funcionario cuando estos intereses pueden tener la capacidad para influir impropiamente en el desempeño de sus actividades como servidor público”.

Castellani aclara que “los conflictos de interés no implican necesariamente la comisión de delitos vinculados al cohecho, aunque en la práctica se suelen dar en simultáneo”, y destaca que esa figura “excede la dimensión pecuniaria, ya que se produce ante la existencia de cualquier tipo de interés que influya de manera indebida en el ejercicio del cargo por parte del funcionario público y que permita torcer la decisión pública en favor de un interés particular”.

Éste es el corazón del problema. Gobernar, poner en valor políticas públicas debe tener como único objetivo el interés general, el bienestar de todas y todos, no uno particular, por más que no hubiera una ganancia o ventaja material.

Por eso, la autora del análisis recurre a un planteo elemental: “Los gobiernos formulan e implementan constantemente políticas públicas que, por definición, deben procurar el bienestar de la sociedad en su conjunto, perseguir el interés general y producir bienes públicos de calidad”.

¿Qué ocurre entonces cuando determinadas áreas públicas estratégicas son controladas por empresarios, gerentes o representantes de sectores que tienen relación directa con esos estamentos gubernamentales? Aumenta el riesgo de conflictos de interés potenciales “porque las decisiones estatales pueden beneficiar de manera directa a la empresa de procedencia del funcionario, sin que necesariamente haya sobornos o dádivas de por medio”, alega la investigadora.

De hecho. si se dieran esas últimas figuras, si hubiese coimas, ya se estaría ante un delito claramente tipificado, el cohecho.

La virtual condonación de la deuda del Correo con el Estado, la valorización accionaria y posterior venta de las empresas concesionarias de autopistas que cobran peajes, el pasamanos que implicó la compra y venta de parques eólicos, todos casos en los que están involucrados el presidente Macri y su familia, son ejemplos de una super puerta giratoria, tan obscena como la que permitió a otro funcionario, el ex CEO de Shell Argentina, Juan José Aranguren, quien apenas asumió como ministro de Energía mando a comprar gas licuado a su ex compañía.

Castellani no considera una obviedad recordar que “el delito de cohecho… necesariamente involucra a las dos partes: la que recibe la dádiva o soborno (cohecho pasivo) y la que la otorga (cohecho activo). Se resalta esta doble vía del cohecho porque en el discurso público suelen cargarse las responsabilidades exclusivamente en los funcionarios y se tiende a ocultar el rol de los empresarios en la configuración de estas prácticas corruptas”.

En torno de los lobbys y la puerta giratoria, conviene observar –y resulta impactante constatar– que ambos fenómenos se dan especialmente en aquellas áreas más sensibles a la regulación del Estado: transporte, finanzas, seguros, comunicaciones, servicios de salud y energía. Si se acerca el zoom, se ven hasta los poros del organigrama macrista en cada uno de esos rubros.

Como es sabido, la activa y persistente participación de la élite económica en los gobiernos argentinos no es novedosa. Es más, Castellani pone el acento en que hay numerosos ejemplos de empresarios o dirigentes corporativos en puestos de gobierno, tanto en dictadura como en democracia”. Y aunque no los cita, basta recordar los nombres de Álvaro Alsogaray, Adalbert Krieger Vasena, Roberto Alemann, José Martínez de Hoz, Domingo Cavallo, y sus distintos funcionarios.

Esas presencias fueron predominantes en épocas dictatoriales, pero la investigadora da en la tecla cuando sugiere que, “en consonancia con la experiencia internacional, los periodos de aplicación de reformas estructurales, como la década de 1990, registran una mayor cantidad de empresarios en el gabinete, en puestos de poca visibilidad vinculados a la gestión económica, aunque claves a la hora de aplicar políticas centrales como las privatizaciones y la regulación de los servicios públicos”.

Como correlato, se puede concluir que el Estado perdió autonomía en cuanto al control y regulación de las concesionarias de servicios y el sistema financiero.

Pero nada puede compararse con el arribo de Macri a la Casa Rosada. Con él, “la articulación entre élites económicas y políticas adquirió rasgos cuantitativa y cualitativamente distintivos”, sopesa Castellani, quien destaca varios aspectos que hacen diferente a este desembarco de los precedentes, por la magnitud, la extensión y la visibilidad que presenta esa incursión, que pasa a describir así:

  • La designación de personas con trayectorias fluidas de circulación público-privada o exclusivamente privada en los altos puestos del Estado.
  • Son muchos, están distribuidos prácticamente en todo el entramado estatal (gabinete, empresas públicas, entes reguladores y organismos descentralizados).
  • A diferencia de otras oportunidades, ocupan puestos de alta visibilidad dentro de la función pública.

A poco de analizar los currículum de quienes ocuparon los 364 altos puestos de Gobierno en el gabinete original de Macri (en ministerios, secretarías y subsecretarías), “el Observatorio de las Élites Argentinas concluye que 114 funcionarios del elenco inicial del mandatario –un tercio– ocuparon puestos de alta o media gerencia en el sector privado (casos de circulación público-privada); 86 ocupaban un puesto de este tipo inmediatamente antes de asumir (casos directos de puerta giratoria de entrada); 79 no tenían experiencia alguna en el sector público (casos de carreras privadas puras) y 40 tenían antecedentes de haber ocupado puestos directivos en las principales asociaciones gremiales del empresariado (lobistas corporativos)”.

En manos de ese ejército de crápulas está el país. Y uno de los problemas del futuro Gobierno será reparar el daño ocasionado por esos miembros de la élite económica y erradicar a muchos de ellos, que quedarán como perros de reserva para que la puerta giratoria siga girando sin fin.

Y el desafío es que por fin se le ponga freno a esa puerta giratoria sin regulación, a partir de la experiencia vivida por las grandes mayorías en estos cuatro años, para que no se repita nunca más un programa de exterminio por goteo como el instrumentado por esta salvaje banda de depredadores.

(*) Ana Castellani es doctora en Ciencias Sociales e investigadora del Conicet, especializada en el estudio de las élites económicas argentinas. Es codirectora de la Maestría en Sociología Económica y del Observatorio de las Élites Argentinas del Instituto de Idaes-Unsam.

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