Yo no sé, no. Pedro se acordaba que terminando primer grado, en los primeros días de diciembre, los tíos/as, vecinos/as, casi todos le hacían la misma pregunta: “¿Y, cómo termina el año? Mire que le tiene que escribir la carta al niño Dios (que por esos años sería reemplazado por Papa Noel)”. Y él, medio que se angustiaba, porque sólo hacía garabatos y con suerte sabía hasta el 100 en los números, y las vocales. Le quedaban dos cosas para solucionar el problema: hablar con la hermana y convencerla que escriba la carta por él, o dibujar 2 pelotas y 2 autitos. Al final, la carta se la hizo su hermana.

En esos tiempos, algunos sábados, con los viejos o los tíos, se instalaban en alguna mesa de los bares cercanos y la pregunta, apenas se sentaban, era: “¿Pedimos pizza o la carta?”. Se cumplían 6 años de la carta en la cual Perón nombraba como su representante a John William Cooke, desde Caracas, y 6 también de la carta del general Valle, poco antes de ser fusilado por orden de Aramburu, en la que le decía, entre otras cosas: “Entre mi suerte y la de ustedes, me quedo con la mía, pues mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas, verán en mí a un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos”.

Por entonces, la OEA llevaba más de 14 años desde su carta orgánica, que sólo servía para el Imperio norteamericano.

Pedro tuvo que esperar 4 años para que en la escuela le enseñaran a redactar y mandar una carta. Igual, ya había aprendido por su cuenta.

Él tenía 10 años y el FMI volvía a su carta de un menú conocido: ajuste y deuda. Esa dictadura hacía agua por todos lados, en el 72, y Nino Bravo lanzaba su álbum Cartas Amarillas. Dos años antes, a Muhammad Ali, un juez dictaminaba que su sentencia era arbitraria y en el 71, la corte Suprema lo declaraba inocente de culpa y cargo. El más grande volvía a florearse por los cuadriláteros con una carta de presentación anti guerra. Alguna vez declaró: “No tengo nada contra el Vietcom, ellos nunca me llamaron «negro»”.

Aprendimos con el tiempo que las cartas eran todo un documento. Por aquellos años, cuando una pareja no iba más, se acostumbraba devolverle las cartas.

Al primer año de la dictadura más sangrienta, Rodolfo Walsh le respondía con una carta que recorrería el mundo. La Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, forma parte de la historia reciente.

Pedro, hoy, cuando estamos pisando diciembre, me dice: “La verdad que extraño ese terminar el año agarrando el pelpa, anoticiar y declarar declarándose, y ensobrar. Que viaje nuestro testimonio.

Mientras miramos por la tele algunas propagandas de Santa Claus recibiendo cartas, vemos en uno de los canales, ahí abajo en el zócalo, que dice: “La carta de Cristina”. Cuando leemos los puntos más importantes (que son casi todos), una sonrisa de tranquilidad se nos dibuja a los dos. Pedro, mientras, mira una pelo que está en la vidriera del kiosco, pensando

que es muy parecida a la que él casi dibujó en aquella primera carta. “Me gusta –me dice–, es como si nos hubiese escrito la misiva a cada uno”.

Y si todos volvemos a esa costumbre, a la Patria no le faltará quien le escriba.

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