Días atrás charlaba con un colega acerca del concepto de sujeto en psicoanálisis. Barruntábamos juntos algunas ideas relativas a dicha noción y sus anclajes en lo cotidiano, en la vivencia particular de cada quien, soportada y transmitida en palabras, capturada en un sentido que a menudo interrogamos y perseguimos.

Sujeto y subjetividad suelen escribirse indistintamente, conformando un par nominativo cuya dimensión significante se presta para endosarle todos los caracteres y atributos que la condición humana abarca, en tanto especificidad, en tanto dato originalísimo, imposible quizás de tipificarse o denominarse de otra manera.

Lo propiamente humano -diferencial y exclusivo de la especie- parece condensarse en estas dos palabras, que ofrecen sin embargo algunos flancos vulnerables donde caben quizás todas las inconsistencias que uno se permita imaginar, tantas como preguntas se puedan efectuar al interior del objeto de la nominación.

Nos pensamos como humanos desde una certeza biológica que compartimos con el reino animal –del que sin dudas formamos parte– pero cuando queremos explicar algo de aquello que nos distingue, las cosas se complican, aparecen las dudas, los balbuceos, y nos vemos empujados al vasto campo en que la filosofía ha echado por siglos sus raíces, levantado monumentos y consagrado ídolos.

Campus en permanente disputa con la ciencia y sus evoluciones prodigiosas, hijas del pragmatismo experimental más crudo, cuando no de las ecuaciones más rigurosas o la intuición hipotética más arriesgada.

Ambos caminos se nos presentan inexorablemente, obligándonos a participar de un debate que de ninguna manera ha cancelado sus premisas ni abjurado de sus pretensiones, se encuentra siempre abierto, dispuesto a recibir las inquietudes y los aportes de quien se atreva con la ardua tarea.

Diríamos, en principio, que sujeto en psicoanálisis no es exactamente igual a subjetividad, como en física no es igual pensar a la materia de manera corpuscular u ondulatoria. El ejemplo vale, por cuanto la perspectiva y la forma de concebir el objeto de estudio determinan muchas veces el resultado en lo que hace a la comprensión de los fenómenos y sus derivados en la experiencia.

Se habla todo el tiempo –particularmente en código psi– de “subjetividades” como rasgos distintivos o marcas filiatorias, expresiones socio-culturales que podrían caracterizar una época, una etnia o una sociedad. Esto es muy pertinente ya que nuestros hábitos, costumbres, idioma, etc, conforman ciertos patrones comportamentales que le ponen su “marca” a un estilo de vida o a una manera de vincularnos con el mundo.

Esta subjetividad, sin embargo, no es todavía lo suficientemente explicativa o esclarecedora respecto de instancias estructurales más complejas, cuyas formas se revelan en la inmediatez de los intercambios más intensos y/o decisivos, inherentes a la construcción del lazo social necesario, cuya materia prima no es otra que la argamasa espesa y consistente de un discurso, de una forma de comunicar, de un diálogo constitutivo indispensable, sin el cual sería imposible pensarnos desde alguna pertenencia identitaria.
Tenemos entonces al discurso realizándose en un diálogo iniciático, dando comienzo así al primer eslabón de una cadena subjetiva que tiene al lenguaje como centro gravitatorio de sus movimientos pendulares.

Fue Jacques Lacan quien le dio al sujeto analítico su “entidad”, situándolo entre los significantes de un discurso, siendo a la vez causa y consecuencia. Otorgándole entidad al mismo tiempo que se la quitaba, pues el sujeto lacaniano no existe sino en una posibilidad evanescente, siendo productor y producido, esclavo y amo a la vez de una significación que lo excede pero a la vez lo contiene, como parte esencial del sentido que invariablemente genera.

Esta paradoja primigenia e inaugural, intenta dar cuenta de uno de los misterios o enigmas coexistentes con la razón humana y lo hace desde una pregunta o, lo que es lo mismo, desde un vacío de respuesta, una hiancia, un agujero que nunca podremos colmar, al menos mientras tengamos la posibilidad de seguir hablando.

Lo dicho funda, además, el campo de lo inconsciente desde una perspectiva original y novedosa. El sentido parece estar afuera, no en nuestro interior. Una fuerza poderosa nos cohesiona y trasciende, reenviándonos todo el tiempo hacia un océano de significaciones que parece estar esperándonos, para alojar nuestras producciones lenguajeras e incorporarlas como parte de la constelación simbólica que nos precede, nos proyecta y nos sobrevive.

¿Hasta donde somos dueños de nuestras palabras?, es la pregunta que aquí se impone. ¿Somos los únicos autores del guión que escribimos diariamente, o deberíamos pensar que las ideas y los conceptos son patrimonio de una universalidad significante, que se ordena de acuerdo a ciertas premisas que exceden nuestra cognición e intencionalidad y en la cual intervenimos de manera contingente, aportando solamente nuestro deseo de hablar, de decir, de expresar sin tapujos lo que nos está pasando?

La palabra “creatividad” cobra aquí una relevancia inusitada y viene a ocupar su lugar desde el enigma originario que la funda.

Vivimos tiempos de pandemia, sufrimiento social y desconcierto político.

Asistimos a la caída estrepitosa de grandes relatos y con ellos, tal vez, de cierto salvacionismo proverbial que suele ir pegado como efecto correlativo a una manera –posiblemente obsoleta– de pensar los diferentes avatares de la vida en sociedad. Especie de saber codificado donde todo mal tiene cura, siempre y cuando la solución coincida con ciertas referencias instituidas e internalizadas. El “siempre que llovió paró”, nos asegura una salida resolutiva que va asociada, de manera consuetudinaria, al estricto cumplimiento de algunas condiciones.

“A grandes males, grandes remedios”, también acude a la cita para prevenirnos que las grandes soluciones incluyen a veces una cuota muy alta como pago de tamaña profecía. El fin de una lluvia torrencial puede ser el inicio de la gran inundación.

En esta lógica, también el fin de una pandemia maldita puede necesitar del sacrificio colectivo que garantice su cancelación.

Consecuente con este isomorfismo especular y maniqueo, el capitalismo nos tiene preparada una extensa lista de “deberes” expiatorios y consignas catárticas: Salarios de hambre –productividad extrema > súper explotación–, riesgo sanitario, pérdida de conquistas sociales y laborales, precarización, concentración económica.

Tal vez la época nos esté dando, como nunca, la oportunidad de asistir y participar de una nueva configuración que el universo simbólico comienza a tejer como parte de la trama significante que axiomáticamente nos incluye, pues no se realiza sin nosotros.

Será el intercambio consecuente de gestos y palabras, el lugar elegido por la matriz subjetiva donde, hora tras hora y día tras día, se irá gestando la inminente metamorfosis que sin dudas vamos a protagonizar.
Va a ser allí, en el vendaval purificador de ideas y opiniones, donde podremos verificar la hipótesis analítica de un sujeto vacío pero absolutamente creativo, capaz de engendrar un sentido nuevo, original, lo suficientemente decisivo como para dar a luz la nueva subjetividad que hoy nos toca parir.

Para salvar la dignidad y la vida

Y seguir escribiendo la historia.

 

*Héctor García es psicólogo-psicoanalista
Miembro de PRISMA Cooperativa de trabajo en Salud Mental

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