“Sarratea, cortesano y lisonjero, no tuvo bastante energía o previsión para estorbar que los jefes montoneros viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local de la ciudad”, escribe el liberal Vicente Fidel López (1815-1903) sobre la entrada de López y Ramírez a Buenos Aires en febrero de 1820.

Cinco días antes, en 10 minutos, las tropas de José Rondeau, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, fueron barridas por las caballadas de los entrerrianos Francisco Ramírez y Estanislao López, además de los guaraníes de Pedro Campbell.

“Ramírez y López, cuyas numerosas escoltas compuestas de indios sucios y mal trajeados a término de dar asco, ataron sus caballos en los postes y cadenas de la pirámide de Mayo, mientras los jefes se solazaban en el salón del ayuntamiento”, describe el historiador, hijo de Vicente López y Planes, creador del Himno Nacional Argentino.

Sin embargo, el investigador Omar López Mato señala que “Ramírez y López entraron con escasa escolta a la ciudad, mientras sus tropas acampaban en Pilar. Llegaron a la Plaza de las Victorias. A falta de mejor palenque, ataron sus pingos en la Pirámide. «Los bárbaros llegan al Capitolio», decían en voz baja los porteños, como si Buenos Aires fuese la Roma Imperial”.

“Para sorpresa, los porteños descubrieron que los bárbaros no lo eran tanto. En lugar de atacar, enviaron una carta al Cabildo pidiendo que se disolviera el Congreso y el Directorio. Exigían que el pueblo se expresase en libertad. No querían reyes, directores supremos, ni tiranos o dictadores, solo querían una república federal”, indica López Mato.

“Todos los textos hablan de la anarquía del año 20, y esa anarquía sólo existió en Buenos Aires, que debió abandonar su política centralista con aspiraciones monárquicas. Cada provincia ya tenía su gobierno, era Buenos Aires la que debía encontrar su camino”, afirma el autor de Artigas: Un héroe de las dos orillas.

“La elección de autoridades se limitó a un Cabildo Abierto de 82 «ciudadanos honestos». Y, sin veedores de la facción triunfadora, se eligió una Junta de Representantes con Aguirre, Echeverría y Paso, conocidos partidarios del disuelto Directorio”, señala López Mato.

Pero los dos caudillos –advierte el historiador– rechazaron esta elección y obtuvieron la disolución del Cabildo, no sin antes conseguir el nombramiento del hábil Sarratea como gobernador provisorio. Era el mismo que en 1812 había declarado a Artigas traidor a la Patria, era quien hizo expulsar en la Asamblea de 1813 a la Banda Oriental por inconducta. Era el que buscaba príncipes españoles para coronar estas tierras y había escrito una carta de congratulaciones a Fernando VII cuando éste recuperó el trono, y el mismo que pactó en Río de Janeiro con los ingleses y portugueses para que Buenos Aires pudiese sacarse de encima a Artigas invadiendo la Banda Oriental”.

El pacto de Pilar

El 23 de febrero se firmó el Tratado de Pilar, donde se convocaba a un nuevo Congreso a reunirse en San Lorenzo. Allí se dictaría una Constitución de corte federal, o al menos eso es lo que prometía. Una copia fue remitida a Artigas.

El Pacto indica que se pondrá fin a la guerra y “concentrar fuerzas y recursos en un gobierno federal”. En doce artículos establece que las partes se pronuncien a favor de “la federación”, a confirmar en un congreso en el Convento de San Lorenzo.

Los litoraleños “recuerdan a la heroica provincia de Buenos Aires, cuna de la libertad de la Nación”, la difícil situación en que se encuentra la Banda Oriental, invadida por un ejército extranjero y “aguardan de su generosidad y patriotismo auxilios proporcionados a la orden de la empresa”.

Sobre los ríos Paraná y Uruguay, se declara que podrán ser navegados libremente por embarcaciones de las provincias amigas. Decretan una amnistía general, el comercio libre de armas entre las provincias federales, la amnistía y la libertad de los prisioneros.

En el pacto se establece el retiro de las tropas litoraleñas, condicionado a un segundo convenio no mencionado, sobre la “cancelación de los gastos de guerra”.

En Caudillos federales: El grito del interior, Pacho O’Donnell señala: “Fue tanta la preocupación de los firmantes del Tratado por la ira del oriental que en un «convenio secreto» o «solemne compromiso» la Junta porteña dispusieron la entrega de tropas, armas y la escuadrilla fluvial al entrerriano”.

Hasta Rosendo Fraga indica que “un compromiso secreto entre los gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos con el de Buenos Aires preveía la entrega a los dos primeros de auxilios y armas”.

Vicente López habla “de 1.500 fusiles, otros tantos sables, tercerolas, y además municiones, artillería, cuerpos estables y 200.000 duros; entre los destacados oficiales porteños que pasaron a servir a las órdenes de Ramírez”.

Y Pacho admite que “la cifra de los suministros, o del soborno, según otros autores fue mayor: el 4 de marzo Sarratea habría ordenado la entrega a Ramírez de 25 quintales de pólvora, otros tantos de plomo, 800 fusiles y 800 sable”. Agrega el historiador que los porteños “cambiaron la derrota militar por el triunfo diplomático pues lograron introducir la discordia y la división en la imbatible alianza de caudillos populares”.

Horrorosa traición

Artigas había afirmado que “no admitirá otra paz que la que tenga como base la declaración de guerra a Portugal. Pero el pacto sólo establecía el compromiso porteño de ayudar a Santa Fe y Entre Ríos, en caso de ser atacados por una potencia extranjera.

Al enterarse el oriental del acuerdo firmado por los litoraleños, envía una carta (abril de 1820) a Ramírez) donde le afirma que “el objeto y los finales de la Convención del Pilar celebrada por V.S. sin mi autorización ni conocimiento, no han sido otros que confabularse con los enemigos de los Pueblos Libres”. Y afirma al final de su misiva: “Esa es la peor y más horrorosa de las traiciones de vuestra señoría.” (Editorial Marcha, Montevideo, pág. 185-186).

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