Hablar del Estado y trazar coordenadas de abordaje lo suficientemente fiables como para adentrarnos en el análisis de su función, forma y estructura, es siempre una tarea compleja.

Pasando por alto aquí la ausencia de un historicismo seguramente necesario, tomar al Estado en un corte temporal determinado puede ser útil, sobre todo en momentos como el que vivimos, pandemia mediante.
Un contexto en que su rol en las economías y su presencia en el imaginario colectivo hace que nos detengamos en aspectos que habitualmente pasan desapercibidos, pero que hacen a la esencia de la trama argumental que encuentra en la figura del Estado las razones suficientes para erigirlo en una alternativa válida, capaz de aportar las soluciones que el momento requiere.

El moderno Estado occidental, situado en la órbita capitalista es, fundamentalmente, una parte sustancial de la misma.

Partiendo de esta definición y tomando distancia de cualquier otra que ubique al Estado en un lugar neutral o siendo solamente el encargado de velar por el bienestar general, nos es imposible imaginar cualquier intervención estatal como no sea en estrecha sintonía o connivencia con los intereses en juego de los diferentes capitales que dinamizan la actividad económica.

Históricamente el Estado ha intervenido como rueda de auxilio en situaciones de extrema vulnerabilidad social e invariablemente se ha hecho cargo de todas las hipotecas y pagarés que el sistema iba dejando detrás de sus sucesivas y sistemáticas defecciones.

Para ejemplificar, basta mencionar dos episodios de nuestra historia reciente, que hablan de la participación decidida del Estado en favor del sostenimiento del status-quo y la salvaguarda de los intereses del capital, financiero y productivo.

Sobre el final de la dictadura militar y con Domingo Cavallo como titular del Banco Central, se estatiza la deuda privada de distintas empresas que operaban en el país y se inicia el periodo de endeudamiento público más significativo de nuestra historia, cuyas consecuencias aún padecemos.

Posteriormente a la crisis de 2001, el Estado reúne bajo su tutela a todas las expresiones sociales que habían sido parte de una resistencia popular organizada y coopta, mediante subsidios y ayuda económica, a la mayoría de los movimientos asegurándole de esa manera al sistema un clima social atemperado, así como un ejército laboral de reserva que la producción podía ir incorporando de acuerdo a sus necesidades y objetivos.

Se efectiviza así la intervención estatal de dos maneras diferentes, con signos políticos bien diferenciados pero con un mismo norte. En la primera instancia se legitimaron las maniobras del capital financiero internacional, que previamente había impulsado el endeudamiento a nivel global, asegurándole así un deudor nacional “a perpetuidad”, a la vez que liberaba el pasivo de las empresas y capitales locales descargando el peso de la deuda sobre el erario público.

En la segunda intervención y con un gobierno democrático, se encarga de contener/controlar, importantes sectores de la población que habían sido expulsados del sistema por las privatizaciones menemistas. El asistencialismo crónico que esto generó, prolongado por décadas y sin miras aún de resolverse, tuvo su correlato en un sistema productivo subsidiado, prebendario e ineficiente, incapaz de absorber por propio mérito los niveles de desocupación y precarización que él mismo había provocado.

Esto nos lleva a considerar la figura y el rol del Estado desde una perspectiva que excede las conceptualizaciones habituales y que se distingue sobre todo de aquellas que explican al Estado desde una función de espejo, que reflejaría automáticamente la tonalidad política de sus ocupantes circunstanciales, llámense gobierno, instituciones o personal de Estado, condensando relaciones de fuerza –nacionalistas vs liberales– que le darían su verdadera fisonomía y establecerían sus coordenadas de acción.

Un nuevo Estado surgiría, cada vez, al calor de la disputa electoral, con intereses claramente antagónicos respecto de su adversario y objetivos diametralmente opuestos.

Esta fantasía se cae a poco de considerar no sólo los ejemplos precedentes, sino la relativa autonomía del Estado como “ente” diferenciado, con intereses propios encarnados en el personal de Estado y sus instituciones.

Políticos, jueces, fuerzas armadas, de seguridad y todo un andamiaje administrativo y logístico, se sostiene a partir de recursos fiscales derivados de la performance de un sistema de producción capaz de solventar con sus excedentes –plusvalía– las exigencias de lo que se revela como un socio eficiente con el que mantiene disputas episódicas y coyunturales, pero del que nunca podría prescindir.

La supervivencia física y material del Estado pasa a depender absolutamente de la armonía lograda o a lograr con su socio “privado” y esto lógicamente determina en última instancia la posición que adopta cualquier administración estatal frente a las diferentes crisis.

Vivimos hoy una de ellas con características particularmente inéditas, pero tenemos los mismos personajes históricos dando la batalla. El matrimonio Estado-Capital es el que nos marca el rumbo y comanda el barco en el que navegamos todos.

Este contexto situacional se completa con la relación Estado-Sociedad, que es el lugar donde se define, en el plano electoral, la relación de fuerzas que va a dar el tono y “legitimar” el futuro accionar estatal.
Párrafo aparte para los medios de que se vale el sistema para entronizar candidatos, seducir voluntades, instalar ilusiones y configurar el imaginario colectivo.

Demás está decir que una foto sonriente en un afiche publicitario, una imagen ganadora en una tapa de revista, una historia familiar conmovedora o un discurso convincente, no deberían ser argumentos que lleven a pensar que quien los detente pueda resolver necesidades y problemas acuciantes en los que se juegan los destinos de la mayoría. Pero es así como sucede.

Es con esta “base conceptual” como se construye la falacia democrática que se intenta vendernos cotidianamente, con el único objetivo de perpetuar las premisas de una relación que por nada del mundo debe romperse o alterarse, pues ello podría dar lugar al peligro tan temido de una verdadera auto organización, que afirme la fe de los más vulnerables en sus propias fuerzas y con ello la posibilidad de construir una verdadera opción emancipadora, capaz de superar de una vez por todas esta complicidad recíproca, retardataria y fosilizada.

Opción que veremos revelarse, más tarde o más temprano, con la razón y la fuerza de los grandes acontecimientos históricos.

*Psicólogo-psicoanalista
Miembro de PRISMA cooperativa de trabajo en Salud Mental.

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