El hombre se escondió debajo del casco y las antiparras para que no lo reconozcan, y salió a pista. Supo gustarle mucho el boxeo, pero ya con edad avanzada y varios bolonquis a cuesta –que desde hacía un tiempito los debió afrontar casi en soledad–, eligió algo más tranquilo y de menores exigencias, como una motocicleta, para despuntar el vicio del deporte, que tenía abandonado desde hacía un tiempo.

Necesitaba estar bien desde lo físico, según reconoció, y dejar atrás lo de su esposa, fallecida ella. Esto último no lo admitió, pero estaba claro que le afectaba, y mucho. La moto no tiene marcha atrás, y eso era justamente lo que precisaba: ir para adelante, por él y por los suyos, que no eran pocos. Es que si volvía sobre sus pasos, lo atropellaba el recuerdo del viejo caserón de los Unzué donde quizá vivió los momentos más felices de su vida, siempre junto a esa mujer, junto con su Chinita, como solía llamarla cariñosamente en la intimidad.

Buscó distraerse, en lo posible, con la práctica de motociclismo. ¿Puede acaso distraerse del todo un hombre así, con esa vida? Quería sentir en carne propia el azote del viento, el vértigo de la velocidad. ¿Y si se caía? ¿Y si los casi sesenta octubres le jugaban una mala pasada con sus reflejos, ya menos aptos que otrora? Un golpe más o menos no me hará mucho, yo me he pegado varios en mi vida, confesó en alguna oportunidad. Vaya que sí se los pegó. Y se los pegaron, sobre todo. Pero el hombre estaba ahí, de pie. Firme.

La soledad para ese hombre no era un rival más, de los tantos que tenía. Pero a diferencia del resto, a la soledad no sabía dominarla. Como esas personas que toda la vida estudiaron, trabajaron –o lo que sea– en horarios matutinos, pero aún hasta el último de sus días mantienen el padecimiento de levantarse ante el primer grito del gallo.

Es que a la soledad la conoció de chiquilín, cuando debió abandonar el rancho de su Roque Pérez natal y llevar sus pocos sueños a la Patagonia, donde no había amistades más que la de su hermano mayor y sus “tíos”, tal como llamaba a los peones de su padre a falta de tíos verdaderos. En aquella desolada e inhóspita región del sur argentino, a temperaturas que llegaban a superar los 30 grados bajo cero, casi no había, siquiera, vestigios de civilización, ni de relaciones posibles.

Hijo de madre soltera, otra dificultad para formar parte de círculos e instituciones tradicionales de la época. Doña Juana, la Pastelera. Así se llamaba y le decían a esta criolla con todas las de la ley, que comerciaba pasteles en un pueblo vecino y que en su hogar ejercía una especie de matriarcado. Era de carácter fuerte, lo que le valía para las duras contiendas con los varones en las tareas del campo. Pero también era cariñosa. El cariño es la mejor forma de respeto entre los seres humanos, había dicho alguna vez el hombre al recordar a su madre.

Su esposa había sido la última que lo puso a prueba con la soledad. La extrañaba, a veces tanto que le parecía tenerla delante de sus ojos intentando desarmarse el trabajado rodete el instante previo a ir a recostarse a su lecho. Por eso buscó rodearse de juventud y miles de maneras para no tener que lidiar en soledad con la soledad, a pesar del ensañamiento de la crítica, de los contreras. Y también decidió que era tiempo de distraerse con alguna disciplina que no guardara relación con las tantas actividades protocolares con las que debía cumplir a diario. Había hecho tanto por el deporte que ahora era tiempo de que el deporte hiciera algo por él.

Así que una tarde fría de invierno, pero espléndida y con un sol radiante que habilitaba a la práctica del deporte al aire libre, se escondió debajo del casco y las antiparras para que no lo reconozcan –porque todos sabían de él, sus defensores y sus detractores– y montó su Velocette Mac 350 cc con parabrisas.

Después de darle varias vueltas al circuito y a gran velocidad, se detuvo frente a un puestecito con el objetivo de saciar su sed con una bebida sin alcohol. La que lo atendió era una doña, rodeada de chiquilines que le daban una mano en la atención del modesto puesto.

El hombre sorbió rápido, porque su seca garganta estaba en urgencias, y luego sí se dispuso a pagar.

—¿Cuánto es?— preguntó, sin quitarse el casco ni las antiparras, claro, para no ser reconocido. Pero cuando cruzó sus ojos con los de esa señora ya entrada en años, esbozó una sonrisa que lo delató.

—Para usted nada, mi General.

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