El veredicto del juicio oral de la tercera y cuarta parte de la megacausa Feced, por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar, volvió a poner en escena una cuestión espacial vinculada a lo que los dispositivos de poder de un determinado momento histórico –y de un régimen singular– permiten hacer visible o buscan invisibilizar. Lo que se ve y lo que –aun delante los ojos– permanece oculto o negado. Que, en este caso, el del Servicio de Informaciones, pareciera ofrecer un doble juego entre lo que el terrorismo de Estado exhibió, a modo de disciplinamiento, y lo que decidió mantener clandestino.

El Pozo, nombre que recibió el chupadero que funcionó en la esquina de Dorrego y San Lorenzo, considerado el más grande del sur de la provincia de Santa Fe en cuanto a la cantidad de detenidos-desaparecidos que habitaron involuntariamente su espacio, ¿fue invisible en esos años?

El juicio que terminó el jueves analizó las conductas de un conjunto de policías que integró lo que se conoció como “la patota” de Feced, los ejecutores de delitos aberrantes coordinados por un comandante de Gendarmería que estuvo a cargo de la Policía durante los primeros cuatro años de la dictadura.

Agustín Feced trasladó el Servicio de Informaciones (SI) a la ochava de San Lorenzo y Dorrego, una de las cuatro esquinas del edificio de una manzana que hasta fines de los 90 ocupó la Jefatura de Policía. Y reunió a un grupo de efectivos para ejecutar secuestros, aplicar torturas, robar identidades y bienes y asesinar a opositores políticos inermes, que de acuerdo a la información judicial recabada se estima que estaba conformado por más de dos docenas de policías.

Allí Feced montó el más numeroso centro de detención clandestino del sur provincial, que se diferencia del resto por el hecho de que el sitio escogido era un edificio público y oficial, y la clandestinidad estaba dada por el carácter secreto de los detenidos ilegalmente en ese lugar.

El Pozo estaba ubicado en “pleno centro”, como suele decirse para destacar que se trata de una ubicación más “importante” que si se tratara de una localización periférica. A la luz de quien quisiera-pudiera verlo. Ofrecía un mensaje doble, solo superficialmente ambiguo: estamos haciendo esto delante de los ojos de ustedes, para que sepan lo que hacemos y lo murmuren, lo secreteen, pero lo hacemos detrás del muro, para que no se vea del todo y podamos negarlo cuando llegue la hora de hacerlo. Porque lo que hacemos es “necesario” pero ilegal y va en contra del más mínimo pacto civilizatorio de la humanidad.

En su ya clásico libro Poder y Desaparición, la ex presa política Pilar Calveiro señala que “los campos de concentración, en tanto realidad negada-sabida, en tanto secreto a voces, son eficientes en la diseminación del terror”. “El auténtico secreto –sigue–, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar”.

Para la abogada querellante en los juicios de la megacausa Feced y representante de la agrupación HIJOS Rosario, Nadia Schujman, el SI fue “un lugar en pleno centro, a la vista de todo el mundo, pero al mismo tiempo clandestino” que “tenía que ver, desde mi perspectiva, con el rol disciplinador del terrorismo de Estado”.

“Para que todo el mundo comente por lo bajo lo que sucedía pero nadie se anime a denunciarlo. Lo paralizante del terror”, sostuvo Schujman, y recordó que el debate sobre la visibilidad-invisibilización de El Pozo fue abordado por ex detenidos-desaparecidos del SI en la recomendable película documental La arquitectura del crimen.

Schujman recordó que en uno de los alegatos de los juicios por la megacausa Feced, citó el testimonio de Enzo Tossi, ex preso político y sobreviviente de El Pozo. “Él cuenta en su testimonio que desde el sótano en el Servicio de Informaciones veía pasar los tacos de una mujer que caminaba, y pensaba: «¿Por qué si yo puedo verla, ella no me ve?». Mucho tiempo pensó en eso hasta que cuando fue liberado, fue a jugar al fútbol con sus amigos del barrio, fue muy bien recibido, pero después cuando se quedan hablando él contó todo lo que había vivido y había pasado” en el centro de detención, narró la abogada. Y completó: “Se fueron yendo todos pero uno de los que quedaban le dijo: «No hables más de eso, Enzo, porque la gente no quiere escuchar eso». Y Enzo dijo: «Ahí entendí por qué esa mujer de tacos no me veía»”.

El fiscal federal de la causas de lesa humanidad, Adolfo Villate, recordó que durante el juicio que concluyó el jueves, un testigo “dijo que tenía conocidos que decían que sí, que se escuchaban” los gritos de los torturados en El Pozo. “Pero como que se negaba la posibilidad de que eso estuviera sucediendo ahí”, abundó.

Para Villate, ese doble juego de mostrar pero esconder al mismo tiempo “también formaba parte del terror estatal” que “no sólo tiene que ver con el terror que se le infunde a la persona que está siendo víctima de la tortura, por ejemplo, sino por el hecho de que algunas de esas personas luego salieran en libertad y contaran lo que habían padecido. O que hubiera vecinos del Servicio de Informaciones que escucharan lo que pasaba ahí, y luego lo transmitieran, a lo mejor muy soterradamente, en voz baja, a las personas cercanas”. “Eso también forma parte del aparato del terror”, agregó.

Además, interpretó la ceguera que circundó al SI como parte de “los mecanismos de supervivencia: conocés algo pero lo negás, o no querés tomar real conciencia de lo que está pasando, porque si lo hacés no podés dejar de involucrarte”.

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