Yo no sé, no. Con Pedro nos acordamos cuando de pibitos nos llevaban a la calesita del Parque, la que quedaba por Pellegrini, casi Oroño.  Ahí poníamos cara de lástima, y el que manejaba la sortija bajaba el brazo y hacía movimientos más lentos, como para que nosotros la pudiéramos atrapar.

Cuando nos mudamos al sur de la ciudad, aparecía de vez en cuando un parquecito. Ya ahí, con 8 años, más o menos, jugábamos de igual a igual con los más altos. Hay que pegar el saltito justo, me decía Pedro al borde de la calesita, mirando atentamente la mano del calesitero.

Pasaron un par de años y en un septiembre o principios de octubre, nos enteramos que a la Susi –una piba que vivía por avenida Francia, a tres cuadras de la escuela, y que los dos andábamos detrás de ella– le gustaban las rosas rojas. En un jardín de barrio Acindar había una enorme, que no estaba cerca de la vereda, pero con un saltito y con mucha concentración se podía atrapar. Para colmo, o para bien, estaba por efecto del viento siempre en movimiento.

Pedro me aventajaba porque era de brazos largos. Yo estuve tentado de pedírsela a la dueña poniendo cara de pena, le diría que era para mi vieja, pero no, para la Susi no sería lo mismo. Fue así que un mediodía lo primerié a Pedro y pensando que era como la sortija, porque aquella rosa no paraba de bambolearse, pegué un saltito y la atrapé. Eso sí, en mi mano me quedaron las huellas de las espinas, así que esa noche no dormí por el dolor, que sólo se calmaba pensando en la sonrisa de esa piba cuando le mostrara esa rosa.

A la primavera siguiente, en un partido con viento cruzado, Pedro estaba de arquero y en el último centro le grito: “¡Con la punta de los dedos!”, pensando que se acordaría de las sortijas. La pelota medio que se frenó y con dos dedos la terminó de parar para luego atraparla. 

Pasaron unos años, y me cuenta Pedro que por el Rosedal, esperando encontrarse con los cumpas de la UES, miraba una rosa enorme que se bamboleaba como una sortija y que parecía inalcanzable. Así, tan protegida por tantas espinas, se parecía tanto a nuestros sueños de Patria, de justicia social, en fin, de tantas cosas. 

Por eso, hoy, cuando veo al calesitero manejando la sortija, a veces poniéndola a la altura de los más pequeños y haciéndosela difícil a los grandotes, me digo que a eso tenemos que llegar, a que las sortijas, las rosas rojas, nuestros sueños, nuestros amores, estén al alcance de TODOS, a pesar de estos vientos cambiantes y de las espinas.

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