Michelle Vargas Lobo sueña con su casa propia. Sonríe cuando habla y proyecta. Se inclina sobre la silla, fuma una ceca de porro y la describe: una casa con pileta, llena de gente contando anécdotas, riéndose. Sabe que si tiene eso, va a estar tranquila al fin. También sueña con viajar. Dice que tiene los mismos sueños que cualquiera: ganarse el Quini y recorrer el mundo con todos sus amigos y amigas. Para la Miya, proyectar no es mero divague de fumada. Es una práctica consciente de toda su vida. Primero, fue la libertad: irse de la casa de su papá para usar el pelo largo, pantalones oxford y descubrir qué era lo que le pasaba sin que le digan “puto”. Después fue dejar el trabajo sexual. Le siguió terminar la escuela, ser la mejor alumna, seguir estudiando, ocupar espacios de decisión que cambien vidas. Le viene saliendo bien. Por eso sonríe. “Voy por todo”, remarca en una nube de humo, mientras se imagina con sus amigas travas retiradas, pasándola bien, habiendo llegado a viejas. 

Foto: Yazmín Quiroga

Michelle Vargas Lobo nació el 1º de agosto de 1981, en Comodoro Rivadavia, provincia de Chubut. Tenía cuatro años cuando su familia, por cuestiones laborales, se fue más al sur aún, a Río Gallegos, Santa Cruz. Por aquellos años, y los que seguirían hasta su adolescencia, Michelle no era Michelle, mucho menos quienes todos y todas conocen como La Miya. Tenía nombre de varón y le pasaban cosas que no entendía qué eran. “Yo recuerdo una infancia feliz… pero no feliz. Fui feliz porque me crié en el seno familiar, pero por otro lado no podía decir qué era lo que me pasaba cuando era chica. No sabía ni siquiera lo que era ser trans o travesti”, cuenta. 

“Y mi adolescencia me remonta a la idea de libertad. Fue cuando yo empecé a ser libre, cuando decidí irme de mi casa”. Tenía 14 años y usaba el pelo largo, pantalones oxford e iba a la escuela con el guardapolvo a tablitas. “Se notaba a lo lejos que yo no era un macho. Y mi papá no se lo bancó. Me hacían sentir la discriminación con mis hermanos, me decían puto, maricón, y esa es una forma de excluirte. Nunca te sentís en tu casa. A los 14, mi papá me dijo que tenía que cambiar o irme. Y yo sabía que cambiar era no ser feliz. ¿A qué costo tenía que quedarme en mi casa? ¿De aparentar ser varonil, cortarme el pelo, tener novia? Esas cosas que no las sentía, no nacían de mí”. 

La adolescencia de Michelle fue en un mundo sin información. No había travestis, y si llegaban a verse, no había posibilidades de que eso esté bien. No podías ver en la tele a Lizy Tagliani, Florencia de la V o Cris Miró. Y además, era en el sur, en una ciudad que a la noche llega a hacer 20 grados bajo cero, en una zona copada de gendarmes y miembros del ejército. La libertad tuvo un costo. La primera vez que Michelle cayó presa tenía sólo 15 años y la detuvieron por ser travesti. “Y por ser travesti era doble el castigo, la pena, el palizón, el maltrato, todo. Yo ahora me doy cuenta de lo que fue. Que sobrevivimos. Recién ahora me doy cuenta de que era una criatura cuando me fui de mi casa y si tengo que reprocharle algo a mi progenitor es eso. ¿Cómo pudiste echar a una criatura a la calle, en una localidad que es antártica, con grados bajo cero, sin importarte nada? ¿Cómo podías dormir? Yo era una criaturita. Y estaba viviendo en un cabaret”.

Una chance de vivir

Las bajas temperaturas de Río Gallegos hicieron que no exista el trabajo sexual callejero en la ciudad del sur. En los 90 existía un barrio llamado Las Casitas: dos cuadras de un cabaret al lado del otro. Michelle Vargas vivió en ese barrio hasta los 18, en el cabaret de Casandra, una marica lo más parecida a una travesti que hasta ese momento había visto. El primer acuerdo fue por limpiar: las chicas trabajaban de noche, Miya limpiaba de día. “Pero después, la curiosidad mata al gato, viste”, anuncia la travesti unos 20 años después. “Empecé haciendo copas. Y me gustó. Y después ya quería pases. Y así arranqué. Aprendí solita. No hay un manual de cómo ser puta. Te equivocás y aprendés. Yo entendí que el trabajo sexual era lo único que me daba la posibilidad de tener dinero, y de vivir”. 

Hasta los 18, Michelle vivía escondida, entre lo de Casandra y pueblitos del sur que le daban unos pesos. Cuando pasó la mayoría de edad, se fue a Punta Arenas, Chile, una ciudad con embarcados que pagaban en dólares. “Yo trabajaba de lunes a viernes en Chile y los fines de semana me iba a Río Gallegos. Y en ese ir y venir conocí a unas travestis. ¡Pero travestis de verdad! Yo las vi y dije: esto es lo que quiero. Eran grandotas, tenían tetas, eran lo que yo buscaba. Nos pusimos a charlar y me invitaron a que las visite, ellas eran de Villa Gobernador Gálvez y apenas pude me vine. Y me quedé”. 

Foto: Yazmín Quiroga

Como un rompecabezas

Michelle llegó a Rosario viajando a dedo. “Re borracha, con otra marica de allá”, cuenta de los miles de kilómetros que hizo uniendo el país. Cuando llegó se llamaba Joan. Ya había sido Nicole, Joanna, Milagros, Gabriela. En tierras nuevas, decidió cambiar una vez más. Y apareció Michelle. “La Miya es rosarina”, puntualiza. “Y hay todo un antes y un después. Mi vida, todo es Rosario. Es mi lugar. Yo anduve buscando un espacio de pertenencia y construcción, y lo encontré acá”. 

El relato de Vargas Lobo es similar a un rompecabezas. Ella usa una palabra una y otra vez: construcción. Y se cuenta pieza a pieza. Del nene que nació, a la Miya. Del sur, a Rosario. De sentir algo, a ser trans. De ser trans, a ser trava. De dormir en la calle, a prender un sahumerio en su departamento. De ser puta, a ser estudiante de enfermería. De ponerse tetas para ser mujer, a reivindicar su voz gruesa. “Yo creo que acá terminé de construir mi identidad”, dice, cebando mates.   

Foto: Yazmín Quiroga

Podría pensarse también que la construcción de su identidad fue un pasaje entre etiquetas. ¿Cómo se nombra un niño que no se siente varón? ¿Cómo se autopercibe? ¿Es el maricón que dice su papá o algo más? Michelle sabe que nunca fue gay. No pasó por esa etapa, fue derecho a la ropa de mujer. Por eso, la primera vez que se autopercibió fue como travesti. “No existía la palabra trans. Y además, siempre me lo hicieron saber, diciéndome trava, trabuco, de todo. Lo que pasa es que en ese momento yo lo vivía con dolor, con culpa, con vergüenza, ¿me entendés? Hoy es mi orgullo”. 

En algún momento, apareció la idea de ser una chica trans y entonces ella cambió la forma de mencionarse. Ser travesti era malo, ser trans sonaba chic, lindo, cool. “Cuando empecé a militar y entendí todo lo que significa ser una trava, sentí que mi autopercepción es travesti, no trans. Tiene que ver con el empoderamiento. Hoy las travestis existimos sólo en Argentina, en el resto del mundo ser travesti es una risa, vulgar, pero nosotras no nos dejamos colonizar por el lenguaje yankee y europeo, tomamos la palabra travesti y la construimos. Ahora es orgullo, es proyecto, sueños, política, historia”, explica. Y suma: “La forma de nombrarnos es una discusión que todavía tenemos. Muchas me dicen que no diga trava, que es vulgar. Y yo sé que es vulgar, pero lamentablemente es el peso que tiene la palabra. Es la historia que cargamos, y renegar de eso es renegar de nuestra historia. Respeto a las compañeras que se autoperciben como trans, pero yo decido ser travesti e interpelar cada espacio al que voy. Vos decís travesti y se te vienen un montón de cosas a la cabeza, que tienen que ver con la prostitución, el Sida, la droga, la violencia, la policía. Son cosas negativas pero que son parte de nuestra historia y, sobre todo, no es lo que elegimos nosotras: es lo que la sociedad y el Estado nos impusieron”. 

Michelle sabe que las travestis entran a donde sea y rompen todos los esquemas. Que cambia el clima del lugar. Que desencajan. Y que eso es lo contrario a la idea de chica trans maquillada, producida, operada que alguna vez quisieron ser, y a la que muchas personas e instituciones se siguen aferrando. “Si vos sos una marica que mide dos metros y tiene voz de camionero, el Estado automáticamente te rechaza. No cumplís ninguna expectativa. Pero nosotras no queremos encajar. Vemos un sistema machista que genera violencia, discriminación, desigualdad, ¿por qué vamos a querer estar ahí? Nos paramos enfrente, no somos parte”, sostiene. 

La travesti, sin embargo, advierte: no es tan simple como parece. No fue tan fácil como suena. No la tuvo ni tiene clara como se puede ver. Su cuerpo habla, y es lo que ella va explicando entre mates y cecas de porro. Se señala la nariz y cuenta que antes solía ser como un pico de loro. Que sus rasgos son de una familia originaria pero se los tuvo que operar. Que era lo que la norma trans mandaba: nariz chiquita, operada. “De eso no me arrepiento”, confiesa. Y suma: “De lo que sí, es de haberme hecho las tetas. Cuando yo llegué acá, estaba obsesionada con ese tema. Pero no lo elegí, entendía que tenía que hacerlo para ser trans”.

Foto: Yazmín Quiroga

Para la mayoría de las personas trans y travestis, y hasta la sanción de la Ley de Identidad de Género, acceder a operaciones estéticas, de adecuación a la imagen, era económicamente imposible. Por eso, las obsesiones se saciaban en el mercado negro, con aceite industrial, que se llevó la vida de miles de personas. Michelle tiene dos vasos de aceite en su cuerpo, uno por teta. “Al ser poca mi cantidad, eso migró, está desparramado”, explica, acariciándose el torso. “Pero no se ve, es poco. Hay muchas compañeras que se ponen mucho más, y termina siendo cancerígeno, generando alguna trombosis y al final, terminan muriendo”.   

“Mi otra obsesión era estar con un chongo. Que un chongo me lleve de la mano. Yo salí cinco años con un violento pero que me llevaba a todos lados como un trofeo y me hacía sentir ¡guau!”, continúa relatando. Las condiciones, las normas y etiquetas que menciona Michelle incluyen cambiarlo todo. Pieza por pieza de su cuerpo y de las formas de pensar el mundo. “Estaba siempre condicionada. Tuve que entender que yo tengo genitalidad masculina y que tengo que dejar de esconder mi identidad y mi cuerpo. Tuve que reconocer mi sexualidad lejos del lugar pasivo que nos otorgaron siempre. Y aprender que no tengo que modificarme para agradar a otras personas. Nosotras somos así: grandotas, de voz gruesa y con barba”. 

Militancia que salva vidas

Michelle Vargas Lobo llegó a Rosario a los 21 años, en plena crisis de 2001. Los primeros cinco años en la ciudad los pasó sola, sin amigas y sin familia, al lado de un chabón al que menciona como “el violento”. “Cuando se habla de violencia yo sé qué es”, dice, seria. Y en pocas palabras cuenta de una relación con un tipo que resultó ser su fiolo, que le controlaba el tiempo y la plata durante el trabajo sexual, que le pegaba si tardaba más de la cuenta, que la mandaba a laburar golpeada y ensangrentada. “Yo la pasé muy mal, pero también fue algo de lo que aprendí: no quiera que me vuelva a pasar nunca más”, resume. “Yo estoy en otra relación ahora y es todo lo contrario. Una relación sana, de compañerismo, constructiva. Yo antes no sabía que las cosas podían ser así, tampoco que podía denunciar a alguien por violencia de género. No sabía nada. Para mí estaba bien, era lo que me merecía por ser trava. Era el lugar que me tocaba. Así lo entendía hasta que empecé a militar”. 

Foto: Yazmín Quiroga

Tal vez la militancia sea el momento en que nació la Miya que todos, todas y todes conocen. La del megáfono y la risa estruendosa, la que marca la cancha en las asambleas feministas y en la puerta de las comisarías, la que se planta y abraza con la misma facilidad e intensidad. “Yo encontré la militancia política en el 2010. Fue en una reunión en La Toma, a la que me invitó Laly Krupp. La organizaba Michelle Mendoza, que con la excusa de la Marcha del Orgullo nos llamó a organizarnos y empoderarnos. Fue una visionaria, porque esas reuniones fueron un semillero de compañeras que hoy estamos ocupando lugares. Pero en ese momento no había nada”, repasa. 

Comunidad Trans Rosario nació de esas reuniones. Michelle se encontró con una mística que no conocía y que ahora es su vida misma. “Descubrí algo que me hace bien”, dice con simpleza. “Militamos primero el Matrimonio Igualitario, después la Ley de Identidad de Género. Y cuando se aprobó, supimos que si podíamos con eso, podíamos con todo. Y así empezamos a militar, a formarnos, a ocupar espacios”.  

Foto: Yazmín Quiroga
Foto: Yazmín Quiroga

Si Michelle Vargas ocupó un espacio fue en las instituciones educativas. “Yo siempre fui muy buena alumna, eso lo recuerdo patente. Pero tuve que dejar la escuela, y eso se lo reprocho mucho a la escuela y al Estado. Mi maestra me dijo, con muchísima impunidad, que yo no podía entrar más por mi imagen. Me expulsó. Yo siempre fui inteligente y de grande exploté ese lado, que también fue un desafío político y estratégico: demostrar que podemos estudiar”. 

Foto: Yazmín Quiroga

 

Foto: Yazmín Quiroga

En 2015, Michelle Vargas Lobo terminó la secundaria en el EEMPA 1147. Fue abanderada y mejor promedio de su promoción. Durante dos años, no le quedó otra que trabajar. Hasta que decidió renunciar para volver a los estudios. Ahora estudia Enfermería en la Universidad Nacional de Rosario. Sabe que su rol es estratégico: interpela como alumna, no como panelista invitada. Michelle no estudia para el consultorio. Estudia para ocupar espacios de decisión que tengan que ver con la salud de las personas. Quiere seguir estudiando y mostrar que merece estar en esos lugares, que nadie le diga acomodada, que nadie ponga en duda que merece estar donde está. “Yo no reniego de mi pasado. A todo el mundo le cuento todo: que fui puta, que me drogué, todo. Y que así y todo estoy estudiando, he promocionado casi todas las materias y soy una buena alumna”.

 

Sin excusas

Si tiene que elegir qué es lo que más le gusta de ella, Michelle Vargas Lobo, de 38 años, elige su rostro. También nombra a su cuerpo: “Me miro y me gusta como soy”. Menciona a sus ojos, su voz y su manera de hablar. Sabe que resuena. Sabe que tiene una potencia simbólica muy fuerte, y se hace cargo. “Me gusta la visibilidad”, condensa. “Y me gusta mi forma de ser. Eso antes no me pasaba y es porque soy como soy”. 

Foto: Yazmín Quiroga
Foto: Yazmín Quiroga

Michelle sabe que sobrevive todos los días. Piensa en las veces que durmió en la calle, en las comisarías y en la violencia, y sabe que todos esos peligros están latentes para ellas, las de cuerpo desobedientes. Sin embargo, si tuviese que elegir volver a nacer, no lo duda: volvería a nacer trava. “Yo sé que mi pasado es mi historia y la de un colectivo.  Yo no me imagino otra vida. No imagino a mi familia diciéndome «Hija, ¿cómo querés que te llamemos?» O a los 18 terminando la escuela. No me lo imagino porque ni de cerquita me pasó eso. Si hubiese estado contenida por el seno familiar no estaría donde estoy, tal vez no tendríamos una Miya Vargas militante. Soy lo que soy por lo que me pasó en la vida”.

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