El poder que los senadores ejercen sobre los territorios es un condicionante central de la democracia provincial, que vuelve a ponerse en vidriera a partir de la causa de los fiscales.

Desde 2012, cuando Rosario despertó a su nueva realidad de violencia urbana, ocurrieron más de 1.500 asesinatos en sus calles y las del cordón industrial. Fue una década marcada por la expansión de una forma letal de resolución de conflictos ligados al narcotráfico, la venta de armas, las apuestas, la trata de personas y el lavado de dinero. Una superposición de economía legal e ilegal que perforó los valores que la ciudad exhibía como un sello de distinción.

El reclutamiento de jóvenes de barrios populares, los líderes de origen precario que saltaron al consumo de alta gama y la extorsión e intimidación como instrumentos de negociación, son la trama visible del tejido que une política, justicia, policía, inversores y multimedios. ¿Quién controla a quién en Santa Fe? ¿De qué está hecha la cadena de mandos de la democracia provincial?

La historia de la detención del fiscal regional de la Segunda Circunscripción Patricio Serjal Benincasa antes de cumplir un año en su función, y el desplazamiento y enjuiciamiento de su subordinado Gustavo Ponce Asahad a partir de la denuncia del capitalista del juego clandestino Leonardo Peiti, descubre una parte de esa red de relaciones que circula por debajo del orden institucional y que trasciende las fronteras de la gran ciudad.

La erupción del volcán de corrupción de la Justicia santafesina se produce mientras se desata una andanada furiosa contra la propuesta de reforma judicial lanzada por el gobierno nacional. La persecución penal del expresidente Mauricio Macri y parte de su elenco de gobierno, implicó que un sector de Juntos por el Cambio esgrime la acusación de lawfare como en un espejo invertido que deforma y ridiculiza a la figura reflejada.

Hay una fracción del gran empresariado argentino que guarda sobrados rencores contra el plantel del anterior gobierno nacional y está decidido a aplicar la misma presión judicial que ellos padecieron cuando Cambiemos se suponía una marca política capaz de desterrar las nostalgias populistas, limpiar el Estado de su grasa militante e inaugurar una nueva era en la Argentina a fuerza del disciplinamiento masivo de toda la sociedad, incluyendo una parte de los empresarios prebendarios y mal acostumbrados al cobijo estatal.

Esa es, precisamente, la franja empresarial de la que surge el propio Macri, hijo de Franco, uno de los máximos exponentes de la “patria contratista” que a lo largo de la década del 80 hicieron de la democracia recuperada un vasto territorio para diversificar sus negocios y forjar un poder de fuego con capacidad de doblegar al soberano e imponer sus programas de gobierno hasta impulsarse a la fama y las privatizaciones en los 90.

La judicialización de la política se propagó como una peste civilizatoria durante el último periodo presidencial. El arrinconamiento judicial que padeció la actual vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández tuvo quizás el único momento de contención de esa marea de moralización penal cuando en el Senado logró frenarse el intento de desafuero con el voto de Miguel Pichetto, quien en ese entonces jugó un rol de garante e impidió una acción que podría haber quebrado para siempre el sistema político argentino.

Esa dinámica de degradación de la política desde las asonadas judiciales tiene otras manifestaciones más recientes, como por ejemplo la dilatación de la resolución del conflicto en torno a Vicentin, donde el camino de la justicia parecería volverse el sendero más amigable a la neutralización de una decisión que implicaba recuperar una empresa testigo en un sector clave de la producción alimentaria y la agroexportación.

La transformación de un debate que se abría a toda la población en una vulgar querella judicial, expresa un borde de imposibilidad en esa compenetración enfermiza entre la justicia y la política. Una simple quiebra ya pronto serás.

Esa amenaza de despolitización por vía judicial ronda el caso de Serjal y Ponce Asahad. En la nota titulada “Los usos de un fiscal”, escrita por Luciano Couso y publicada en la edición anterior de el eslabón, se profundiza en uno de los puntos más notables de la causa y, singularmente, menos considerados en los análisis de los grandes medios provinciales.

La interpretación mayoritaria se basó en el corrimiento del rol de los senadores en el control de los territorios donde ocurrieron los delitos y la tenaza al orden democrático que semejante predominio presupuestario sobre población e instituciones admite en el funcionamiento de la institucionalidad democrática.

La influencia de los senadores como un poder de hecho con tanta injerencia sobre las comunas y municipios de sus departamentos y sobre el funcionamiento democrático como conjunto desde su operatividad corporativa en la Legislatura provincial, es una verdad que se dice a medias y en voz baja, pero sin muchas dudas. Las denuncias sobre su eternidad en el cargo, el manejo de jugosos fondos nunca del todo transparentados y el uso de mecanismos arbitrarios, son una moneda corriente en la verba política.

Couso apunta dos de las gestiones prioritarias que tuvo Serjal en su breve paso por la fiscalía regional: la desarticulación de la Unidad de Delitos Económicos y Complejos que investigaba a un grupo de senadores por lavado de dinero y de asociación ilícita en la causa por la megaestafa inmobiliaria que implicaba al gerente de La Capital, Pablo Abdala, y al corredor de bolsa y desarrollador inmobiliario de las torres Aqualina, Jorge Onetto. 

Como indica la nota mencionada, se trata de “garantizar la impunidad del poder político-económico-mediático santafesino, el «pacto de gobernabilidad» del que habló Omar Perotti en su discurso de asunción”.

La capacidad de tomar decisiones y aplicar políticas públicas del gobernador se ve matizada por la presencia omnímoda de los senadores en cada uno de sus territorios, donde la mitología asegura que saben todo lo que pasa, y para que algo pase, ellos deben saberlo. La escasa demostrabilidad de ese control total sobre los departamentos es un privilegio de antigüedad. Como si se tratara del gran tabú de la democracia y el punto ciego de la gobernabilidad provincial. “Es imprescindible salir del mito para construir la prueba”, afirma el diputado provincial Carlos Del Frade. Ese es uno de los mayores desafíos que tiene hoy la política santafesina.

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