Yo no sé, no. La primera vez que pasamos por al lado de él con mi viejo, al verlo tan alto yo pensé: ¡éste algun día se va a caer! Yo tendría unos 6 o 7 años, era el más alto de los eucaliptos y estaba a 50 metros maso de la vía. Había otra hilera como de 6, pero no tan altos como ese, que parecían protegerse entre ellos. Pero el de la referencia, para todos nosotros, era ese, el más alto, en el que alguna vez jugamos a ver quién lo trepaba más, el que tenía una rama generosa que, a veces con el viento, parecía acariciar el suelo. Y de esa rama nos hacíamos de sus hojas para refregarnos las manos y así sacarnos el olor a tabaco.

En su tronco escribimos con Pedro, con la punta de un compás, los nombres de las pibas que más nos gustaban. Duraron bastante, quizás porque eran los únicos, ya que los demás iban a declarar por escrito sus amoríos en los otros, los de la hilera de 6, que siempre estaba más concurrida por la cercanía con el caminito que te llevaba a la escuela. También lo vimos como referencia en la hoja de ruta de René (el que repartía diarios), que decía por ejemplo: “A la altura del eucalipto, a 30 metros yendo para el oeste, la casa del techo de chapas”. Esto último se daba para la confusión, porque por mucho tiempo los techos cerca del eucalipto eran todos de chapas. Y en la cancha también era una referencia: “Atacamos el primer tiempo para el lado del eucalipto”, decíamos, aun cuando la cancha se había alejado a 200 metros. 

Algunos veranos de fuertes tormentas pensábamos que el eucalipto se iba a caer, pero apenas pasada la tormenta nos subíamos a algún techo y mirábamos para el lado de él, del más alto, y seguía ahí, sin daño alguno, ileso, fortalecido, y hasta daba la sensación que con más ramas, con más brotes, como anunciando que iba a ser eterno. 

Los techos de chapas fueron dando lugar al cemento y a algunos con tejas, pero el más alto seguía ahí. Por un tiempo, los vientos de otros lugares, otros compañeros, otras alturas, nos alejaron de él, aunque lo seguiamos teniendo presente. 

Una noche, después de una tormenta brava, veníamos caminando con Pedro y veíamos ramas por todos lados. Como consecuencia del gran viento, las habían perdido casi todos los paraísos, por lo menos los de 3 de febrero entre Oroño y Lagos, y al subir al bondi, vi a Pedro estirar el cogote como queriendo ver desde ahí si él, el más alto, seguía en pie. 

En esos años de tole tole político y de tormentas que se avecinaban, Pedro me decía: “Tenemos que saber el secreto que tiene el más alto, pues para ese entonces, todos los de la hilera de 6 habían perdido, sobre todo cuando abrieron las calles que cruzaban las vías.

Hoy no sé si se mantiene en pie, sé que sigue estando el relato como referencia y el otro día escuché a uno que decía: “¿Viste el eucalipto?” 

Y yo, cada vez que subo al 126 que pasa por el fondo, me digo que voy a ver si lo ubico pero no, al toque me distraigo y cuando me doy cuenta estoy lejos. Es como si se ocultara o él mismo me distrajera. Pero siento que sigue ahí, que no se dobló, que gambeteó a los fuertes vientos y no se rompió, a pesar de ver tantas derrotas. Quizás el ser testigo de muchas alegrías, lo fortaleció, para mantenerlo vivo. 

En una de esas, me dice Pedro, está ahí, en unas raíces o retoños, en algún patio de esas casitas nuevas o cerca de la canchita en la que hasta hace poco jugaban las pibas. Debe estar por ahí, me dice, como un referente. Lo necesitamos como a tantas cosas que voltearon o dejaron que se caigan. Y si aparece, prosigue Pedro, quizás hoy no sea el más alto. Pero será una señal de que con nuevas ramas, nuevas hojas, con renovados aromas, un nuevo y fuerte tronco y, sobre todo, las mismas raíces, todo lo que seamos capaces de construir, será difícil, muy difícil que se caiga.

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