
Eran fines de los 80 y, si la memoria no me falla, era una de las primeras veces que iba como maestra a la tradicional muestra de la Rural llevando de paseo a un grupo de la primaria. Una feria para las que se preparaban guías inútiles de trabajo para antes, durante y después del recorrido, porque en la verdad de la milanesa pasaban otras cosas. Las alumnas y alumnos más bien preferían correr de aquí para allá, esconderse, pelear y hacerse amigos con otras escuelas, sonreirles a los animales en exposición, comprar cadenitas y todo tipo de suvenires de los múltiples vendedores apostados en el ingreso y empacharse con golosinas de colores vistosos. Nosotras cargábamos el bizcocho de la copa de leche (y si la provincia había girado los fondos en tiempo y forma, facturas o alfajores estilo Guaymallén) para compartir en un pic nic al paso. Más allá de que nos agotábamos mirando que ningún chico se nos pierda, eran paseos inolvidables.
En ese primer recorrido, y ya en el colectivo contratado en marcha, una nena me dijo que se sentía mal. Estaba mareada, quería vomitar y volverse a su casa. Una de las maestras que nos acompañaba, con varios años de experiencia en el oficio, se me acercó y segura me dijo al oído: “No está acostumbrada a viajar en colectivo, por eso se pone así. Dale un papelito y decile que lo sostenga firme en la mano hasta que lleguemos. Se le va a pasar”. Y así fue. La nena viajó concentradísima en el papelito plateado apretado en una de sus manos y pudo disfrutar de la salida.
En ese paseo confirmé para siempre lo que ya sabía pero me negaba a admitir como verdad: que muchas niñas y niños no conocen más que los límites de su barrio. Así, cada recorrido, cada excursión que la escuela les ofrece es un viaje que atesoran. Pero también son oportunidades para ejercer sus derechos básicos, como son la educación, la salud y la recreación. Y ese es el aprendizaje más valioso.
Seguramente esto lo pueden contar mil veces mejor las y los docentes que año a año hacen todo tipo de malabares para llegar hasta el Monumento o (más complejo aún) viajar a Santa Fe capital o tres días a las sierras. No cuentan aquí los viajes a Bariloche más conocidos, que más bien son un despropósito de gastos y consumos por donde se los miren, incentivados para el negocio de las empresas de turismo. Y desde hace tiempo, ya ni siquiera forman parte de la propia institución escolar.
Hay alguna que otra experiencia muy puntual en escuelas primarias y secundarias que, enfocadas en hacer del viaje de egresadas y egresados un disfrute colectivo, convirtieron esa meta en una experiencia de trabajo solidario de todo el año. Experiencias que terminan dependiendo de la voluntad y posibilidades de docentes y directivos, difíciles de sostener, más cuando los tiempos de la economía no son nada favorables.
Por eso se vuelven más que valiosos los complejos turísticos creados con una mirada igualadora en oportunidades, como los instalados -y que hay que reactivar- en Córdoba o en Chapadmalal que permitieron que miles de chicas y chicos de todo el país conocieran por primera vez las sierras o el mar. (Ya que estamos, vale recordar que este último fue cedido por la ex ministra de Seguridad Patricia Bullrich a la Gendarmería. Una resolución dejada sin efecto por el actual gobierno nacional apenas asumió en diciembre de ese año).
El anuncio reciente del gobernador Axel Kiciloff de financiar viajes de egresados a las y los estudiantes que terminan quinto año es una muy buena noticia y que habilita a preguntar por qué no también en Santa Fe, por qué no hacerlo una política de Estado nacional. Tal como está presentado, reactiva la industria turística con un enfoque federal, ya que el viaje se hace en la propia provincia, en este caso en la de Buenos Aires. Y, lo más importante, se proyecta en términos de derechos.
La imagen de esa nena apretando el papelito plateado me acompaña siempre. Me recuerda que la escuela no es solo aulas y pizarrones, es también la oportunidad de soñar con conocer el río, el mar o las montañas. Y poder hacerlo junto a otros.
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