Los hechos –y los relatos, podría agregarse– se vuelven míticos cuando se despojan de sus anclajes reales, y por lo mismo históricos, para situarse en un tiempo indeterminado, que no sólo fue sino que, además, aún sigue siendo.

En ese tiempo mítico, entonces, ubicaremos a estas figuras, cuatro mozos de un bar que llegaron a ser personajes importantes en nuestras propias vidas (aclaremos: hablamos no sólo a título personal sino de un montón de gente, como suele decirse).

El bar estaba en la esquina de Santa Fe y Sarmiento, y tenía el nombre de una capital africana, también ella mítica.

Por aquellos años, no era el mismo bar que es hoy. Era un bar antiguo, de aspecto desvencijado, que supo tener en algún momento billares.

Congregaba, por ello, no a turistas curiosos –como en la actualidad– que quieren conocer el lugar de Roberto Fontanarrosa, sino a personas de otros estratos y condiciones sociales: empleados bancarios o de comercio, taxistas –que hacían allí la parada obligada en su jornada de trabajo–, quinieleros, y toda suerte de personajes marginales que merodeaban sus mesas en busca de la invitación a un café o una charla.

También congregaba al mundillo intelectual y universitario de la ciudad. Era lógico, dado que quienes conformaban, mejor dicho, conformábamos, ese mundillo, nos sentíamos cercanos o próximos a ese ambiente de seres bastante asociales, que habitaban los márgenes –y jamás el centro– de la estructura o del sistema social.

Ello era así porque también pertenecíamos a ese colectivo que no empatizaba, ni aún menos se conformaba, con el mundo en el que nos tocaba vivir. Soñadores y rumiantes de esperanzas y utopías más o menos secretas, nos juntábamos en las mesas del viejo bar para intercambiar y compartir proyectos y programas de acción, al igual que noticias banales y comentarios intrascendentes, dado que también de esas cosas se nutría nuestra experiencia cotidiana.

Y todo ello era posible porque allí estaban los cuatro mozos que le daban vida y sostén a nuestras interminables tertulias.

Merecen ser nombrados: Moreira, un morocho retacón, de aires criollos y acaso proveniente de alguna provincia norteña, siempre serio y ensimismado, pero no por ello desatento o negligente con nosotros. Cacho, pequeño y delgado, con unos bigotitos bordeando la parte superior de la boca y unos anteojos infaltables, que componían la imagen inequívoca de un tipo buenazo. Chiche, de cara redonda y un tanto gordito, el más pícaro de todos, el que tenía el estilo del típico muchacho de barrio y con calle, que se las sabía todas, y al que nada ni nadie podía sorprender. Y Don Juan, con su porte señorial, el más alto y atildado del grupo de mozos, siempre impecable no sólo en su presencia sino además, y esencialmente, en su manera de tratarnos.

Notoriamente, a todos llamábamos por sus nombres. Ello representaba un claro sentido de familiaridad, que hacía de esos mozos no personas anónimas y extrañas respecto de nuestras vidas, como ocurre actualmente con los mozos de ese bar, sino un conjunto de conocidos que participaban efectivamente de ellas.

Lógicamente que eso suponía ciertos límites. No eran nuestros íntimos amigos, ni allegados con los que compartir todo lo que nos pasaba o preocupaba. Pero con ellos siempre era posible el trato amistoso, la mirada cómplice, y sobre todo el saber que tanto para unos como para otros era más lo que nos hacía sentir próximos que lo que podía imponer distancias.

No es eso lo que ocurre ahora con los mozos de ese bar, y no porque sean personas inmerecedoras de nuestra confianza, sino porque otras prácticas, otros estilos o modos de vincularse, han terminado por predominar en ese lugar. Y no tan sólo allí, puesto que esa modalidad de hacer lazos podría reconocerse en el ámbito del mundo entero.

Los mozos de aquel bar, antes que de éste –y utilizamos deliberadamente ambos adjetivos para señalar una diferencia que trasciende lo meramente tópico, puesto que es identitaria, y por ende cultural– pertenecen a una era que pasó. Que es, inevitablemente, pretérita, y por lo tanto, ida.

En aquellos días, o en aquellos años, el mundo era otro, entre otras razones porque aún no había triunfado un modo de vida al que, por economía intelectual o simple comodidad, llamamos neo-liberalismo. Eran corrientes –eran moneda corriente– ideas y valores como la solidaridad, el compromiso con los otros, el afán de justicia social, el involucrarse prácticamente con deseos y propuestas compartidas.

Esto no significa que tales ideas y valores hayan desaparecido, pero es obvio que su lugar en la cultura y la sociedad ha perdido la centralidad que tenía por entonces.

Diciendo esto no pretendemos formular explicaciones sociológicas banales, ni menos aún establecer juicios valorativos que trazaran, junto con un evidente contraste, las formas lacrimógenas de un paraíso perdido. Llorar el pasado es la forma más fácil de inhumarlo.

Por el contrario, de lo que se trata es de rescatar el pasado –lo mejor del pasado– para iluminar los caminos posibles que, en el presente, puedan trazarse.

Llamamos a eso memoria. Que, en tanto que tal, posee múltiples formas como asimismo múltiples contenidos.

Y llamamos recuerdo a los logros singulares, a los resultados concretos, que el ejercicio de la memoria supone.

Los recuerdos, de tal forma, podrían pensarse como producciones particulares de la memoria, que cumplen funciones diversas. Una de ellas podría ser, sin dudas, el contribuir a mejorar la vida presente, incluso a embellecerla.

Porque qué otra cosa sería, en este lejano sábado del último año de la segunda década del siglo, rememorar con nostalgia –re-vivir–, a Moreira, a Cacho, al Chiche y a Don Juan, los cuatro mozos de El Cairo.

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