* Jesica Rossi es psicóloga y Magister en Psicopatología y Salud Mental.
Psicoanalista. Miembro de la Cooperativa Prisma

Siguiendo las pistas que nos deja la reflexión del texto de la entrega anterior, me interesaba hacer mención a otros aspectos en relación a las certezas (o más bien a su ausencia) y dirigir la atención esta vez al mensaje que venimos recibiendo de las niñas, los niños y adolescentes; o lo que llamamos las nuevas generaciones, si es que preferimos hablar de cómo se compone nuestra época.

En repetidas oportunidades hemos observado que la frescura de interrogar la vida tal cual es viene de la mano de ese universo pequeño que transita sus primeros pasos en un mundo que ya ha dado varias vueltas sobre su propio eje, y justamente es en ese gesto pequeño de descubrimiento en donde recordamos la inconsistencia de nuestro saber.

Por estos días son muy variados los motivos que conmueven la comodidad del saber. Quisiera reparar en la diferenciación entre sectores de la población en riesgo, y otros con mejor pronóstico para a transitar las vicisitudes que surjan en caso de contagio del virus. El rasgo distintivo no es esta vez únicamente el deterioro en condiciones materiales, económicas o algún otro tipo de predisposición para la enfermedad, sino más precisamente el criterio es etario. En este sentido resulta inquietante pensar que las y los pequeños se conviertan en transmisores de un peligro real, que induzca repentinamente en situaciones de extrema vulnerabilidad a la salud sus generaciones antecesoras.

En verdad, mucho se desconoce sobre lo que realmente sucede y con ello va la certeza acerca de cuán vulnerables podemos resultar. Solo la recomendación de aislamiento social preventivo y obligatorio parece relativizar esa falta de saber, y darnos un tiempo necesario para poder pensar cómo hacer, para poder imaginar nuevos escenarios e incluso para reordenarnos en estas nuevas condiciones.

No obstante, la vivencia del encierro viene produciendo algunos efectos que tienen correlato en lo que se escucha decir al verse interrumpida nuestra cotidianeidad. Temor, aburrimiento, desazón, enojo e imposibilidad de llevar a cabo esas cosas que necesitamos hacer para sostener nuestra existencia, son al menos los primeros motivos que se manifiestan para hablar de esta incomodidad repentina.

Escuchamos también voces en tercera persona que ubican a las niñas y los niños en el centro de la escena. ¿Cómo hacer para que estén entretenidos todo el día y todos los días en casa? ¡Quieren salir porque ya no soportan estar adentro! Extrañan sus espacios, sus actividades, a sus amigos… Sensaciones no tan ajenas ni tan distantes de las que podemos estar atravesando nosotros, en estas circunstancias.

Pero, ¿qué sabemos efectivamente de quienes observan al mundo desde esa infantil mirada?

En lo conceptual podríamos expresar que la infancia como edad de la vida, representa (y se hace representar en) las expectativas de lo que una sociedad en particular espera de la cría humana. En esa idea convergen intencionalidades conscientes y desconocidas, saberes populares y especializados, la propia historia, las improntas institucionales, entre otras cosas. Aspectos estos que se pondrán a jugar de modo diferente frente a la posibilidad de filiación de la descendencia a al escenario socio-cultural.

Hablamos de niñas y niños sujetos al lenguaje, a la cultura, a las costumbres del espacio en el que viven y se desarrollan. La condición para que este proceso tenga lugar, se deduce de la función que lleven a cabo quienes ocupen lugares de adultos, esos otros que se dispongan a asumir la tarea de donar, transferir y recrear el sentido del que participan como miembros del conjunto social.

Las instituciones en las que nos organizamos socialmente, no escapan a esa función de transferencia de sentidos. Pero es importante señalar que la historia que les da origen les asigna un rol, cuyos efectos persiguen cierto propósito normalizador, y volver las cosas normales (o anormales) también significa operar en el sentido de minimizar aquello que hace a la diferencia entre cada quien.

Aún así, algo escapa a ese efecto y en la actualidad la niñez ha logrado mayor visibilidad en la escena social demandando otro modo de reconocimiento, que contemple esos rasgos particulares que otorgan la originalidad en cada ser humano. Esta emergencia nos confronta con la necesidad de ocupar otros lugares, con otro modo de relacionarnos a lo que decimos y lo que escuchamos, reconociendo la posibilidad de asumir un compromiso con la palabra.

Para poder crear condiciones en donde las sociedades brinden verdaderos escenarios que alojen lo que las niñas, los niños y jóvenes producen, se requiere de quienes pongan en valor la importancia de los lazos afectivos, esas ligaduras afectivas que unen entre diferentes generaciones pero también y fundamentalmente las que amarran entre semejantes. Entonces en ese trabajo sobre el reconocimiento de las diferencias, de lo diferente, podemos interpelarnos en relación a nuestra disponibilidad para escuchar y aún más, permitirnos indagar en la pregunta de ¿qué les pasa a las niñas y los niños con lo que nos pasa a los adultos?

La experiencia del Psicoanálisis nos instala en una práctica de discurso bajo otras coordenadas, a condición de sostener una escucha orientada por las palabras de quien las nombra, por el modo en que las nombra, y por lo que puede emerger en esa danza de sonidos. Se trata de un trabajo que se sostiene silenciosamente y con la responsabilidad ética que conlleva devolver algo en relación al sentido a eso que se le escapa, muy parecido al trabajo de un traductor que acompaña el proceso de descubrimiento.

Soportar la incertidumbre, traducir esos mensajes que escuchamos de las niñas y niños, para ponerlos a conversar con las expectativas de una sociedad y con cada adulto en particular, con el propósito de favorecer ese diálogo que habilita nuevos lazos, es el designio que nos orienta a quienes sostenemos esta apasionante apuesta.

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