Alguna vez Roland Barthes escribió que la lengua es fascista. Y explicaba que con ello no sólo refería al hecho de que, en tanto institución social, la lengua prohíbe decir determinadas cosas, sino que además obliga a decir otras.

Barthes hablaba de los aspectos formales, gramaticales, de la lengua, en tanto sistema de signos. Su argumento era tan simple como contundente: una lengua –una gramática de una lengua– prescribe, por ejemplo, que no es posible predicar en plural, o femenino, lo que en el sujeto de una frase aparece como singular y masculino.

Así, la prohibición deviene en prescripción, claramente. Una lengua obliga a hablar de determinada manera, decía Barthes. Pero su abordaje de la lengua, el estudio de sus mecanismos, no lo hacía limitarse a sus aspectos puramente formales o gramaticales: Barthes también abordó la cuestión de la relación que existe entre la lengua y el poder.

Hay lenguas –o mejor lenguajes– decía, que se constituyen en torno al poder, mientras que otros lo hacen enfrentándolo. A los primeros los denominó encráticos, mientras que a los segundos los llamó acráticos.

Lenguajes acráticos son todos aquellos que desafían la doxa –la opinión, el saber común– que rige en una sociedad. Por ejemplo, según Barthes, el discurso del psicoanálisis, del marxismo o del estructuralismo. Son, por ello, para-dóxicos (contrarios a la doxa).

Mientras que los lenguajes encráticos son aquellos que se despliegan a la sombra del poder: lo preservan, lo reproducen, lo transmiten, lo aseguran.

El poder, de tal modo, engendra discursos conservadores. Ello es inevitable, porque está en su propia naturaleza que así sea. Refractarios a todo aquello que lo interpela –a todo lo acrático– esos discursos imponen no sólo una manera de hablar, sino además los tópicos, los asuntos, las ponderaciones y puntos de vista que el poder reclama.

Si alguien –en este caso, un dirigente social– manifiesta que debería practicarse una reforma agraria, el lenguaje encrático responde a través de amplios y contundentes dispositivos comunicacionales. ¡Cómo puede decirse semejante cosa!… braman, a coro, los lenguaraces del poder. ¡Cómo alguien puede ir en contra del sacrosanto principio de propiedad!…repiten otros, como loros.

No hablan por ellos, ni hablan ellos. Esos propaladores de la doxa, del lenguaje encrático, no son más que repetidores mecánicos de lo que ese poder dictamina. No estamos juzgando, al decir esto, la conveniencia o la inconveniencia política de tales manifestaciones. Pero no podemos dejar de señalar, justamente, que al criticar la inconveniencia de esos dichos del dirigente social, muchas personas que se ubican enfrente del poder no hacen más que reproducir sus prescripciones, sus imperativos, seguramente que a pesar suyo.

El ejemplo demuestra, nos parece, el carácter problemático que puede haber entre prácticas, discursos políticos y el lenguaje del poder, que a todos nos alcanza, nos atraviesa e incluso nos habita. Por ello, una pregunta crucial, decisiva, sería aquella que interroga acerca de lo que pueda decirse acráticamente, prosiguiendo con Barthes.

Lo cual podría parafrasearse de la siguiente manera: admitiendo que los lenguajes encráticos son aquellos que socialmente se imponen, cómo hacer –qué debería hacerse– para hablar por fuera de ellos, sin que ese habla se convierta en una especie de boomerang.

Al respecto, conviene recordar que esa sencilla taxonomía que supo trazar Roland Barthes no es más que un instrumento analítico, descriptivo, que no puede devenir en interpretativo sin más. Pongamos, en función de ello, otro ejemplo, o contra-ejemplo: alguien, un dirigente político, propone desconocer la deuda que el país mantiene con el Fondo Monetario Internacional, afirmando que no hay que pagarle a ese organismo. Pues bien: de seguirse esa propuesta, lo más probable es que el país viera seriamente afectada su economía tanto en el plano internacional como interno, con toda la secuela de problemas sociales, asistenciales o de prestación de servicios que ello implicaría.

Con esto intentamos decir que un enunciado, por mostrarse abstractamente como acrático, no lo es, o no lo debe ser, necesariamente. Los enunciados, los discursos, se constituyen como acráticos o encráticos en un determinado contexto, y es ese contexto el que, en definitiva, determina su sentido.

Pero hay más en cuanto a la relación de los discursos con el poder. Barthes hablaba de su carácter favorable o desfavorable respecto de él, dando por sentado que su condición, su naturaleza, es única e invariable. Los lenguajes o los discursos no son más que realizaciones concretas de una lengua, pensaba, que es un sistema de signos. Y los signos de esa lengua, que se actualiza en ellos, son unidades constantes que solamente mutan con el devenir del tiempo.

Esa mirada barthesiana era ciertamente una mirada estructuralista. Y para el estructuralismo, sabemos, la materialidad inmutable de los signos aparece como un dato fundante. Pero hoy ya no es así, o tan así por lo menos. Porque actualmente lo que discuten aquellos que, desde ciertas perspectivas, se proponen interpelar al poder disputándole sus medios e instrumentos, es si la materialidad de una lengua, si los signos que le dan existencia, no son una sustancia o unas entidades capaces de ser transformadas.

Precisemos. Ciertos movimientos, que cuestionan la perspectiva patriarcal y heteronormativa de la lengua, se proponen transformar sus formas y sus signos. Pretenden sustraerla del binarismo que históricamente la ha constituido, y bregan por formas y signos no marcados, capaces de representar la diversidad de géneros que la utilizan y hablan.

Es el caso del celebérrimo todes, apto para contener al masculino excluyente que históricamente adoptó el adjetivo como forma universal, y al femenino por él sometido.

Diríase, en tal sentido, que los discursos acráticos hoy día no sólo confrontan con el poder, sino que además pretenden disputar su dominio sobre la lengua. Suena utópico, porque una institución social difícilmente se modifique por la acción de algunos actores sociales, dado que, habitualmente, la modifican las prácticas de todos sus miembros. Pero suena creíble, porque quienes bregan por el lenguaje inclusivo reivindican derechos reales e inalienables.

El tiempo dirá si esa utopía logra plasmarse.

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