La búsqueda de respuestas ciertas y precisas a las famosas cinco preguntas periodísticas está más que complicada. El Covid 19 está en boca del mundo entero y en su torno se tejen un mundo de hipótesis que la enorme mayoría de los medios presentan como si fueran verdades acabadas, pese a que todo indica que ni Trump ni Bill Gates ni los chinos ni la Merkel ni los rusos tienen claro qué carajo está pasando.

Las curvas y potenciales picos de contagios, parca y recuperos se inflan y desinflan desde las pantallas ante los ojos azorados de la población, que también recibe estímulos estridentes en sus oídos, ladrados por conductores sabelotodo que desparraman reprimendas o felicitaciones a gobiernos extranjeros y vecinos de Parque Chas al mismo tiempo y como si tuvieran las mismas responsabilidades.

El barbijo al principio no servía, ahora sirve. El virus primero sólo entraba desde superficies, pero después también por el aire como un tiburón. De arranque los desastrosos en el manejo de la pandemia eran los tanos, después los gallegos, después Brasil, luego los yanquis. La vacuna puede demorar seis meses o seis mil años, según el cientiaventurero que hayamos encontrado para “saber toda la verdad sobre el Covid 19”. Se dibujan mapas que no hacen más que exponer la enorme falta de datos sobre los patrones de propagación del virus y por ende lo endeble y volátil de las medidas que se toman o no se toman para combatirlo. Primero era la enfermedad de los ricos que andaban en aviones, ahora es la de los amontonados de la villa de Retiro y los tobas del Chaco. Se dijo hasta el cansancio que las ciudades más grandes serían las más azotadas y las más chicas paraísos libres de pandemia; pero resulta que en la tele aseguran que en Villa Ocampo un vecino “salió a comprar verduras e infectó a todo el pueblo”, mientras que en Rosario, que tiene diez veces más cantidad de habitantes, ya van unos cuantos días sin que se registren nuevos casos.

Divino lo de nuestra querida Rosario: cunden los artículos sobre el “milagro” de la ciudad sin contagios y los resultados de las sesudas investigaciones periodísticas que atribuyen tal situación a supuestas buenas políticas públicas, que rápidamente pasarán a ser horrendas si la semana que viene –Dios no quiera– aparecen diez casos en Echesortu por culpa de un vecino que salió de compras como el de Villa Ocampo.

Divinos nuestros ex gobernantes rosarinos que atribuyen a sus gestiones en el ámbito de la salud pública este “veranito” sin Covid y nada dicen de por qué esas mismas gestiones, tan exitosas ante el exótico y escurridizo nuevo virus, no se replican con la misma eficiencia ante el viejo y querido dengue, cuyo aleteo en derredor del Monumento a la Bandera es cinco veces mayor hoy que hace un año, cuando el Covid 19 no asomaba ni en las imaginaciones más febriles de nuestros intendentes mandato vencido de tan aguda visión estratégica y a largo plazo.

Y es que la dirigencia política, igual que el periodismo, también parece no asumir del todo la intensidad del coronatsunami que agita el planeta al punto de cuestionar paradigmas que sonaban a eternos como el de la globalización borradora de fronteras y nacionalismos anacrónicos. Pasamos de la mundialización de todo y el contacto de todos con todos al sálvese quien pueda encerrarse más. Y se pretende encorsetar tanto interrogante inédito en los esquemas previos de izquierda y derecha, que chocan con nuevas categorizaciones en función de cuánta cuarenta se ordena; y entonces se mete al a priori progresista presidente mexicano Manuel López Obrador en el mismo Bolsonaro del bestialmente sincero conservadurismo evangélico del mandatario brasileño.

Veámoslo por casa. No creo en la disputa cuarentena-anticuarentena. Me asusta, me suena a liviandad irresponsable, a novelón que inmoviliza. Soy peronista, voté a Alberto y a Cristina y traté de convencer a muchas y muchos para que hagan lo mismo. Acato las medidas del gobierno nacional, comparto buena parte de ellas y otras partes no, reclamo más acciones en favor de quienes más necesitan, pero lejos estoy de ser opositor, de comprar la verdura de las campañas de los mismos enfermos de siempre.

Ahora bien, a favor de la cuarentena no estoy. Quiero llevar a Cande y Lara a un recital del Juanma, al Vicu a patear a la canchita, al Pachín a hamacarse en una plaza llena de abuelos y nietos. Quiero ir a la cancha y a la previa en la terraza junto al río de pasión de la avenida Avellaneda. Quiero un asado en Masa, fiestas donde se canta la Marcha, caminar de a miles los 24 de marzo, callejear luchas, llorar un abrazo para despedir a mis muertos, besar mis nuevos nacimientos apenas nacen, soplar velas de cumpleaños. Quiero viajar a mis amores de la infancia, a mis compas de las redacciones autogestionadas, juntar la moneda para llegar también alguna vez a mis amigos y mis primos en la España y en la Italia, a mis panas en Punto Fijo, a mis vo de ahí en La Teja, a conocer si se puede muchachadas y vinos de otros ispas y planetas.

Y claro que no quiero contagiar covides, ni pulmotorear miedos, ni hacer colapsar la disponibilidad de chatas y papagayos. Menos alimentar garcas, o engordar a los que nadan en millones de rupias y grasas. Mas no me pidan que diga que estoy a favor de la cuarentena.

Mucho menos pidan que me declare un anticuarentena tipo sacado que hace dos meses reenviaba a lo loco médicas gallegas que hablaban de pilas de cadáveres y ahora dice que “todo es una mentira para que venga el comunismo”. A veces concluyo que no hay peste ni calamidad que saque del odio al resentido medio, al antitodo a lo canción de Copani.

Lo que pasa es que lo que justamente me parece suicida es –perdón Ignacio querido– Copanizar el debate en torno a “la pandemia”.

Esta cosa que no se sabe bien qué es, quién la inventó o la maneja, dónde empezó, cuándo terminará, cómo seguirá las próximas semanas, nos está jodiendo la vida muy en serio. Así que además de acomodarnos lo mejor que podamos, tal vez sea hora de preguntarnos y preguntar un poco más en serio qué más se puede hacer para dejar atrás esta historia.

Fuente: El Eslabón

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