Una de las características más evidentes y obvias de ese universo en expansión que podríamos denominar, al menos provisionalmente, como “nuevas tecnologías”, es su velocidad. Una instantaneidad que nos hace pensar en la velocidad de la luz, algo inalcanzable para los humanos. Internet, los nuevos formatos de los medios de comunicación, las distintas plataformas por las que circula información, y las redes sociales, por ejemplo, constituyen lo nuevo en el sentido más profundo y radical de esta palabra. Entre los académicos, especialistas y estudiosos del tema, hay una expresión que se repite como un mantra: “Nunca antes en la historia de la humanidad”.

Nunca antes los datos circularon de esa manera. Nunca antes existieron corporaciones que acumularan tanto poder simbólico, económico y político, como es el caso del complejo tecnológico de Silicon Valley, en California, EEUU. Nunca antes existió una vigilancia tan global e invasiva. Nunca antes los datos, gustos, sentimientos y sensaciones de miles de millones de personas estuvieron a disposición de empresas capaces de captarlos, almacenarlos, procesarlos e incluso predecir las conductas futuras de quienes entregaron esa información, en muchos casos, de forma voluntaria. Nunca antes la información falsa, con fines de manipulación (que es tan vieja como el mundo) tuvo la posibilidad de llegar en forma instantánea, y simultánea, a tanta gente. Nunca antes se manipularon de manera tan efectiva las emociones de las personas para hacerles creer mentiras tan burdas.

Una problemática tan nueva, compleja, cambiante y que, en muchos aspectos, no muestra sus entrañas y su funcionamiento profundo, o los torna incompresibles para la mayoría, constituye todo un desafío a la hora de pensar y analizar el tema. No pocos hackers lograron violar la seguridad de la CIA y la NSA, por ejemplo. Pero, al menos hasta ahora, los algoritmos que hacen funcionar a Google y Facebook son secretos inviolables, más allá de que hubo intentos.

El historiador, pensador, teólogo de la liberación y académico argentino Enrique Dussel hace años que viene insistiendo en la necesidad de crear nuevos conceptos, puntos de vista y epistemologías para lograr entender, analizar y actuar sobre lo que sucede en el mundo actual. El pensador y docente no se refiere específicamente a las nuevas tecnologías. Su planteo es mucho más abarcativo, y apunta a los cambios y las nuevas configuraciones de la realidad social, económica y política. Pero sus ideas no excluyen el tema.

Los esfuerzos para encontrar nuevos conceptos y formas de pensar las nuevas tecnologías, a causa de la velocidad que las caracterizan, parecen destinados a ver pasar la tortuga. Porque el objeto de estudio, lejos de ser un animalito lento, es un auto de Fórmula 1 que además, en su fúlgida carrera, se expande y cambia de forma como un Universo en expansión.

Si, como muchos especialistas, consideramos que las nuevas tecnologías son un instrumento o una herramienta, es fácil llegar a la conclusión de que, en realidad, no son esencialmente ni buenas ni malas, ni dañinas ni beneficiosas, y que todo depende de su uso. De quiénes las usan, de qué manera y con qué intenciones. Un martillo puede ser usado por un carpintero, un albañil o un asesino. Pero aquí nos encontramos con un problema que nos hace repensar el razonamiento metafórico. Las nuevas tecnologías son infinitamente más complejas, y más misteriosas e insondables, que las herramientas o instrumentos con que se las suele comparar.

De hecho, sin ir más lejos, esta nota, para la que se utilizó Google y Netflix, será difundida, entre otros medios, por Facebook. Y fue escrita en una computadora que contiene componentes fabricados por empresas acusadas de utilizar mano de obra esclava y explotación de menores. Se recomienda la lectura del informe de la BBC “Por qué acusan a Apple, Google, Tesla y otras compañías tecnológicas de contribuir a la esclavitud infantil”. Porque los pulcros genios que trabajan en California sólo aportan sus innovadoras ideas. Los minerales que se esconden en las entrañas de estos aparatos se extraen muy lejos de allí. Y el ensamblado de las piezas se hace, en la mayoría de los casos, en China, donde los sueldos son más bajos.

El nuevo horizonte de preguntas que aparece como necesario, y que sólo puede nacer a partir de una paciente construcción colectiva de nuevos conceptos, tiene que ver con un interrogante inicial: si las nuevas tecnologías son meras herramientas adaptables, o sin son eso y algo más, o si, por el contrario, son capaces de cambiar nuestras ideas, sentimientos y sensaciones, reconfigurando nuestro ser, nuestra existencia toda, y nuestra subjetividad, quitándonos el poder de discernimiento y decisión, arrebatándonos lo que nos hace humanos. Y todo esto al servicio de grandes intereses corporativos que encontraron una manera, nunca antes vista, de hacer dinero modificando conductas.

Y aquí asoma un concepto, también novedoso y con mucho de misterio: la inteligencia artificial (IA). El filósofo francés Éric Sadin escribió varios libros sobre el tema. Entre ellos La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical (2020) y La silicolononización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital (2018). Sadin teme que el desarrollo de la IA ponga en peligro el concepto mismo de lo humano, nuestra capacidad de pensar y decidir por nosotros mismos. Señala que se produjo un cambio de estatuto de las tecnologías digitales: de ser prótesis acumulativas e intelectivas que permitían el almacenamiento, la indexación y el tráfico veloz de información, pasaron a ser entidades de las que se espera que enuncien una verdad a partir de la interpretación automatizada de situaciones. La IA propone diagnósticos que se suponen superiores a los humanos porque parten del manejo y la correlación de datos imposibles de realizar por un individuo. El peligro es que, una vez más, por primera vez en la historia, los humanos terminen siendo modelados por una técnica capaz de producir discurso o verdad. Para Sadin, “es un fenómeno destinado a revolucionar de un extremo a otro nuestras existencias. Se cristalizó hace muy poco, apenas una década. Sobre todo, nos cuesta apresarlo del todo. Como si estuviéramos pasmados por su carácter repentino y su potencia de deflagración”, señala en La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical.

Este breve y simplificado sobrevuelo por el pensamiento y la obra de Sadin acaso resulte suficiente para comenzar a repensar las nuevas tecnologías como herramientas, como objetos sin vida propia y al servicio de quien las utilice.

Sin embargo, hay una realidad tangible, contrastable y verificable: en todo el mundo existen miles de movimientos sociales, organizaciones de derechos humanos, empresas en manos de sus trabajadoras y trabajadores, medios cooperativos y autogestionados, colectivos feministas, pueblos originarios y una lista infinita de construcciones colectivas, que surgieron desde abajo y que, cuando tienen acceso a la tecnología, hacen de ella una efectiva herramienta de lucha por sus derechos, y la ponen al servicio de la liberación.

Demuestran día a día, en cada barrio, sobre el terreno, que son capaces de resignificar, subvertir y convertir en otra cosa esas tecnologías. El desafío al que se refería Dussel es lograr conceptualizar, entender esta realidad compleja y contradictoria. Y comenzar, al menos, a formular nuevas preguntas, ir ajustando el horizonte de preguntas para construir puntos de vista nuevos, tan innovadores, en lo posible, como el esquivo fenómeno que se intenta describir.

Es necesario conocer y entender lo más posible estas tecnologías. Intentar, como ellas hacen con nosotros, invadir su intimidad, sus más oscuros secretos, quitarles el halo mágico de lo incomprensible, puede acaso servir como un aporte para el uso y la adaptación que se opera desde el campo popular. Porque además, obviamente, las nuevas tecnologías están para quedarse. Si no intentamos entenderlas y domarlas, si no logramos que jueguen para nuestro equipo, quedamos en el lugar de las víctimas pasivas de su poder. Acaso sirva pensar en términos de “terreno en disputa”. Pero este concepto reafirma la necesidad de lograr una caracterización, lo más ajustada posible, de aquello que utilizamos.

Los arrepentidos culposos que crearon el monstruo

El escritor, músico y pionero de la realidad virtual Jaron Lanier escribió en 2018 el libro titulado Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Afirma que las redes sociales, al desplegar una vigilancia constante y manipular nuestro inconsciente, nos están convirtiendo en personas rencorosas, tristes, asustadizas, poco empáticas, aisladas y triviales. Nos adiestran con técnicas conductistas y ni siquiera nos damos cuenta, señala.

Lanier considera que no está bien llamar publicidad a la manipulación directa de las personas. Antes los anunciantes tenían contadas ocasiones para intentar vender sus productos, y ese intento podía ser subrepticio o molesto, pero era pasajero, dice el autor. Además, muchísima gente veía el mismo anuncio en televisión o en prensa: no estaba adaptado a cada individuo. La mayor diferencia era que no se nos monitorizaba y evaluaba continuamente para poder enviarnos estímulos optimizados de forma dinámica, ya fuesen “contenidos” o anuncios para captarnos y alterarnos. Ahora, todo aquel que está presente en las redes sociales recibe estímulos que se ajustan de manera individual y continua, sin descanso, siempre que se use el teléfono móvil. Lo que en otra época podría haberse llamado “publicidad” ahora debe entenderse como modificación continua de la conducta a una escala colosal.

La frase de Aza Raskin, que trabajó en Mozilla y Firefox, es ya bien conocida: “Como no pagamos por los servicios que usamos, porque los que pagan son los anunciantes, los anunciantes son los clientes, y nosotros somos el producto vendido”. En su forma más sintética: “Si no pagás por el producto, entonces vos sos el producto”.

Raskin es uno de los entrevistados en el documental “El dilema de las redes”, que se emite por Netflix y que comienza con una cita de Sófocles: “Nada extraordinario llega a la vida de los mortales separado de la desgracia”.

Según Lanier (que también participa del documental): “El producto es el cambio gradual e imperceptible del comportamiento y la percepción del mundo de las personas”.

“Ese es el producto. Es el único producto posible. No hay ninguna otra cosa en todo este negocio que pueda llamarse producto. Es lo único que tienen para ganar dinero: cambiar lo que la gente hace, cómo piensa, cómo es y se autopercibe. El cambio es leve, paulatino”, afirma el autor de Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato.

Lanier trabaja en su libro la cuestión de la adicción a las nuevas tecnologías, y la función que cumple la dopamina en este sentido, como con cualquier otro tipo de droga.

Y cita a Sean Parker, el primer presidente de Facebook, quien afirma que la idea de la red social “es proporcionarle a la gente como una pequeña inyección de dopamina cada cierto tiempo, cuando alguien puso me gusta o comentó una foto, una publicación o lo que sea. Es un bucle de retroalimentación de validación social, exactamente una de esas cosas que inventaría un hacker como yo para explotar un punto débil en la psicología humana. Los inventores, los creadores, alguien como yo, Mark Zuckerberg, Kevin Systrom de Instagram, toda esa gente, lo entendíamos de manera consciente. Y, aun así, lo hicimos”, afirmó Parker.

El primer presidente de Facebook agrega que lo que ellos hacen “cambia literalmente la relación de la persona con la sociedad y con los demás. Probablemente interfiera en la productividad de formas inesperadas. Es lo que está haciendo en los cerebros de nuestros hijos”, concluyó Parker.

Hay un hecho muy significativo que se repite en las declaraciones de ex empleados de las corporaciones de Silicon Valley que dieron su testimonio en el documental de Netflix: que ellos les prohíben a sus propios hijos tener teléfonos inteligentes y usar redes sociales.

El ex vicepresidente de crecimiento de usuarios de Facebook, Chamath Palihapitiya, señaló que “a corto plazo, los bucles de retroalimentación a base de dopamina que hemos creado están destruyendo la manera en que funciona la sociedad. Ni debate público civilizado ni cooperación: desinformación, afirmaciones engañosas. Y no se trata de un problema estadounidense, no tiene nada que ver con la publicidad rusa. Es un problema global. Siento una tremenda culpabilidad. Creo que, en el fondo, todos lo sabíamos, aunque fingíamos que nos creíamos la idea esta de que probablemente no habría consecuencias imprevistas negativas. Pienso que, en el fondo, en lo más profundo, sabíamos que algo malo podía ocurrir. Así que, en mi opinión, la situación ahora mismo es realmente nefasta. Está erosionando los cimientos de cómo se comportan las personas entre sí. Y no tengo una buena solución. Mi solución es que he dejado de usar esas herramientas. Hace ya años”.

Lanier aclara en su libro que, a los pocos días de decir esto, “se retractó un poco y explicó que creía que, en conjunto, el efecto de Facebook en el mundo era positivo”.

Otro de los entrevistados en el documental, Tristan Harris, ex diseñador de Facebook y cofundador del Centro para una tecnología humana, afirmó que “nunca antes en la historia cincuenta diseñadores, todos tipos blancos, de entre 20 y 35 años, en California, habían tomado decisiones que afectarían a dos mil millones de personas, logrando que esas personas piensen y hagan cosas que no pensarían ni harían sin la influencia manipuladora de esas corporaciones”.

 

Monopolios o comunidad, he ahí la cuestión

Fuente: El Eslabón

 

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