En Fortín, un pueblo del norte santafesino, unos amigos se enamoran de la misma chica. La vieron llegar una tarde mientras jugaban a las bolitas, se hicieron inseparables, y la despidieron unos años después con un porrón tibio desde la dársena de la terminal, cuando la chica se fue en La veloz del Norte rumbo a Buenos Aires. Pero un día volvió. Tu Sam, el Pula y el narrador protagonizan junto a Amparito este cuadrilátero amoroso y fatal en Mandarinas, de Franco Rosso (Tostado, Santa Fe, 1979) una de las obras finalistas del Concurso Regional de Nouvelle EMR 2018, editadas a mediados del año pasado por el sello municipal. 

Mandarinas es una novela breve que tiene varios hilos, como los que unen a los gajos de la fruta, y arman una trama sabrosa, agridulce y sobre todo, muy fresca. Hasta diríamos que es ideal para una lectura de verano. Uno de los ejes principales es la amistad, nacida en el paraíso opaco y agreste de la infancia. Como esos vínculos que se empalman como un accidente, una fatalidad (el simple hecho de nacer y crecer en el mismo lugar) que perdura en el tiempo. Amistad que será ritualizada en la adolescencia como interludio de las pasiones: el primer contacto con la muerte, las formas sutiles y un poco torpes del erotismo, los celos subterráneos, en suma, cierta monstruosidad en potencia que ensayan los adolescentes cuando se asoman por primera vez a la oscuridad del deseo, como el reverso de esa luz cegadora que los paraliza, y los fascina. 

En nuestro imaginario la mandarina es de la barriada, de vereda, tapial y patio fondero. Además, es la fruta más fácil de compartir y la que más deschava: nadie zafa del olor a mandarina  impregnado en los dedos. También hay muchas formas de pelarla y comerla. Rosso ensaya muchas técnicas y en su narración, esta fruta talismán tendrá un sentido diferente en cada episodio o capítulo del libro. Mandarinas revitaliza un lenguaje juvenil con sus marcas de época (los noventas) con una poética de ensoñación, circular. Como un juego de asociación libre a partir del cual volveríamos una y otra vez a los mismos signos. 

Analia Giordanino, escritora, poeta santafesina y autora de La Ripley (segunda novela ganadora del mismo certamen) dice que a los personajes de Mandarinas los mueve la ley de la máscara/ cáscara. “Todos los personajes son lo que son, hasta que largan su jugo… Las máscaras son como las mandarinas, van cayendo de gajo en gajo hasta mostrar su centro”. A partir de la voz del narrador cada uno de los personajes irá tomando un rol dentro de la banda y una forma singular dentro de la trama ¿Y qué hay de las chicas que irrumpen en un grupo de varones y arrasan con el pretendido equilibrio de camaradería entre iguales? Amparito con su estilo rústico, de piba rolinga, se va a recorrer el mundo y los deja a todos boqueando. Y cuando vuelve al pueblo, pone otra vez en funcionamiento una dinámica que se había adormecido entre los chicos que empezaron a envejecer demasiado pronto, en el mismo lugar de siempre. En Mandarinas también se expresan dos formas de vida, alrededor del pueblo, entre los que se fueron y los que no. El imaginario de los que se van para progresar, y el de los que vuelven por una añoranza o, como dice Tangerine, la canción de Led Zeppelin que en castellano significa mandarina, por el vivo reflejo de un sueño. 

Mandarinas, de Franco Rosso, fue lanzada durante 2019 por la Editorial Municipal de Rosario,  junto con otras novelas finalistas del concurso regional como La mujer camello, de Manuel López de Tejada, y Las lagunas, de Juanjo Conti. 

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