La Argentina no está ajena a la ola de protestas sociales que se eleva en el continente en respuesta al crimen neoliberal, sólo que la lucha fue canalizada a través de la política, cuyo catalizador, una vez más, es el peronismo.

La dimensión y orígenes de la catarata de levantamientos populares en la América morena es motivo de preocupación para un puñado de gobernantes impiadosos, que pensaban que el ajuste y saqueo en cada uno de sus países tenía garantizado el eterno silencio de las víctimas.

Las expresiones de mandatarios como Sebastián Piñera en Chile, Lenín Moreno en Ecuador, Jair Bolsonaro en Brasil, Mauricio Macri en la Argentina, para citar cuatro ejemplos claros de programas expoliadores, parecen surgidos de un guión común, pero cada discurso contiene las singularidades propias de cada ejecutor de ese plan de exterminio por goteo. Y sus praxis políticas y represivas también difieren, según la historia que precede a cada quien y cada cual.

Sin incursionar en la complejidad de cada proceso, estas líneas pretenden plantear hipótesis que expliquen las similitudes, pero también las notorias diferencias, entre los dolorosos sucesos recientes –en pleno desarrollo– que viven los dos primeros países nombrados, y el incipiente estado de desasosiego que impera en Brasil, de la salida electoral que supo construir la Argentina.

La coyuntura en la Argentina

El proceso político que vive la Argentina difiere sustancialmente de aquellos que atraviesan Brasil, Ecuador y Chile. Si no se produce un hecho excepcional, el peronismo está a punto de alzarse con una victoria electoral que operará como un interruptus respecto de las políticas neoliberales que viene aplicando el macrismo.

De ese modo, también se trastocará la hegemonía neoliberal que impera hasta el momento en el antiguamente llamado ABC (Argentina, Brasil y Chile) con los gobiernos de Mauricio Macri, Jair Bolsonaro y Sebastián Piñera.

Ese recorrido, que va desde la derrota de 2015 a manos de un régimen que supo y pudo representar al tradicional polo oligárquico argentino, fue complejo, requirió la puesta en valor de toda la expertise que el peronismo acumuló a lo largo de tres cuartos de siglo de existencia, recurriendo al reagrupamiento de sus componentes básicos: el movimiento obrero organizado, el partido y las organizaciones libres del pueblo, que si bien adquirieron otras denominaciones, no dejan de tener el sentido y contenido que les adjudicara Juan Perón en los años 40 del siglo pasado.

Ese reagrupamiento, ese trabajo macropolítico en busca de la unidad perdida, se nutrió de una monumental operación micropolítica: mujeres y hombres comunes y corrientes del campo nacional reclamaron tempranamente –desde la base– a los cuadros dirigenciales que asumieran su responsabilidad en ese amalgamamiento, instándolos a que, ante el criminal avance del sector más retrógrado de la sociedad argentina, pusieran las barbas en remojo y construyeran un polo de conducción detrás del cual las mayorías se sintieran representadas.

Parece sencillo describir ese proceso ahora, a las puertas de un previsible triunfo de ese armado nacional y popular, pero lo cierto es que ese derrotero estuvo plagado de acechanzas, egos infranqueables hasta último momento, sospechosos alineamientos de algunos actuales protagonistas de ese frente, y errores tácticos del sector que cobija en su seno el mayor caudal electoral y la mayor adhesión ciudadana.

Dicho esto último, conviene destacar que la actual fortaleza del Frente de Todos radica, precisamente, en el éxito que tuvo al sortear tamaños escollos, a partir de toda una dirigencia que volvió la mirada hacia las banderas históricas del peronismo, que siempre fue frentista, y que entendió desde sus orígenes que con el peronismo químicamente puro no alcanza para derrotar al núcleo duro sobre el cual se apoya la oligarquía.

La eventual victoria electoral del peronismo y aliados, como siempre aconteció, permitirá el acceso al gobierno pero no al poder, por lo cual es pertinente establecer de antemano que, a la tarea de reconstrucción de todo lo destruido por el régimen saliente, deberán preverse las acciones ulteriores del establishment en su rol opositor. Y en ese sentido, en los últimos días emergieron diversas pistas de por dónde piensa ejercer ese papel ese ejército en retirada.

Palabras proféticas

La semana previa a los comicios presidenciales fue prolífica en gestos, discursos y hechos que plantean un preocupante escenario a futuro, tanto para un hipotético nuevo gobierno de corte nacional y popular como para la Nación toda.

En el terreno discursivo, parecía imposible que un dirigente de Cambiemos supere en osadía a las invectivas de Macri o de su alter ego Elisa Carrió. Ambos pueden proferir conceptos antidemocráticos sin sonrojarse, y acompañarlos con palabras como “República”, “calidad institucional”. Ya no sorprenden.

Sin embargo, la modosita gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal parece ser que también eligió –o le sugirieron hacerlo– salir a quemar las naves. Suelta de cuerpo, consideró: “El domingo se elige si vamos a tener democracia plena o no”. Y agregó: “Tenemos que llevar a Mauricio a la segunda vuelta… se va a elegir cómo vamos a vivir los próximos cuatro años, quién va a decidir sobre el poder, cómo lo va a administrar, desde qué lugar se va a parar, si vamos a tener respeto o no, si vamos a tener diálogo o no, si vamos a tener democracia plena o no. Eso es lo que vamos a elegir”.

En esa línea, algunas frases arrojadas por Macri al húmedo aire de Rosario en su última visita de campaña tal vez sean la mejor síntesis de por dónde se pasa la democracia o el sistema republicano el neoliberalismo en la Argentina.

Macri sigue decidido a no aceptar el mensaje de las urnas.

En la explanada del Parque de España, primero culpó a su propio electorado. Con la desvergüenza que lo caracteriza, expresó: “Dejamos un espacio vacío y ese vacío lo ocuparon para tomar el país y creerse los dueños del Estado”. No perdió una elección, dejó un espacio vacío. Al poder real eso no le debería pasar, mucho menos que venga alguien a ocuparlo para tomar el país, que ya se sabe a quién le pertenece.

En este último tramo de su gira, Macri se animó a decir cosas peligrosas, que pasan desapercibidas por la complicidad del sistema de medios y un periodismo que tampoco exhibe demasiada vergüenza profesional: “Quería agradecerles por bancar, aguantar y entender que tenemos que ser protagonistas, y que el futuro depende de nosotros”. Con el adversario político no se convive, a lo sumo se lo aguanta, y no hay futuro sin que sea forjado por los dueños del poder económico.

Está claro que la paliza electoral de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (Paso), y el adverso escenario que vaticinan incluso las consultoras contratadas por su Gobierno, son hechos que Macri traduce en clave de polarización extrema, dejando de lado el presunto objetivo conciliador y la misión de “unir a los argentinos”.

Si el peronismo gana el domingo en primera vuelta, Macri deberá aceptar el veredicto de las urnas o ponerse al margen de la Constitución y la democracia. No es seguro que descarte la segunda opción y los dichos de la dirigencia macrista de esta semana suenan proféticas respecto de lo que sería ese espacio en la oposición. Una oposición formateada en las matrices de Venezuela y Bolivia, donde la oposición “democrática” tienen su sede central en las embajadas norteamericanas, disponen del espacio mediático y –cuando pueden– del público, para desestabilizar y sabotear lo que realmente detestan: las políticas públicas que benefician a las grandes mayorías.

Procesos y procesos

Chile:

Desde su cuenta de twitter, un economista británico, Paul Segal, investigador senior de la desigualdad social, posteó una simple pero interesante hipótesis: “La Argentina no ha explotado como Chile, a pesar de una caída mucho peor en el nivel de vida, porque el peronismo proporciona una salida constitucional para la ira: la gente siente que los peronistas la representan, por lo que la ira contra el gobierno de derecha se traduce en violencia, no en política”.

Es evidente que Segal se tomó el trabajo de estudiar no sólo la economía sino la política argentina, y es notable como da por tierra con el mito liberal, de izquierda y derecha, de que el peronismo es inentendible para alguien que no vive en el país.

La cita viene a cuento de un escenario que se instaló en determinadas capas del que podría denominarse progresismo eternamente frustrado, que anda lloriqueando por los rincones porque el pueblo argentino estaría por arrasar en las urnas al neoliberalismo en lugar de hacerlo arder a pura molotov.

En términos continentales, está claro que la política es superadora de la molotov, aunque parezca que hay lugares donde no hay otra salida. No es el caso de la Argentina.

Y en los casos en que parece no haber salida, lo que falta es conducción, que es en realidad lo más grave. El ejemplo de Chile es ilustrativo: recién después de que ya se llevaban anunciadas 15 muertes de civiles, la Central Única de Trabajadores (CUT) y las organizaciones sociales están asumiendo como pueden la conducción del conflicto.

Pero en Chile no hay catalizador político. Y pese a que el enemigo es el mismo, esto también es relativo, porque en cada país el poder establecido tiene características singulares y sostenes variopintos. Basta recordar que mientras en a Argentina el transporte terrestre en camiones lo regula el sindicato del sector, en Chile ese gremio funciona en clave patronal, es reaccionario, y fue la punta de lanza que se cargó al gobierno de Salvador Allende en 1973.

Sobre las diferencias con la Argentina, el escritor, guionista y periodista Julio Fernández Baraibar aporta un punto de vista interesante: “Por un lado, creo que se abrieron las compuertas que estuvieron cerradas durante 46 años en Chile. El neoliberalismo, el bipartidismo neoliberal y la falsa alternancia acumularon explosivas contradicciones en el seno de la sociedad chilena. Y da toda la impresión de que el pueblo, sin una conducción política clara, se dio mecanismos de resistencia y sobrevivencia que, de pronto, se pusieron en acción.

Por otro lado, Chile es uno de los ejemplos más claros en nuestro continente de una dictadura de clase. Y la dictadura acudió a la más brutal represión, de un grado que en la Argentina es desconocido. Chile es una sociedad muy estamental, muy clasista, donde no rige el principio de la igualdad que caracteriza, pese a todo, a la sociedad argentina, gracias al peronismo.

Vivir en Chile es desagradable para un argentino. El nivel de clasismo, de invisibilidad de los pobres que tiene ese país es desconocido para nosotros.

Pero lo que me llama la atención es que, con todo ese despliegue represivo, la rebeldía popular no se acalla”.

A la hora de delinear un pronóstico, el referente de la izquierda nacional es taxativo: “O hay un feroz baño de sangre similar a las jornadas del 73 o se produce una modificación muy importante en la relación de fuerzas en Chile”.

Ecuador:

Sintéticamente, luego de la salida de Rafael Correa del gobierno, dejando como su delfín a Lenín Moreno, éste traicionó no sólo a su predecesor sino el sentido de las políticas públicas del período correísta: propender a la igualdad social y al desarrollo inclusivo, algo que por cierto tuvo logros y fracasos. Como en cada país, esos procesos fueron jaqueados por las elites económicas reaccionarias.

Al principio, el viraje de Moreno fue gradual, pero a poco de andar se lanzó a perseguir a Correa, encarceló al ex vicepresidente, y comenzó a aplicar las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI), diseñando un ajuste que generó niveles de resistencia inéditos, en particular cuando intentó llevar adelante el aumento en el precio de los combustibles y otras medidas que empeoraron los ya alicaídos ingresos de las capas más vulnerables.

Un artículo publicado por el World Economic Forum, que nadie puede calificar de populista, define así la crisis ecuatoriana: “(Lenín Moreno) recompuso las relaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y en febrero pactó un préstamo de 4.200 millones de dólares a cambio de reformas estructurales. Esa decisión tiene que ver con los ajustes económicos y con lo sucedido estos días”.

La vanguardia de la resistencia al ajuste neoliberal de Moreno fue el movimiento indígena, que tiene una inusual fuerza en Ecuador. Cuando el presidente dio marcha atrás con las medidas, después de una criminal represión que dejó como saldo provisorio 8 muertos, 1.340 heridos, y casi dos mil personas detenidas, con casi 300 procesadas, los líderes indígenas firmaron un acuerdo.

Ese pacto, que llevó paz a las calles de Guayaquil, donde el jefe de Estado trasladó a su Gobierno, fue saboteado esta semana a través de la apertura de una investigación en contra de uno de los líderes indígenas, Jaime Vargas, por parte de la Fiscalía de Estado, lo que derivó en la suspensión del diálogo con el gobierno de Lenin. El futuro aparece con final abierto.

Vargas, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), advirtió: “No podemos estar en la mesa mientras nos están persiguiendo”.

En Ecuador está pendiente lo que se logró en la Argentina: la reconstrucción del frente que alguna vez llevó al gobierno a Correa, con una desventaja: no cuenta con un movimiento como el peronista, ni con una central de trabajadores con la potencia que tiene la CGT argentina.

Brasil:

Mientras tanto, el miércoles le volvió a saltar la térmica a Jair Bolsonaro, quien amenazó a la Argentina si el domingo surge un gobierno peronista: “Es necesario estar listos para posibles cambios en el Mercosur”, al tiempo que consideró que una victoria de la fórmula Alberto Fernández-Cristina Kichner “puede poner en riesgo” a todo el bloque regional.

El presidente de Brasil advirtió, a través de un temerario discurso macartista, que el objetivo de su país “no es facilitarle a la izquierda formar una gran patria boliviariana y sí abrir el mercado para el comercio con el mundo”.

Bolsonaro no puede mantenerse callado en torno de tema alguno, y salió a vociferar que el Ejército (de Brasil) está listo por si hay protestas como en Chile. La agencia española EFE citó sus dichos ante periodistas brasileños en Tokio, donde está de gira: “Nos hemos preparado. Hablé con el ministro de Defensa (Fernando Azevedo e Silva) sobre la posibilidad de tener movimientos como tuvimos en el pasado, parecido con lo que está ocurriendo en Chile, y lógicamente, él pasa esa conversación a sus comandantes”.

El ex militar es un peligro para su país, para el Mercosur, para la región y para el mundo, dada la envergadura de Brasil, en tanto potencia subcontinental, como una de las diez economías más grandes del planeta, y por contener uno de los más grandes reservorios de oxígeno y de petróleo del orbe, lo que lo coloca en el radar del imperio en decadencia. Como socio, Brasil puede ser una bendición para la Argentina. Con Bolsonaro en el gobierno, puede resultar una pesadilla.

La buena noticia es que el ex presidente Inacio Lula Da Silva está a punto de recuperar su libertad, pero Bolsonaro tiene por delante más de dos años de mandato, si el incipiente malestar social no le juega una mala pasada.

Una posible conclusión

Luego de todo lo expuesto, parece atinado señalar que la diversidad de las encrucijadas que enfrenta la América del sur en la actualidad, la complejidad de sus luchas en cada país, tiene de todos modos un común denominador: la imperiosa necesidad de constituirse como una unidad, un bloque regional que defienda los intereses de las grandes mayorías de la angurria de sus elites dominantes y del imperio norteamericano, que considera al subcontinente no ya como su patio trasero sino más bien como el galpón donde van a parar los trastos viejos.

Y volviendo al lloriqueo de quienes sueñan con su propia Sierra Maestra, despreciando por manso al pueblo argentino que está a punto de derrotar en las urnas al Leviatán oligárquico, parece apropiado citar a la periodista y publicista Romina Rocha, quien ensaya una suerte de respuesta a esas ansiedades progresistas: “Todos los estallidos latinoamericanos son justificados, pero no tienen un proyecto político que los legitime. Es decir, cuando pase el quilombo y se sienten a negociar, ¿hacia dónde dirigen toda esa fuerza? ¿Qué espacio es capaz de contener todas esas demandas?

En esa dirección, Rocha traza una posible conclusión, que por supuesto no tiene por qué ni debe ser la única: “No hay que olvidarse que acá también se salió innumerables veces a romper todo y la vez que se empujó a un gobierno afuera fue en 2001. Y de ahí aprendimos un montón. Porque tenemos al peronismo que a lo largo de su existencia, como movimiento contingente, ha sabido dar respuesta y realidad efectiva a cada momento de la historia. Hoy, que por todos lados hay fuego, acá estamos a punto de hacer una elección histórica desde todos los puntos de vista, de reafirmar una identidad y de concretar un aprendizaje colectivo. ¿Por qué tendría que ser deseable volver a un estado anterior?”.

Romina cierra su mirada con los ojos bien abiertos, dirigidos hacia la historia, que no necesariamente significa hacia atrás: “«Este país de mierda», dice (Arturo) Jauretche para hablar de una zoncera que claramente aún no hemos terminado de desandar”.

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