Llegamos a Buenos Aires desde Tigre, donde pasamos un par de días junto al Delta. Eran poco más de las doce, y el calor, intenso, parecía capaz de derretir a todo lo que tuviese delante.

Retiro lucía como de costumbre, bulliciosa y con gente yendo y viniendo para todos lados. Pero no era más que eso. O no era, en todo caso, más que un bullicio habitual, repetido, crónico y cotidiano. Un bullicio que no significaba más que eso, que había gente, mucha,  pasando en direcciones múltiples, como ocurre en cualquier terminal importante de cualquier ciudad importante de cualquier país del mundo.

Allí tomamos un subte rumbo al centro. El subte también era un sitio colmado de gente, apiñada como se dice, donde todos viajaban apretando mochilas y carteras contra el pecho.

Algún vendedor ofrecía sus productos subterráneos; algún músico tocaba un instrumento o cantaba algo. Esas voces –esos sonidos– era todo lo que podía oírse.

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Bastó que bajáramos del subte y que saliéramos a la Avenida de Mayo para que todo cambiase, de forma abrupta.

La calle estaba colmada, repleta de gente que saltaba, y gritaba, y reía, y se abrazaba.

A los costados de la avenida, sobre los cordones de las veredas, había unas vallas metálicas que impedían bajar a la calle. Por allí pasarían los vehículos que transportarían a las nuevas autoridades desde el Congreso hasta la Casa de Gobierno.

Por tal razón, todo el mundo –que era mucho, muchísimo– se amontonaba sobre las vallas.

Había personas de todo tipo y con todas las características personales imaginables: jóvenes, viejos, mayores; de clase media, de clase trabajadora, de clase desocupada; delgados, gruesos, rubios, morenos; solos –estaban allí sin nadie que los acompañase– o acompañados, por agrupaciones políticas, por sindicatos, por vecinos, por familiares. 

Sus ojos brillaban, tanto como sus sonrisas. Muchos entonaban cánticos vivando al nuevo presidente, a la nueva vice presidenta, o denostando al presidente saliente. Otros bailaban, o saltaban.

Si uno podía conversar con alguno que circunstancialmente estuviese a su lado, escuchaba un relato que se repetía, por doquier y hasta el infinito: habían perdido un empleo, el dinero no alcanzaba para llegar a fin de mes, en la familia o en el círculo de conocidos y amistades había personas que no podían acceder a servicios de salud para enfrentar enfermedades graves y dolorosas.

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Logramos ponernos, detrás de las vallas, enfrente de un edificio cuya altura cortaba los rayos del sol.

Desde allí veíamos preparativos nerviosos. En la calle, sobre una tarima, un camarógrafo ajustaba su cámara, apuntando en dirección al Congreso. Algunas personas de civil pasaban en ambas direcciones, como si estuviesen chequeando el camino. Cada tanto también irrumpía en ese espacio vallado algún periodista, identificado por credenciales que colgaban de su cuello.

La gente no cesaba de saltar y gritar, y cantar. A ese bullicio se le sumaba el redoblar de los tambores y la percusión de los bombos, que cubrían con su ritmo estruendoso toda la zona, y aún más.

Cuando aparecieron unas camionetas trasladando gente que no podía reconocerse desde fuera, el griterío aumentó. Y cuando apareció el automóvil que llevaba al nuevo presidente, y otro a la nueva vice presidenta, se produjo la apoteosis. 

Y no sólo eso. Alguien, algunos, arrancaron las vallas de su sitio. Eran muchos, que venían marchando por la calle, desde el Congreso hacia la Casa de Gobierno. Nos invitaban a sumarnos a esa procesión herética y bullanguera que se había formado súbitamente, de modo inesperado.

No lo dudamos. Saltamos a la calle, rodeados por banderas de agrupaciones políticas, sindicatos y organizaciones culturales y sociales mezcladas sin ton ni son, por fuera de cualquier diseño organizativo y amontonadas a como sea, o porque sí, como ocurre en cualquier carnaval.

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Así llegamos hasta la plaza, saltando y cantando, riendo, compartiendo sonrisas y alegrías con quienes marchaban a nuestro lado.

Que eran muchos, muchísimos. Que eran legión.

En la plaza el sol abrasaba, literalmente. Pero eso no importaba. No podía importar porque se estaba celebrando el fin de un ciclo oprobioso, en el que muchos de los que allí estaban, y otros tantos –o más– que allí no estaban, se habían quedado sin trabajo, no les alcanzaba la plata para los gastos básicos, no tenían acceso a las prestaciones de salud o a la educación, y habían visto esfumarse sus más simples y genuinas esperanzas.

Y se estaba celebrando, a la vez, el inicio de un nuevo ciclo, venturoso, donde el presidente entrante nos decía que no habría más compatriotas con hambre, que no se seguiría exprimiendo los magros ingresos de los jubilados, que volvería a funcionar la producción y que por ello se reactivaría la economía, en beneficio de todos y no de unos pocos como hasta ahora.  

Pero no era solamente eso, por más que eso fuese inmensamente importante. 

Era, además, y al mismo tiempo, un acto repetido a lo largo de la historia del país, desde hacía décadas.

Era un acto por el cual el movimiento popular más significativo y trascendente que existió en la región, por no decir en gran parte del mundo, volvía a encarnar las ilusiones y las esperanzas de los trabajadores, de la clase media, y fundamentalmente de los desposeídos, de los marginados, de los segregados, de los carentes de todo.

Era un acto donde el sujeto no era un alguien, un uno, sino un todos, un inmenso e inabarcable nosotros.

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No sólo la plaza desbordaba de gente. También desbordaban las calles adyacentes, las diagonales, las calles que bajan hacia el sur rumbo a San Telmo.

Desde el mediodía hasta entrada la noche deambulamos por esas calles inundadas de pueblo. Ello significaba desplazarse con dificultad, chocarse con otros, rozar el cuerpo sudoroso de uno con los cuerpos transpirados de los otros.

Y lejos de representar algo desagradable, molesto, representaba algo enormemente gozoso.

El goce de sentir que nuestro cuerpo, esa plena materialidad que nos hace ser lo que somos, se potenciaba en el roce con los otros cuerpos, en el contacto físico que nos permitía saber que no éramos miles de cuerpos disociados sino miles de cuerpos componiendo uno solo, el cuerpo infinito del pueblo.

Perdón, le dije a un muchacho cuando le pisé, sin querer, un pie.

No hay problemas, me respondió sonriendo, para agregar: somos compañeros.

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Somos compañeros. Esa era la clave, la cifra, del sentimiento que flotaba en el aire.

La cifra o la clave que condensaba, como una alegoría extraordinaria, la filosofía que nutre la historia de ese movimiento popular que nació justamente en esa plaza, un lejano mes octubre hace más de siete décadas.

Porque éramos todos compañeros. Todos los que estábamos allí, y todos los que no estaban pero compartían esa alegoría, y también el presidente electo, y la vice presidenta electa, que salieron al caer el día, cuando despuntaba la noche, para refrendarlo ante todos nosotros.

Y mientras ellos hablaban, nos sentimos felices, increíblemente felices.

Porque terminaba una pesadilla, y comenzaba nuevamente el sueño eterno.

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