Dicen que recordar es volver a pasar por el corazón. Y las huellas del pasado que vuelven al presente son tierra fértil para transformarse en narración, en historia. En La sombra del perfume (Editorial Casagrande. Colección Lecturas en Casa, 2020), Guillermo Peyrano –quien proviene del mundo audiovisual– echa a rodar, esta vez en palabras, en su primer libro de cuentos, el suspenso de historias mínimas, medulares, personales que a la vez remiten a memorias colectivas, postales, sonidos y perfumes de época. Micro mundos cargados de confesiones y contradicciones.

Estos relatos cortos en primera persona son tan contundentes como inolvidables. Ya desde el primero, Cadáver exquisito, donde aparece en acción el abuelo Alfredo, esperando como taxista en la puerta del Hospital Carrasco, luego de haber sido el encargado de dos de las metalúrgicas más grandes de Rosario. O el cuento Melody fire, donde reconstruye la ceremonia de preparación de los “asaltos” que incluía una pre producción con búsqueda de locación de terrazas, asegurarse los fierros Winco, preparar banda sonora y castings.

En otro texto, El Zorro, se mezcla el drama de fondo de los violentos años 70 con los juegos de incansables bromistas. Y como en aquellas comedias del cine italiano, también los relatos se bifurcarán hacia lo fantástico: en Es muy poco aborda un mágico taxi en la oscuridad de Fisherton y en Padre Ignacio, la presencia del famoso cura lo interpela, en medio de las misas y las grabaciones de los micros para la TV.

Pero además, en todos los relatos flotan las preguntas filosóficas sobre el misterio de esas huellas, de esas memorias ¿Hasta qué punto esas palabras son fieles al recuerdo, o hasta dónde el olvido nos puede matar y el recuerdo volver a hacer vivir lo que habíamos olvidado?

El cineasta Luis Buñuel, en El último suspiro, su libro autobiográfico, cuenta en la introducción que justamente está sufriendo problemas de memoria. Lo atormenta el posible olvido y el fantasma de su madre que se perdió hasta no reconocerse ni a ella misma. El olvido le parece la consagración del sin sentido. Son las preguntas que nos hacemos cuando nos vemos a nosotros mismos olvidando.

En La sombra del perfume, los relatos hacen frente a ese temor a que la muerte disuelva en arena lo vivido, y dan tremenda pelea. La resistencia humana transforma en arte los recuerdos para que no perezcan. Esto ocurre, desde hace miles de años, cada día: la civilización trabaja a tiempo completo para que el legado no desaparezca. Pero el olvido siempre está al acecho como un tigre hambriento, para la historia personal, pero también para la memoria colectiva.

Por eso vuelve Alfredo, el abuelo de las piruetas en la barra hasta los 80 años, el filósofo de la metalurgia y de la albañilería, y se hace personaje central junto también al padre del autor, como legado, pero también como modo de contar, como el origen de una narración. Y una cámara de video, una sala de cine o una fotografía, funcionan como puentes de intimidad, de conexión profunda.

La historia de una foto de la vieja revista El Gráfico con un gol de Central se transforma en un tratado filosófico y en un disparador de emociones que le permite saldar cuentas con el pasado.

La tensión a veces es dramática y otras delirante. La puja entre memoria y olvido, puede resumirse en un pedido que le hace Alfredo antes de morir: quiere un letrero en la puerta del panteón que diga: “Aquí yacen los restos de Alfredo Peirano ¡que ojalá fueran los suyos!”.

En los recuerdos de una persona entran los de toda la humanidad. De la niñez, “donde uno fue feliz o libre”, como cita en el relato Una Celebridad Deconocida, a la adolescencia, detrás de uno de los tantos pequeños clubes barriales de la zona oeste. Entre parroquianos ensimismados en la timba, se repite la historia del cafetín, la de los sabiondos y suicidas, y una música de tango envuelve voces queridas y melódicas que vienen a decirnos “si algo ha cambiado eso es nosotros, el otro cambio, los que se fueron”, como decía Litto Nebbia. Y la voz de su madre canta desde una vieja cinta y El Gráfico le vuelve a estremecer de nostalgias.

Guillermo Peyrano tiene 55 años, se formó en la Escuela Provincial de Cine y TV, es un animal de TV, no sólo por ser durante mucho tiempo director de cámaras, sino por comprometerse con cada detalle de la realización audiovisual. Ahora, traslada al papel todo eso que evoca aquella frase irónica que dice que “una palabra equivale a mil imágenes”, y a la que se podría agregar que también equivale a mil bandas sonoras, en este caso de tangos y rock. Y todo ese bagaje se pone en función del rescate de esas vivencias contra el olvido.

Sabemos, como homo sapiens, que si fallamos un sólo día en la tarea civilizatoria y no pasamos la posta, quizás tendremos que descubrir otra vez el fuego, la rueda y hasta la escritura.

Guille Peyrano hace lo suyo y pone a circular lo que le corresponde en tiempos de riesgos de extinción de los legados, en donde muchos ya olvidaron o ni se enteraron de quiénes fueron el Loro Gaitán, Copérnico ni Galileo, y nos dicen que la tierra es plana.

Fuente: El Eslabón

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