“El estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad: un estado semejante declinaría luego en división y anarquía, y terminaría en disolución”, indicaba el aprobado Manifiesto del Congreso de las Provincias Unidas de Sudamérica. La proclama presentada por el secretario Juan José Paso, a días de la declaración del 9 de julio de 1816, buscaba encauzar los debates sobre el rumbo y gobierno que debía tomar la supuesta independencia.

Sucede que los proyectos eran distintos, el sector que fue a Tucumán no representaba a todo el territorio, recordemos que los pueblos litoraleños no asistieron y ya habían trabajado por la autonomía. Desde Uruguay, el investigador y filósofo Leonardo Rodríguez Maglio, remarca: “Dos filosofías se enfrentaron en el Río de la Plata: la oligárquica y parcialmente continuista del régimen anterior; y la popular, republicana y democrática, consecuentemente revolucionaria de Artigas”.

El manifiesto advirtió sobre el “virus revolucionario”, al que consideraban más peligroso que el enemigo externo. Para ello, el decreto definió a sus promotores como “enemigos del Estado”, y por lo tanto pasibles de ser castigados con penas “hasta de muerte y expatriación”. Era el momento del orden basado en un poder fuerte, legalizado por un congreso respetable, que pusiera fin a esa revolución.

Para el historiador Gabriel Di Meglio, “la paradoja del Congreso de Tucumán fue que sus integrantes eran notablemente más conservadores que sus predecesores revolucionarios, a tono con lo que ocurría en todos lados en 1816, pero fueron los que terminaron dando el paso independentista”.

Tras el 9 de julio de 1816, el Congreso empezó a debatir la forma de gobierno. Cuando el representante catamarqueño, el presbítero Manuel Antonio Acevedo, propone que el gobierno sea entregado a un descendiente de los incas, como impulsaba Belgrano, fue burlado. El diputado bonaerense Tomás Manuel de Anchorena criticaba duramente que se coronara a “un monarca de la casta de los chocolates cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca”.

El historiador Milcíades Peña (1933-1965) afirmaba que “es absurdo condenar los proyectos monárquicos de San Martín, Belgrano o Bolívar. Fue un paso hacia la constitución de la nación moderna, superando el aislamiento medieval de feudos y ciudades. Y América latina, al salir de la colonia, se hallaba en disgregación. Se habrían formado varios Estados más poderosos que veinte republiquetas, y la lucha por las conquistas democráticas, y hubieran dado en un plano favorable a las masas”.

Unión de los pueblos libres

“Desde fines de 1811, el artiguismo se había pronunciado en favor de la «soberanía particular de los pueblos»”, indica la investigadora uruguaya Ana Frega, y explica: “En abril de 1813, el Congreso de Tres Cruces resolvió la constitución formal de la Provincia Oriental, delimitó su territorio al espacio comprendido entre el río Uruguay, el Río de la Plata y la frontera hispano-lusitana, estableció la confederación”. En tanto, Leonardo Rodríguez Maglio, licenciado en filosofía, señala que “a veces se olvida la doble significación de la Independencia política en Artigas, y sólo se ve el costado de la «separación de» y se niega la «unión con»; o se cae en su contrario al sólo insistir en la «unión», y negar la decisiva importancia que tenía para el Protector el que cada provincia se gobernara separadamente por sí misma”.

El filósofo remarca que “Artigas quería una firme Liga de amistad, en igualdad de dignidad, privilegios y derechos entre todas las provincias; que era decir –para él–, entre todos los países del Río de la Plata y de América del Sur. Daba prioridad, por encima de la unión, al concepto de que «los pueblos deben ser libres» (4 de abril de 1813), y eso se expresaba concretamente en que debían gobernarse por sí mismos. Lo mismo exigía también para los pueblos indios, pues era la forma que él entendía que podían disfrutar la felicidad práctica de ser libres” sostiene Rodríguez Maglio.

Por último, Rodríguez Maglio advierte: “En el concepto del Protector, el punto central era respetar y salvaguardar los derechos de los pueblos», esto es «la administración de su soberanía»; ese era el fin al que servían como medios la Independencia y la Confederación. Esto implicaba igualdad y reciprocidad entre todas las provincias, por lo tanto, liquidaba los privilegios que Buenos Aires había tenido y gozado como capital del Virreinato. Algo a lo que la oligarquía residente en el puerto no quería renunciar”.

Fuente: El Eslabón

 

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