La muerte de Pino Solanas me hizo recordar –inevitablemente– las circunstancias en que vi La Hora de los Hornos allá por 1970 o 1971.

Vivíamos bajo la dictadura inaugurada por Onganía en 1966, aunque por ese entonces ya gobernaba Levingston, y hasta es probable que hubiera comenzado el período final a cargo de Lanusse.

Lo cierto es que era una tarde destemplada, entre agosto y septiembre, cuando debí viajar a la zona sur de Rosario llevando en mi cabeza una contraseña. Al llegar a una esquina un compañero me dijo algo que también era una contraseña –la de recepción–, yo le respondí con la que sabía de memoria. Eso me abrió las puertas a una proyección clandestina donde había alrededor de cincuenta personas.

De aquella primera y hasta ahora única visión de la película me habían quedado una serie de recuerdos difuminados: el recurso vanguardista del uso de cuadros en negro con leyendas revolucionarias –al mejor estilo Einsestein– insertados a lo largo del film; los rostros de la gente de pueblo en unos primeros planos expresionistas que evocaban al neorrealismo italiano; ciertas imágenes icónicas, como las del Che Guevara y la de Perón; la música intensa y con ritmo muchas veces de marcha, que parecía acompañar los latidos de nuestros corazones. Al final de cada una de las tres partes en que estaba dividida la película, una leyenda proponía: “espacio para la reflexión”, ejecutando el propósito de generar una toma de conciencia y un compromiso militante por parte de los espectadores. La película, así, se pensaba como un instrumento para la acción, como un mensaje que conducía a una praxis política, superando dialécticamente la histórica división que el cine burgués había establecido entre la experiencia del arte (como mera contemplación), y la experiencia de vida (como el sustrato donde ocurren las acciones humanas).

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Volver a ver la película me permitió pasar de mis recuerdos difusos a un reconocimiento mucho más preciso de infinidad de detalles, que habían desaparecido de mi memoria.

Sin embargo, no tendría sentido hablar de esos detalles si no dijera, previamente, que todos y cada uno de ellos sólo pueden entenderse si se los considera símbolos particulares de un discurso global, altamente cohesionado. Ese discurso es el del nacionalismo popular revolucionario propio de los años sesenta y setenta, que se forjó a la luz de la experiencia del peronismo como movimiento de masas.

Dicho esto, cabe pues señalar algunos de esos detalles. Uno de ellos tiene que ver con el modo en que se muestra la universidad argentina de la época, dado que es presentada como una isla democrática. Esa expresión era común en la militancia universitaria peronista de aquellos años, y refería a una institución pública donde las autoridades eran electas por el voto de sus miembros, mientras que a nivel del país el peronismo era sistemáticamente proscripto, a lo largo de sucesivos gobiernos civiles y militares

Hay una escena memorable en la que se entrevista a líderes del movimiento estudiantil nacionalizado. En ella aparece Julio Bárbaro como líder del Humanismo, sin bigotes y hablando con el tono impostado que aún lo caracteriza. Junto con él, está Roberto Grabois, líder del Frente Estudiantil Nacional, que menciona al marxismo leninismo como un instrumento o un método que debería servir para comprender al peronismo, apoyándolo. El testimonio impresiona, y no sólo por la distancia temporal que lo separa del presente.

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La segunda parte de la película está destinada a narrar lo que fue el peronismo como movimiento popular de masas, que inició un camino de emancipación en 1945 hasta ser abortado por el golpe de 1955. Acaso por las exigencias de su trama semántica, el film no se detiene demasiado en los logros de esos años de gobierno popular, pero sí lo hace en el relato de la caída del peronismo, y su posterior resistencia.

Los meses previos a la caída de Perón están expuestos de una manera excelente, cargada de un dramatismo que vuelve al film algo fuera de serie. El bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955, el levantamiento contra Perón en septiembre de ese año, la partida del líder optando por una entrega pacífica del poder antes que por una confrontación sangrienta, son sucesos que están registrados de un modo inédito en la cinematografía argentina.

Luego se narra el período de la resistencia peronista, que se inicia tras la caída de Perón. La película lo presenta como un fenómeno de masas signado por el espontaneísmo, lo que se señala como un déficit del proyecto revolucionario peronista.

En esa segunda parte aparece la secuencia de un reportaje grabado a Perón en su exilio español. Ante una pregunta de los realizadores, el líder admite que fue un error no haber fusilado a los militares alzados contra su gobierno en 1955.

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La segunda parte, como se dijo, está dedicada en gran medida a relatar la experiencia de la resistencia peronista. Esa resistencia se asentó, principalmente, en los cuadros y las estructuras sindicales del peronismo, que durante los nueve años de los gobiernos de Perón habían sido poco más que apéndices de un estado protector y orientado a defender los intereses del pueblo.

El golpe de 1955 los tiró sobre el fango de la historia, literalmente. Allí mostraron el espíritu combativo de la juventud, sus formas de organización clandestina que los llevaban muchas veces a medidas de acción directa, ya fueran tomas de fábricas en una dimensión sorprendente, o ataques terroristas practicados con explosivos de fabricación casera.

Pero ello, según el film, tenía el límite de una lucha que no era todavía abiertamente política.

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Será entonces la tercera parte de la película la que proponga la necesidad de trascender el nivel de la mera resistencia, para pasar a una ofensiva que sólo sería posible si se adoptasen las formas de una acción política revolucionaria, conducida por una dirección capaz de asumir tamaña responsabilidad histórica.

En tal sentido, aparecen testimonios y “cartas” de cuadros que plantean, a partir de la experiencia de la resistencia basada en la lucha sindical, el pasaje a una práctica revolucionaria que debería ser, según ellos, una lucha armada.

Si la película recoge y expone tales testimonios, es porque su discurso concuerda con ellos, en la medida en que pretende expresar, como se dijo antes, al nacionalismo popular revolucionario.

De ahí las citas de Franz Fanon, de Ernesto Guevara, de John William Cooke, que pueblan sus cuadros en negro. Resulta evidente que La Hora de los Hornos fue un componente fundamental para la construcción de una izquierda peronista radicalizada que, pocos años después, pondría en marcha muchas de sus premisas a través de organizaciones como FAP, FAR y Montoneros.

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La película de Solanas, Getino y Vallejo es, por lo mismo, un augurio. Un augurio de tiempos por venir, un augurio de la inminencia de una revolución donde los colonizadores debían morir, según Fanon, para que naciera ese hombre nuevo con el que también había soñado Guevara.

La historia, trágica, demostró que ello no era más que una utopía inviable, y que esos sueños juveniles serían aplastados con la misma sangre y el mismo fuego, o aún más, que ellos habían denunciado.

Pero la historia no logró silenciarla. La Hora de los Hornos sigue allí, manteniendo en gran medida su vigencia y su aliento abrasador. Porque la historia nos enseñó que, de todo lo que proponía su discurso, lo único que perdió actualidad es su propuesta de salida política. Todo lo demás, su espíritu crítico, su denuncia de las injusticias, su apelación a la unidad revolucionaria del pueblo, su afirmación de la conciencia nacional, a pesar de los años transcurridos siguen más presentes que nunca.

Fuente: El Eslabón

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