Todos, absolutamente todos tenemos la capacidad de recordar; aparentemente ello tiene que ver con  la posibilidad de convertir los estímulos exteriores en fenómenos físicos y químicos que ocurren en el cerebro y que permiten retener, así como recuperar de manera voluntaria, esa información. Se le llama memoria y es, como se dijo, un proceso o capacidad fisiológica inherente, al menos de momento, a los humanos. Vale la pena el apunte, porque se sabe que las abejas cargan su memoria y experiencia en la cadena de ADN, de tal suerte que heredan conocimiento con la simple reproducción de la especie.  

Cada quien, en mayor o menor medida posee la capacidad de ejercitar ese mecanismo: algunos podemos ser memoriosos como el Funes de Borges y otros olvidadizos, tanto que nuestra vida cotidiana nos cobra factura, por ejemplo, con una llaves de casa, un pago de servicios o con el objeto alienador por excelencia de nuestros tiempos: el celular; salir sin el es  ya considerado un olvido grave. El caso es que podemos distinguir dos tipos de datos memorísticos, los de corto y largo plazo cuya naturaleza está determinada por los impactos que los estímulos tienen o dejan de tener en nuestro día a día.  

Sin embargo a nivel social el asunto de la memoria cambia: se convierte en un ejercicio distinto toda vez que involucra por necesidad a conglomerados de humanos, cada uno con decisiones distintas en torno a qué es tan importante para poder permanecer en la memoria y qué se puede olvidar por ser intrascendente; ese es el territorio de los historiadores, peleado palmo a palmo desde la antigüedad clásica y que va de Herodoto de Alicarnaso, Julio César, Juan Bautista Vico, Leopold Von Ranke, hasta Marc Bloch, entre otros. 

Para empezar la noción de historia viene del griego istoriai, como  investigación o indagación y no tuvo el sentido de una narración: de ahí que tradicionalmente se considere a Herodoto como el padre de ese quehacer, toda vez que sostiene: “este es el resultado de las indagaciones hechas por mi”… el caso es que con el transcurrir del tiempo se tomó como sinónimo el asunto de narrar algo acontecido con el tema de la investigación, hasta que permeó la idea de que historia significa narración sobre el pasado. De manera precisa Marc Bloch, el gran historiador francés estabilizó el sentido de ello aduciendo que la Historia (ahora con H mayúscula) se encarga de los hombres en el tiempo. Simple pero claro. 

La gran tragedia de la Historia es que se ha visto casi siempre involucrada con el poder, con los grandes hombres encargados de construir conquistas, reinos, naciones y batallas heroicas: en la Italia del renacimiento, por ejemplo, se podía contratar una buena pluma –encarnada en un storiógrafo– para que realizara un texto que ensalzara a tal o cual familia y la hiciera notable. El problema del narrador es que si la familia caía en desgracia, seguramente acompañaría en su suerte al  mecenas.  

La profesionalización de la Historia a finales del siglo XIX y principios del XX no cambió demasiado ese panorama: la enseñanza universitaria de la disciplina tenía límites y se encontraba supeditada, por obvias razones, al financiamiento del sistema educativo y con ello a ser “políticamente correcto”; si bien es cierto que la consolidación de los Estados nacionales modernos fueron acompañados por la ciencia como nuevo lenguaje fundacional, se puede afirmar también que la Historia acompañó esos procesos dotando de legitimidad política el establecimiento de regímenes de muchas –y a veces contradictorias– direcciones ideológicas. Una vez que esos bloques perdieron su legitimidad, la Historia, al igual que los storiografos, se hundió también en esa “mala propaganda”. El historiador perdió esa preeminencia de hablar con autoridad sobre el tiempo y los hombres, espacio que fue acertadamente ocupado por la antropología, así como la sociología, quienes se dedicaron a generar explicaciones más convincentes sobre el desarrollo y problemáticas sociales. 

El paradigma del historiador en estos días ha cambiado poco y ello ha llevado a una crisis vocacional: la matrícula de aspirantes es escasa y los campos laborales son borrosos, de tal suerte que es necesario encontrar otros usos sociales al carácter y habilidades del historiador, más cercano a las necesidades del entorno, más moderno en su contenidos, menos celoso de una parcela que ya produce poco. 

Visto así parecería que el panorama es desolador: no es así. Cuando me preguntan para qué sirve la Historia les digo que para observar y recordar, en cualquier orden. Si eso no es suficiente, les invito a leer Cien años de Soledad y el Ensayo sobre la ceguera, de Gabriel García Márquez y José Saramago, respectivamente; en ambos libros queda más que explícito lo que sería de las sociedades si no pueden recordar ni observar. Es en todo caso, una metáfora de los usos y desusos sociales que tiene, aún hoy, el historiador profesional.  

 

(*) Profesor e investigador de la Universidad Michoacana, adscripto a la Facultad de Historia, maestro y doctor por el Colegio de Michoacán. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México.

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