Legado es un niño de siete años que no se queda quieto en la escuela, va y viene todo el tiempo. Los diagnósticos ya le pusieron un sello: es un “hiperactivo y tiene trastorno negativista desafiante opositor (TNDO)”. Un psicoanalista y una titiritera, con ayuda de muchas otras voces, se encargarán de mostrar que Legado extraña un gran árbol donde jugaba siempre, y que debió abandonar para mudarse a la gran ciudad. La historia está contada como una obra de teatro de títeres en el libro Títeres en terapia. Una experiencia sensible y única sobre el cuidado de las infancias (Noveduc Ediciones) de la titiritera, magíster en Familia y licenciada en Educación Inicial Elena Santa Cruz, y del psicoanalista Marcelo Rocha. Una historia que se replica en tantas otras de las infancias que necesitan ser cuidadas, no rotuladas; que esperan el afecto de las personas adultas, pero sobre todo de la escucha y del afecto de las palabras. Un pedido que en tiempos de pandemia se vuelve sustancial.

Títeres en terapia comparte conceptos profundos contados de la manera más sencilla. La historia y sus personajes crean situaciones sobre las que proponen pensar las infancias. Es un libro destinado a varias audiencias: docentes, familias, terapeutas, estudiantes y demás profesionales de la educación y la salud. “Imaginamos un espacio para hablar de infancias, despatologización, interculturalidad, interdisciplina, escuela y vínculos. Desde lo particular de cada personaje quisimos mostrar cómo podían interpelarse y deconstruirse las posiciones de etiquetamiento y diagnósticos indiscriminados de las conductas en la infancia, para reemplazarlas por una mirada más inclusiva, amorosa y ética”, dicen autora y autor en el prólogo de la obra.

“El libro nace en enero del año pasado, cuando invito a Elena a armar una obra en streaming en la que un psicoanalista recibe a los títeres. Habíamos tenido una experiencia en un congreso presencial (anterior a la pandemia), con 500 personas, donde estaba preparando mi conferencia, cuando llegó con sus títeres y le pedí uno prestado. Se ofreció a entrar ella, fue muy espontáneo y una ovación: ¡Una niña títere que venía al psicoanalista!”, repasa Marcelo Rocha en diálogo con El Eslabón, sobre cómo fue tomando cuerpo este trabajo, en encuentros semanales y por zoom.

Primero llegó la presentación de Títeres en terapia en streaming (en octubre de 2020). Ahora, en un libro en papel y en versión digital, hermosamente ilustrado, que se presentará el próximo 6 de mayo. Participan también Carlos Skliar, Esteban Levin, Ruth Harf y Fabián Gallardo. En la obra que se hizo en vivo también se sumó la voz de Chiqui González. Además, el libro juega a interactuar todo el tiempo con la presencia de los personajes, por eso incorpora códigos QR para poder escuchar la música del compositor rosarino, en sus temas El árbol, Será y Cuando era chico.

El psicoanalista Marcelo Rocha y la tapa del libro realizado junto a Elena Santa Cruz. Foto: Gentileza Marcelo Rocha.

La preocupación central del libro-obra de títeres está en cuidar a las infancias de los diagnósticos apurados que las etiquetan, patologizan y las terminan excluyendo de ámbitos tan propios como es la escuela. “Por eso hay que historizar, pensar y tener mucho cuidado al diagnosticar”, alerta el psicoanalista.

También invita a las personas adultas cercanas a las infancias a estar atentas en este momento tan inédito como es el de la pandemia. Alerta que cuando las niñas o los niños escuchan las noticias que hablan de la segunda ola o las muertes no siempre pueden simbolizar la angustia que les causan estas noticias e imágenes. “Al no poder hablarlas, pueden quedar atrapados en angustias peores. Es ahí donde sí tenemos que estar los adultos para acompañarlos”, dice.

Rocha es también psicólogo (UNR), docente de la especialización en Estudios Sociales de la Discapacidad (UCA), miembro fundador de la Fundación “Estar E. Schwank” (Deportes, arte y proyectos de vida para personas con discapacidad). Premio TOYP (2010) de la provincia de Santa Fe por su labor humanitaria y autor de diversas publicaciones.

—En el libro hay un trabajo coral de psicoanalistas, titiritera, educadora y educador, y músico. Quienes trabajan con las infancias, ¿debieran hacerlo siempre con esa perspectiva?

—Totalmente, porque tiene que tener un ritmo, un tiempo. Aquí la cuestión del tiempo fue apareciendo cuando íbamos armando la obra, que se centró en un niño que había sido mal diagnosticado. Pero a su vez íbamos notando que nos faltaban actores. Surgió entonces la aparición de Esteban (Levin) como el supervisor del psicoanalista que recibía a Legado, este niño en cuestión. También la necesidad de que se sume Dulce Melodía, que era la docente de plástica que este niño había tenido el año anterior y con quien había logrado una relación hermosa. Aparecía con una mirada de la importancia del quehacer docente Carlos Skliar. También la madre de Legado, porque el psicoanalista no podía trabajar solo con un niño sin conocer la historia de ese niño. Además, se sumaba a la escena la escuela, con sus docentes y directivos involucrándose, no en el caso sino en la historia de un niño que había sido mal mirado, con ojos de diagnóstico. Y también, en tono principal, que es también la música, invitamos a Fabián Gallardo, porque descubrimos que había canciones suyas que se acoplaban a lo que es la infancia, lo que significa la espera. Así se iba armando esta idea coral, que en conceptos técnicos es la interdisciplina. Un coro que se fue creando sin pensar, deseándolo. Muchas veces no tenemos un método de qué hay que hacer con cada niño, pero sí tenemos el deseo de que ese niño sea alojado de la mejor forma en una escuela. Y es entonces cuando aparece ese coro musical integrado por muchos actores, que desean que ese niño interprete esa melodía que es el aprendizaje.

—Se hace visible aquí el debate por el tiempo en las instituciones, el reclamo docente de un tiempo indispensable para debatir lo que pasa con las chicas y los chicos en las aulas. Para no caer precisamente en diagnósticos apurados.

—Si hay algo que tenemos que comprender es que el tiempo en la infancia no tiene que ver con el tiempo del adulto. Es decir, este tiempo rápido, furioso, del querer tener ya un logro, un aprendizaje, un valor económico. Este tiempo impuesto por el capitalismo en sí. El tiempo de la infancia es totalmente diferente. Cuando se lo desconoce es cuando aparecen los errores de diagnóstico. También cuando se rotula rápidamente a un niño, sin dar el tiempo a comprender su historia. Eso es un poco lo que transmitimos en el libro: que para poder saber qué le pasa a un niño, nos dispongamos a brindar nuestro tiempo, a meternos en su historia. Y ahí es donde descubrimos por una maestra que a un niño diagnosticado como hiperactivo y con trastorno negativista desafiante opositor (TNDO) –por el personaje de Legado–, en realidad le encantaban los árboles. Algo de lo que también le cuenta la madre al psicoanalista. ¿Y por qué los árboles? El árbol había estado en la historia de este niño, es el lugar donde él jugaba en su más temprana infancia. Un lugar que tuvo que abandonar para irse a la gran ciudad. Entonces si nos damos el tiempo para tratar de entender qué le pasa, vamos a ver que muchos diagnósticos están errados. Hoy dicen que porque un niño “no mira” es TEA, en vez de darse el tiempo necesario para poder entender si no habrá algo más también aquí.

—En el libro sostenés que “los adultos debemos aprender a dejar en paz a las infancias”. ¿Cómo se acompaña esta idea con algo que sí les compete a los adultos que es el cuidado de las infancias?

—Cuando digo “dejar en paz a las infancias”, lo hago parafraseando un poco a lo ya dicho por Carlos Skliar. “Dejar en paz” significa dejar de estar mirándolas tanto de forma cosificante, diagnosticadora, que siempre está preguntando “qué tiene, qué tiene”, para poder acompañar. Esa es la palabra: dejémoslas en paz, pero acompañemos a las infancias. Dejémoslas en paz con andar mirando en un niño o niña “por qué no hace esto o lo otro”, “por qué a tal edad no hizo esto o aquello”. Si generamos este tipo de miradas, claramente estamos perturbando a las infancias. Es importante que las miremos para ver si tienen una perturbación grave; pero lo que no es bueno es establecer esa mirada sesgada, tan fuerte y tan compulsiva de mirar solamente lo visible y no lo que hay detrás. El libro muestra de manera amable y simple cómo mirar lo que está por detrás de lo que llamamos la conducta, aquello que no solemos ver y que es el sufrimiento. No preguntarnos tanto “qué tiene, qué tiene” sino “de qué sufre” un niño. Mostramos en el libro cómo hablando se puede generar esa mirada más sensible, para ver de qué sufre. Sabíamos que Legado –el personaje del niño– corría, no se quedaba quieto dentro del salón. Pero la pregunta no era “qué tenía”, sino “de qué sufría”. Y nos dimos cuenta de que Legado sufría de recordar compulsivamente aquel jacarandá de su infancia que repetía a nivel de un síntoma.

—Estamos en una segunda ola de la pandemia. ¿Cuáles son los sufrimientos más frecuentes que aparecen en las infancias?¿Cómo acompañarlas?

—Los sufrimientos que se van manifestando en las infancias tienen que ver con la dificultad, clara y concreta, de poder poner en juego la imagen de su cuerpo. Sabemos que un niño o niña para aprender y construirse como tal necesita tocar, conocer, descubrir el mundo a través de su cuerpo. Y también sabemos que ahora, al ir a la escuela, se les están imponiendo límites necesarios para su cuidado, que tienen que ver con una medida sanitaria y de precaución: “Que no compartan”, “no esto y no lo otro”. A lo que sí tenemos que estar atentos es a poner siempre en juego la palabra, ante cada situación y angustia en un niño. Porque aquí está la clave: los traumas, los síntomas, las problemáticas en la infancia aparecen cuando un niño queda atrapado ante una situación traumática y no puede poner en palabras eso que le pasó. En este caso, es la cuestión del virus: ¿Qué va a pasar? ¿Qué pasará con la abuela? ¿Con la escuela? ¿Y qué con el trabajo de papá? El niño queda angustiado ante esa situación. Que las familias no dejen de poner en palabras esto: que nosotros, los adultos, los vamos a cuidar, contener. Prestémosles oídos y pongámosles en palabras aquello que no pueden poner. Este es el consejo número uno. Tenemos que entender que un trauma se origina cuando un niño no puede decir con palabras aquello que es sentido a través de su cuerpo. Cuando un niño o una niña escuchan las noticias que hablan de la segunda ola, el terror o la muerte empiezan a vivenciar una angustia que es corporal. Y claramente al no poder simbolizarla, hablarla, pueden quedar atrapados en angustias peores. Es ahí donde sí tenemos que estar los adultos para acompañarlos. Sabemos que los niños tienen recursos mayores que los adolescentes: el juego, la fantasía… eso los ayuda más, como mecanismos de proyección, a salvarse del trauma. Pero estemos atentos.

—La presencia de los títeres en el libro es también una oportunidad para pensarlos como recursos en la escuela, ¿pueden ayudar a expresar esas angustias de las infancias?

—Si hay algo a lo que estoy sumamente agradecido es a todo lo que fui aprendiendo todo este tiempo con Elena (Santa Cruz), quien es una gran maestra que nos enseña cómo a través de un títere un niño puede expresar emociones o situaciones traumáticas que le han acontecido; como los casos de niñas y niños violentados o abusados con quienes ha trabajado ella. Es un campo que muchas veces los psicoanalistas, y docentes también, no exploramos. ¡Y un títere expresa tantas emociones! Si un niño no puede tocar al otro puede representar lo que siente a través de un títere. Las representaciones teatrales tocan de alguna forma, tocan con el afecto. Y esto es algo que tenemos que salvar en estos tiempos: el afecto, porque estamos tan necesitados de afecto. Y esta segunda ola puede empezar a quitarnos estos contactos mínimos que teníamos nuevamente.

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