Ahora que tantos argumentan contra el negocio, la competencia y la ganancia en el fútbol, es preciso señalar que el desarrollo del profesionalismo mejoró la calidad y también la entereza de quienes practican ese popular deporte. Como contracara, el promocionado amateurismo marrón del rugby ha originado mediocridad y estupidez, con excepciones de valor.

Hágame caso: prepare el mate. Y pensemos.

El entrenamiento continuo, el saberse parte de un equipo y el sentir que en la cancha se ven los pingos convierte, con excepciones más acotadas, a los futbolistas de inferiores en “señores” respetuosos, más pensantes que muchos de sus compañeros de generación y con una disciplina adecuada para varios aspectos de la vida.

Hace muchos años escribí para el Diario de Madres “El rugby y el futuro de la humanidad” promoviendo la profesionalización de ese deporte. ¡Todos ofendidos! El planteo, que sostengo hoy, es sencillo: mientras más potenciales jugadores se cautiva dentro de una población hábil, mayores posibilidades de éxito existirán.

La nota se completaba al indicar que el esquema cerrado y elitista de los clubes de rugby circunscribe la cantera a un grupo de muchachos de las capas medias altas, la mayoría de los cuales serían rápidamente barridos por un cedazo ampliado. Eso, además, contribuiría a mejorar el ambiente interno de instituciones bien descriptas en Perro Andaluz, de Serú Girán.

En Todo un hombre, Tom Wolfe genera una escena: el encuentro de Charlie Crocker –estrella blanca del fútbol americano en los 50– y Fareek Fanon –estrella negra actual del mismo juego–. Crocker informa que en su tiempo él logró iguales o mayores récords que el novel corredor. Y el moreno le dice “claro, pero entonces no había jugadores de color”.

Antes de los años 60, no se admitían jugadores negros en esa Liga, debido al racismo y el elitismo de quienes controlaban el juego –y buena parte del país–. Así, el nivel era más bajo; una vez que se abrió la participación, los atléticos afroamericanos pusieron la tapa a varios que sólo podían competir… cuando no había competencia.

Porque la opción no es entre el socialismo y el capitalismo sino entre la monopolización y la competencia. Así como su sector social, los integrantes de estas entidades elitistas necesitan acotar la competencia abierta y desplegada para existir. Así funcionan las empresas monopólicas en la Argentina rentística y así los clubes de rugby en su persistente arcaísmo.

Hay quienes creen honradamente que el amateurismo es mejor porque el equipista juega “por amor al deporte” (graciosa reiteración) o “por amor a la camiseta”. No logran observar que de ese modo sólo juegan los autorizados socialmente, a través de la pared invisible, a participar. Y que si el balón oval fuera manejado por muchachos de todos los orígenes, otro gallo cantaría. Otro puma, podríamos decir.

La existencia de negocios en el fútbol, grandes sueldos para jugadores, enormes instalaciones, beneficios empresariales, instituciones sociales con gran cantidad de miembros, permite buscar en todo el país a los mejores, potenciarlos, entrenarlos y facilitarles su merecido desarrollo. Ahí no importa el color de piel del jugador sino su talento.

En el modelo concentrado del macrismo, las empresas privadas de televisación lograron que se les asignara de modo cerrado la transmisión de los partidos. Así, no tienen que competir. Ese es el perfil rentístico inserto artificialmente en el mundo del fútbol, equivalente a lo realizado en el orden económico general, donde sólo ganan los pocos que pueden jugar.

Cualquier empresa mediana o cooperativa en la Argentina está mejor administrada y es más permeable a las innovaciones que las monopólicas que llegan a ese lugar merced a acuerdos con sus propios funcionarios en el Estado. Los clubes sociales profesionalizados, argamasa de la sociedad junto a los sindicatos y las organizaciones sociales, son super cooperativas.

Allí las autoridades son electas por el voto de los asociados –gusten o no sus decisiones–, la razón social pertenece al pueblo que las entorna y las puertas están abiertas para todos los pibes del lugar, sin excepción racial o económica. Por eso, más las virtudes técnicas de la población, la Argentina es el mayor productor de jugadores de fútbol del planeta.

Este es un debate complejo pues invierte los términos: sostengo que ganar plata en competencia genuina, está bien. Las zonceras amateuristas del panzerismo, canalizadas en plumas brillantes, deterioró la mirada del periodismo deportivo local, que suele decir lo contrario. Cayó en la trampa un grande como Mercurio, columnista destacado entre los años 70 y 80.

Lo recuerdo bien: habitual comentarista de fútbol –agudo– fue invitado a presenciar un partido de rugby. En su columna escribió que llamó su atención la caballerosidad de los jugadores, que ni se tiraban ni hacían tiempo como los futbolistas. Es otro clima, es otro ambiente, sostuvo a favor del rugby aquél brillante narrador.

Como a través de la escuela pública, donde concurrían alumnos provenientes de las villas e hijos de empinados comerciantes, todos con el guardapolvo blanco, los conocía, pensé: a este le metieron el perro con eso de la caballerosidad y la honradez. En la escuela sabemos que son poco adictos a la gentileza y algunos, bastante violentos.

El jugador de fútbol contempla la totalidad del juego porque lo hace por dinero. Si puede gambetear tres rivales, lo concreta y embellece; pero si tiene que hacer tiempo para obtener un resultado, también. Y allí se desata la feroz y genuina competencia. Porque si la mano viene cambiada, no hay futuro para él. Los que te jedi tienen el futuro asegurado.

Toda generalización es injusta pero así es la tendencia. Cada vez que planteamos esta situación aparece alguien que nos dice que hay un equipo de indios que juegan al rugby y después viene otro que nos dice que los jugadores de la redonda ganan demasiado. Y que se comportan mal; citan a Centurión y a un puñado más para “ejemplificar” como “son los negros”.

Por eso, además, reaccionamos con fundada virulencia cuando se intentó desprestigiar la gigantesca tarea de los clubes sociales en inferiores. Una persona –hoy fallecida– que salió en la tele encarnando intereses oblicuos para decir que existía una red de prostitución infantil en las divisiones juveniles golpeó una de las mejores experiencias de esta nación. Luego, la refrendó Baby Etchecopar.

Aquél que transitó inferiores entre los años 70 y la actualidad, aquél que conoce la raíz misma del fútbol, sabe lo que implican esos clubes sociales y la tarea cotidiana de seleccionadores, entrenadores, preparadores físicos, asistentes, dirigentes, socios, hinchas. Quien conoce el vestuario sabe de las dificultades que puede hallar quien intente actuar de modo impropio.

Pero la acusación corrió, la difamación encontró tontos que la reproducían –“si, a mi me contaron de uno que…”– y a nadie se le ocurrió cambiar el foco y preguntarse qué ocurría en el mismo espacio etario de las entidades de rugby, donde la protección social de los desarreglos internos evita la salida a la luz de actividades encapsuladas.

Hasta que los resultados salen a luz, como observamos por estas horas.

El capitalismo productivo no inauguró la injusticia social, pero sí la profundizó. Lo que es seguro: inauguró la batalla moderna por la justicia social, ante la necesidad de integrar masas al mercado. Hizo caer las máscaras generadas por linaje, títulos, apellidos. El fútbol es, en cierto modo, la cumbre de ese modelo: el que está capacitado, vale; el que no tiene las condiciones, queda fuera. Así el primero se llame Gómez y el otro se apellide Thomsem. 

Sin embargo, debido a la sabiduría del pueblo argentino, hasta aquél que queda fuera de las grandes ligas, tiene un lugar. Porque esos denostados clubes ofrecen deportes de todo tipo y hasta han generado lo que aquí se llama FEFI, que es juego futbolístico de entretenimiento. Allí, el pibe que no aspira a la selección, igual tiene un espacio cuidado para practicar.

La historia de la oligarquía argentina –y sus zonas en derredor– puede sintetizarse así: una extensa lucha para que el Estado evite la competencia y la beneficie directamente. Sin hacer nada especial para merecerlo. Lo cual origina en sus miembros una psicología muy particular.

El problema es que íntimamente, todos sabemos de qué se trata. Estas victorias amañadas, propias de acomodados sin talento –deportivo o empresarial– gestan frustración y bronca. En todos. A veces, la frustración de los mediocres estalla así: diez contra uno.

A ver si todavía tienen que pelear mano a mano.

* Director La Señal Medios / Area Periodística Radio Gráfica / Sindical Federal

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