La política exterior de la gestión de Mauricio Macri se caracterizó por una sumisión total a los designios de EEUU. El gobierno de Cambiemos logró sostenerse y completar su mandato, entre otros muchos factores, por la financiación recibida por el FMI y la influencia del presidente Donald Trump para que este organismo de crédito le entregue miles de millones de dólares, que fueron destinados a la fuga de capitales, la especulación financiera y la manipulación a través de los medios hegemónicos.

El resultado de esa “ayuda” del FMI, que sólo merece ese nombre con relación a Macri, sus amigos, y los pocos sectores de la economía que no fueron diezmados por sus políticas, es una pesada herencia, un endeudamiento (en algunos casos hasta cien años) que hipotecará el futuro de varias generaciones.

A cambio de esos dólares, y por cuestiones ideológicas, por sus firmes, fanáticas convicciones pro-imperialistas y neocoloniales, la gestión macrista se unió al grupo de países que conforman lo que se suele denominar “derecha regional”.

El objetivo fundamental de este grupo de países con gobiernos conservadores, neoliberales, de derecha y ultraderecha es, en principio, cumplir a pie juntilla los dictados de EEUU para la región.

Junto al presidente de Colombia, Iván Duque; de Chile, Sebastián Piñera; de Ecuador, Lenin Moreno, y de Paraguay, Mario Abdo Benítez, el mandatario argentino integró un bloque regional al servicio de las políticas imperiales.

La asunción del ultraderechista y pro-dictadura Jair Bolsonaro como presidente de Brasil en enero de 2019 reforzó la derechización de América Latina. Las relaciones entre la gestión de Macri y la del ex militar brasileño, al menos en los aspectos más explícitos y evidentes, por ejemplo en materia comercial y diplomática, no fluyen con facilidad ni armonía. Pero esto no significa que no exista una comunión profunda, ideológica, dogmática, entre el pensamiento de Bolsonaro y el de Macri.

El odio al pueblo y la militancia social, el ataque a toda construcción colectiva desde abajo, el exterminio de los pueblos originarios, la criminalización de la protesta, la emergencia de viejas formas de macartismo propias de la Guerra Fría, y las recetas neoliberales son algunas de las coincidencias que unen a Macri con Bolsonaro.

Las diferencias son apenas una cuestión de tono, de intensidad, más allá de los distintos contextos históricos, sociales, económicos y políticos que separan ambos países.

Bolsonaro y su discurso genocida, golpista, militarista, racista, homofóbico y machista le dio aire, letra y legitimación al bloque regional conformado por Duque, Piñera, Moreno, y Abdo Benítez.

El mandatario de Brasil, deslenguado y procaz, alejado de toda corrección política, dice y hace lo que los otros mandatarios de derecha creen (e incluso, también, hacen). Además, sus posturas de ultraderecha retrógrada y violenta, y su reivindicación del terrorismo de Estado, hicieron escuela y dieron lugar a imitadores: Miguel Pichetto en la Argentina y Luis Camacho en Bolivia, por sólo tomar dos ejemplo.   

Chile, Ecuador y Colombia están en llamas. Los pueblos salieron a la calle para decir basta a las políticas de ajuste neoliberales y la violencia institucional. Y las respuestas de los gobiernos, más allá de las diferencias en cada caso, fueron cínicas y criminales. Plantearon falsos diálogos para ganar tiempo. Descubrieron que el neoliberalismo produce un injusto reparto de la riqueza, plantearon una “agenda social” que sólo son migajas, y recurrieron, en todos los casos, a la criminalización y represión sistemática de la protesta, sin dejar de lado prácticas propias de dictaduras.

También en todos los casos, sin excepción, los mandatarios echaron la culpa al gran cuco de la región: Venezuela. No es el hambre ni la crisis social lo que empujó a la gente a la calle, dijeron, sino agitadores venezolanos.

Si bien EEUU nunca abandonó la región, y participó, más o menos activamente, según los casos, de los golpes de Estado en Honduras (2009), Paraguay (2012) y Brasil (2016); con la asunción de Trump en enero de 2017 se inauguró una nueva etapa, con un grado de injerencia mayor, más desembozada.  

El golpe contra el presidente de Bolivia, Evo Morales, y la posterior instauración de la dictadura cívico-militar que hoy padece el pueblo boliviano, es la más reciente y trágica muestra de la brutalidad del Imperio hacia la región, y su política de derrocar a todo gobierno que pretenda algún grado de autodeterminación, soberanía y dignidad en el marco de una integración regional que refuerce esos objetivos.

Una de las tareas que el Imperio les encargó a los gobiernos títere fue destruir todos y cada uno de los organismos multilaterales que bregaron por una relación distinta, con más independencia, con relación a EEUU.

El eje del mal trazado por EEUU (Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia) es la primera prioridad del Imperio y los gobiernos de derecha. La idea es, en términos de EEUU, “el cambio de régimen”, esto es la destitución de los gobiernos elegidos por la voluntad popular. Para lograrlo se utilizan bloqueos, sanciones, demonización a través de los medios hegemónicos, y acciones violentas de distinta intensidad, sin descartar el golpe de Estado, como ocurrió en Bolivia.

La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP) están en la mira del Imperio y el bloque de derecha. La idea es destruirlos, eliminarlos o, al menos, debilitarlos o convertirlos en otra cosa.

En este sentido, el Mercado Común del Sur (Mercosur) fue criticado con dureza, reformulado y convertido de acuerdo al dogma neoliberal y pro-imperialista que sostienen los gobiernos de Argentina, Brasil y Paraguay.

Además, se crearon nuevas agrupaciones al servicio de los objetivos de la derecha. En reemplazo de Unasur, Piñera y Duque impulsaron en 2019 el Foro para el Progreso de América del Sur​ (Prosur). ​“Un mecanismo de coordinación suramericana de políticas públicas, en defensa de la democracia, la independencia de poderes, la economía de mercados, la agenda social, con sostenibilidad y con debida aplicación”, señaló el presidente de Colombia.​

El ataque y desmantelamiento de Unasur fue uno de los principales objetivos del bloque de derecha. En abril de 2018, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú decidieron suspender su participación en el organismo por tiempo indefinido debido “a la falta de resultados concretos que garanticen el funcionamiento adecuado de la organización”. Y luego varios países anunciaron su salida definitiva. Colombia en agosto de 2018, ​Ecuador en marzo de 2019, y Argentina, Brasil, Chile y Paraguay en abril del mismo año.

Acosar a Venezuela, calificar al presidente de ese país, Nicolás Maduro, como “dictador”, y reconocer al autoproclamado Juan Guaidó funcionan como las señas de identidad de esta derecha regional. También les suma puntos decir que en Bolivia no hubo golpe de Estado y reconocer a la autoproclamada Janine Áñez.

EEUU salió a proclamar la doctrina Monroe en forma frontal. América Latina tiene que ser el patio trasero del Imperio. Y para eso se necesita, además de la violencia imperial, agentes locales que actúen como cipayos.

En marzo de 2019, el por entonces asesor de Seguridad Nacional de EEUU, John Bolton, lo expresó con claridad: “En esta administración no tenemos miedo de usar la expresión doctrina Monroe. Venezuela es un país de nuestro hemisferio y ese ha sido el objetivo de todos los presidentes de EEUU desde Ronald Reagan, tener un hemisferio completamente democrático”.

La política exterior de la gestión de Macri, errática, considerada poco seria, el hazmerreír de buena parte del mundo, se enmarca en esta violenta embestida de EEUU y la derecha regional contra toda idea de integración, soberanía y desarrollo independiente.

Bajo una torpe careta pragmática y no política, asoma un fanático odio, bien ideológico y político, al pueblo, la soberanía, la justicia social, el trabajo, lo público y los lazos sociales.

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