Yo no sé, no. Con Pedro recordábamos que, en un montecito que quedaba a una cuadra de casa, cazamos un jilguerito y un cabecita negra con la trampera. Nosotros no éramos mucho de cazar pájaros, pero esa vez le cuidamos las tramperas al Colorado, que se tuvo que ir a ayudar al hermano en una changa. Lo cierto es que cuando sentimos cómo cantaba el jilguerito y la pinta que tenía el cabecita negra, que brillaba como recién lustrado, los agarramos para nosotros sin decirle nada al Colo. Al toque nos dimos cuenta de que el jilguerito era por su canto, como decíamos en esa época, un llamador nato. El Colo lo descubrió a los días y sospechó que era de él y le dijimos parte de la verdad: que nos habíamos quedado con el jilguero para cuidarlo, ya que tenía mal una patita y estaba muy decaído, que se moriría pronto. Por suerte, cuando el Colo alzó su jaula, el pájaro quedó mudo como sospechando que si lo escuchaba su destino sería pasar horas y horas cantando en una jaula trampa para que cayeran otros. Del cabecita no le dijimos nada. Lo curioso era que el jilguerito sólo cantaba como los dioses cuando estaba al lado del cabecita.

Una tarde, cuando estábamos por jugar un partido contra los de Nacional, un equipo de Vera Mujica y Seguí más o menos –porque Seguí aún no estaba por ahí–, Pedro planificaba una jugada de ataque y como sabía que los de Nacional eran de silbarse constantemente, lo bueno sería distraerlos con un silbido de nuestro jilguerito, que era muy distinto a los otros y que Pedro de tanto escucharlo se lo había aprendido. En la última jugada en el área de ellos, el 8 nuestro manda un centro desde la mitad de la cancha y la pelota cae media llovida. Pedro entra al área superpoblada y silba fuerte, por detrás de toda la defensa, y todos la dejan pasar. Pedro la para como con la mano y fusila al arquero logrando el segundo gol. El partido terminó 2 a 1 a favor nuestro.

Al cabecita no los querían comprar, pero sabíamos que si lo separábamos del rengo (así le habíamos puesto al jilguero), éste no cantaría más. Una tarde los llevamos a los dos cerca de la lagunita de ranas y les dejamos las jaulas abiertas. Salieron y al toque volvieron. Y de no creer: el árbol donde estaban, un paraíso, se llenó de pájaros como escuchando casi en silencio al rengo. Parecía que éste, con su canto, les contaba una historia o los estaba arengando. No le dijimos a nadie lo sucedido, porque no nos iban a creer. El único que nos creería era el Colo, que sabía mucho de pájaros llamadores y capaz que nos agarraba a piñas para sacárnoslo.

Otro día teníamos un hambre bárbaro y ante la fama que había cobrado el jilguero, se lo vendimos a una señora que siempre nos veía pasar rumbo a la Vía Honda. Pero a los días nos llamó y nos devolvió al Rengo. ¡No canta nada y se va a morir!, nos dijo. Ah, y la plata dejenselá. El jilguero volvió y junto al cabecita empezó a cantar.

Con el tiempo, en algún bailongo, a Pedro se lo veía acomodando los labios como para silbar como un llamador. Y en la trasnochadas de algún bar cerca del Superior, cuando entraban algunas, especialmente las troskas, a él se le daba por silbar como el jilguero. Y yo le decía que quizás nos hacía falta la pinta y el brillo de algún cabecita negra.

A veces, me dice Pedro, pienso que necesitamos a esa dupla como para tener de nuevo un canto llamador, convocante, como para liberarnos y no caer en las jaulas trampas, para poder hacer uso de las alas de la Gran Patria. Por ahora seguimos con muchas dificultades y con una pata medio rota que nos hace bravo todo, pero quién te dice, en una de esas encontramos que se enamoren y nos enamoremos del brillo y la pinta de los cabecitas, del canto de los llamadores, que aunque tengan algún problema para andar lo hagan a jaula y corazón abierto. Volviendo, Pedro mira uno de lo últimos eucaliptos que quedan en el barrio  y silba fuerte, como queriendo convocar a la gran bandada.

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