Arrancó por la típica, imitando las voces de los personajes de dibujitos animados: Meteoro, Benito de La Pandilla de Don Gato, los pitufos Tontín y Bromista, la risa de Patán y el siempre difícil Pato Donald. Después empezó a sacar a los tipos que escuchábamos en la radio. El Gordo Muñoz y Fioravanti le salían calcados. Y Víctor Hugo también, al uruguayo lo hacía idéntico el guacho. Ahí se empezó a poner insoportable porque transmitía los partidos que jugábamos en la cortada. En realidad, y eso era lo peor, relataba y comentaba las jugadas de las que él participaba, o que protagonizaba, mejor dicho. “Recibe el Tato por el sector derecho. La duerme en el pecho como a un recién nacido y levanta la cabeza. Piensa, Tato, se toma su tiempo para observar el panorama, como un avistador de aves en lo alto de la montaña, como un pintor frente al lienzo a punto de plasmar su obra maestra”. Cuando terminaba de decir todo eso ya se la habían afanado, y lo puteamos tanto que dejó de jugar y se dedicó a hacer lo que mejor hacía. Se sentaba en el cordón de la cortada, una hora y media antes de los partidos, y metía la previa entera con publicidades, formaciones, bancos de suplentes y hasta notas supuestamente grabadas en la semana con jugadores y cuerpos técnicos de ambos equipos.

A esa altura ya no lo aguantábamos más. Lo saludabas y te respondía con tu propia voz. A los profesores los volvía locos preguntándoles cualquier pelotudez cuando estaban de espalda y haciéndose pasar por otro, u otra. Tocaba el portero eléctrico de tu casa y simulando que eras vos le batía cualquiera a tu vieja, y se cansó de hacer pelear parejas con llamadas cruzadas llenas de celos y mentiras.

 

La idea se le ocurrió a Claudio. Teníamos que jugar un interbarrial y decidimos que había que usar las dotes del Tato en beneficio propio. El plan era perfecto, averiguábamos con quién nos iba a tocar el fin de semana siguiente y lo infiltrábamos a Tato unos días para que registrara los timbres de voz, el tono, el seseo si era necesario, del arquero, de algún defensor y, sobre todo, del entrenador contrario. El Tato, cuando se lo comentamos, se habrá sentido importante, y hasta querido y respetado, porque aceptó sin dudar.

La primera fecha nos tocó de local contra Refinería y ganamos 1 a 0 gracias a que el 4 de ellos la dejó pasar cuando escuchó la voz de su arquero que le decía “¡mía!”, lo que le permitió al Narigón quedar mano a mano y definir a un costado. Y por la cantidad de veces que acataron las órdenes del DT que gritaba “¡saque si quiere ganar!”, cuando al zaguero no lo apretaba absolutamente nadie, o “¡solo!”, cuando se le venían tres al humo.

A la fecha siguiente fuímos al 7 de Septiembre pero como ya se había corrido la bola, a Tato le dieron una paliza tremenda en la semana y el plan se cayó a pedazos.

 

En quinto ya nadie le daba bola, se sentaba solo, atrás de todo, y en los recreos se asomaba al campito y narraba en voz baja los partidos de handball o softbol que jugaban los del turno mañana. Un día, en agradecimiento a que fui el único que le prestó una hoja a cuadritos que había pedido con la voz de Cirilo de Señorita Maestra en la clase de matemática, me invitó una coca en el segundo recreo y me confesó que había perdido su voz, que ya no la recordaba. Y que como nadie la tenía, no la podía imitar para recuperarla. “Ando por la vida con voces choreadas”, se lamentó con la labia arenosa del Polaco Goyeneche.

 

Aunque dejamos de vernos después de la fiesta de egresados, mantuve cierto contacto con él. Así fue que me enteré de su casamiento y del quilombo que se armó cuando el cura preguntó si alguien se oponía a esa unión y el Tato, tapándose disimuladamente la boca, respondió con la voz del mejor amigo de su novia: “Yo. Con Bety estamos enamorados y esperando un hijo”. Cosa que se corroboró cuando la tal Bety rompió en llanto y corrió a los brazos del quía ante un desmayo colectivo de familiares y allegados.

Y tampoco me sorprendió que la dueña de la pensión en la que Tato paraba últimamente, me llamara a mí cuando pasó lo que pasó.

 

Cuando llegué a ese caserón oscuro de Urquiza y Castellanos, la cana interrogaba a una parejita de asustados mochileros franceses. La vieja me reconoció y me hizo señas para que la siguiera a la cocina. Me estiró un mate y me soltó: “Siempre me pareció raro su amigo, pero nunca pensé que podía llegar a tanto”. “Era tarde. Serían las 2 de la mañana y siento que empiezan a los gritos en la pieza del fondo. Me arrimo a la puerta y escucho a dos hombres discutiendo muy feo, con mucha violencia. Y de repente, ¡Blam! Y enseguida un silencio total. Ahí me asusté y llamé a la policía”.

“¿Y alcanzó a oír sobre qué discutían?”, le pregunté. “Sobre fútbol, ¿sobre qué iba a ser?”, me respondió. Y, susurrándome al oído, agregó: “Los dos que discutían ahí adentro, se lo juro, Sebastián, se lo juro, ¡eran Menotti y Bilardo!”.

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