Orden, prioridades, categorías, legalidad. El espacio, el tiempo, la voluntad y la conciencia, se organizan de acuerdo a un sentido que orienta, determina, ordena y estructura.

El vacío, lo indiferenciado, la mismidad, dan lugar a las formas, los matices, las alternancias.

En el caos inicial se insinúan los nuevos perfiles, la sucesión de efectos de significación que precipitan en un formato inédito, particular, irrepetible.

Muchas veces damos por sentado que el presente es un constante devenir de formas y contenidos, revelándose en un momento, para luego prolongar su existencia en ecos y reverberancias proyectados hacia un futuro no sabido, pero imaginable y a veces previsible.

La sequía de este año con seguridad afectará la cosecha del próximo. El Covid mortífero y devastador de hoy será, en más o menos tiempo, sólo otra enfermedad de la que tendremos que cuidarnos. El día y la noche se sucederán inexorablemente, luces y sombras alternándose, nunca superpuestas, como las palabras, que designan sólo en una sucesión determinada, en una articulación específica.

Inagotables combinatorias, posibilitando el movimiento de una cadena significante que sólo encuentra su proyección en una infinitud enigmática pero rigurosamente lógica.

Nada nos autoriza y avala para pensarlo ocurriendo siempre de esa manera, nada nos habilita a creer que existen garantías para la reproducción invariante de este proceso. ¿O tal vez sí?

¿Dónde encontramos el resorte subjetivo que detenta la llave de una gramática estructural, que nos impide desvariar y perdernos en la más innominada y absoluta oscuridad?

Autonomía o legalidades del decir

Si hay una legalidad que observar y respetar es la de un sentido, cuyas inmanencias, atravesamientos y segmentaciones, se manifiestan claramente en el estilo simple y concreto de un sintagma, de una oración cuya fuerza expresiva participa del armado de un discurso y anticipa el destino final de su mensaje.

Sin duda podríamos hablar también de espontaneidad, de algo que ocurre más allá de la voluntad, de las previsiones y las intenciones.

Podríamos de la misma forma hablar de autonomía. Del griego “autos” –propio– “nomos” –ley, norma–. El gobierno propio que establece sus normas y se rige por parámetros singulares, referencias que pueden no formar parte de los amarres y sujeciones que suelen pautar comportamientos, delimitar espacios y promover intercambios en la tribu coloquial, en la aldea a la que pertenecemos.

La ley y su correlato ordinal, sistémico, estructurante, no es otra cosa que la hechura significante que establece las condiciones a cumplimentar por el deseo, posibilitando el diálogo y el lazo social en el que nos reconocemos y al que debemos la densidad afectiva que habitamos.

Una legalidad que encuentra en la sintaxis gramatical de la lengua que nos constituye, su centro y fuerza gravitatoria, atrayendo irresistiblemente todos los géneros discursivos, así como todas las manifestaciones escriturales u organizativas que implican disposiciones, medidas, reglamentaciones, jurisprudencias, etc.

La ley escrita, consecuencia de la construcción política e hija dilecta de los poderes operantes en cualquier organización humana, es el basamento de toda construcción social que cohesione tras de sí la necesidad y la voluntad de proteger intereses, potenciar recursos y salvaguardar patrimonios.

Aporías de la transgresión

¿Y la que no se escribe? ¿Qué hacer con esa legalidad que anida en nuestro decir y permite que sigamos opinando y tomando decisiones, dando forma así a una autonomía lograda? ¿Lograda en función de qué? Seguramente en función de una legalidad inmanente al campo que nos justifica y contiene, en tanto seres hablantes habitados por el deseo, que no se lleva muy bien con las cristalizaciones cronificadas de ciertos significados.

Una legalidad “rebelde”, que pone en cuestión el orden imperante, los clisés y formatos, agotados y perimidos.

¿Estaríamos hablando de una legalidad de segunda? ¿Qué sería entonces transgredir la ley?

¿Hasta dónde la obediencia al marco legal que regimenta nuestro cotidiano, no se convierte en una rémora pesada e insoportable que nos asfixia y aplasta?

Preguntas que se imponen y que en el contexto que nos toca vivir cobran una importancia decisiva.

Si algo nos enseña la historia es que los verdaderos acontecimientos, aquellos que transforman, sacuden y conmueven, son hijos privilegiados de una autonomía legitimada en función de una nueva perspectiva vital.

Es la vida reclamando su lugar, encarnada en el sujeto social portador de significaciones novedosas, generadas en la intensidad de una vivencia que vehiculiza los traumatismos, angustias y ansiedades de un cuerpo social castigado y sufriente.

El psicoanálisis nos recuerda nuestra pertenencia a una legalidad fundada en la ética del “bien decir”. Legalidad y ética se ponen de acuerdo para dibujar un itinerario subjetivo que responde únicamente a una lógica deseante, que muchas veces irrumpe intempestivamente, alterando planes y modificando consignas.

Bien decir, que no tiene por función identificar y establecer aquellos “bienes” que estarían en la meta o línea de llegada de una ontologización del ser coherente con la posesión y el usufructo.

No hay bienes asignados de antemano como garantía y corolario de una satisfacción anhelada. En todo caso irían configurándose al ritmo de una producción subjetiva, encarnada en quienes se animen a asomarse al borde de una cornisa lindante con la transgresión.

Lacan decía que la verdadera cobardía es aquella que retrocede ante el propio deseo.

Si así fuera, la valentía que nos podría reclamar nuestro tiempo no sería otra que la de animarnos a recorrer esa distancia –angustiante quizás– que nos separa de ciertos límites.

Bordes enigmáticos, abismos inaugurales, aporías fundantes de lo nuevo.

 

* Psicólogo-psicoanalista
Miembro de PRISMA Cooperativa de trabajo en Salud Mental.

 

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