El asesinato del arquitecto Joaquín Pérez “conmociona” porque reúne las condiciones de una víctima “ilegítima”. Casi opuesta a los socialmente determinados como “matables”, que engrosan las estadísticas oficiales. Sobre la seguridad y desigualdad.

El crimen del arquitecto Joaquín Fernando Pérez (34) la noche del martes pasado en el barrio Arroyito, aparentemente en ocasión de robo cuando guardaba su automóvil en una cochera cercana a su domicilio, reinstaló la “conmoción” social que provocan los asesinatos de víctimas “ilegítimas” en una ciudad que produce unos 200 homicidios por año desde hace más de un lustro, pero cuya mayor porción corresponde a víctimas “legítimas”, las que la criminóloga Eugenia Cozzi califica en su trabajos académicos como “los matables”: varones jóvenes de barrios populares. Cuando la violencia altamente lesiva –peligrosamente naturalizada en la región- alcanza a personas cuya condición socioeducativa no se corresponde con las de las víctimas esperables, entonces Rosario sangra.

El horrible homicidio de Pérez tuvo la repercusión mediática que a veces se les escatima a las víctimas que poseen las características estadísticamente esperables de los asesinados. Concentraba las variables de ser una persona joven, profesional, marido y padre de una niña pequeña, considerado trabajador y buena persona en el barrio en el que nació, se crió y en el que lo mataron.

Según el informe del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe, de los 172 homicidios ocurridos en el departamento Rosario hasta el 30 de septiembre último, la mitad de ellos (49,4%) tuvo como víctimas a jóvenes de entre 15 y 29 años.

El 62 por ciento de esos asesinatos tuvieron como contexto la virulenta disputa entre “organizaciones criminales” vinculadas a la “economía ilegal”, de acuerdo a la catalogación del Observatorio.

De ellos se esperaba, en términos de las representaciones sociales dominantes y previamente construidas, que murieran como lo hicieron. Sólo generan ruido cuando la acumulación de víctimas se produce en un corto plazo, pero en general no molestan, porque se les aplica interpretaciones analgésicas del tipo “se matan entre ellos” o “uno menos”.

Esas interpretaciones sociales son adoptadas por las víctimas y sus familiares, que rara vez convierten el dolor en movilizaciones por demandas de Justicia o de un mejor servicio de seguridad pública. Es lo que les tocó en el orden social imperante, lo aceptan con cierta mansedumbre.

En ocasiones, el modo de resolverlo no es institucional sino mediante la venganza, que realimenta el circuito de producción de violencia.

En cambio, los crímenes que tienen como víctimas a personas como el arquitecto Pérez profundizan –lógicamente- el temor de las capas medias de la ciudad, más “acostumbradas” a los delitos comunes como son los robos y los arrebatos que a ser objeto de la violencia altamente lesiva.

Si bien ese tipo de casos no son frecuentes, la sobrerrepresentación que adquieren en la dinámica de los medios de comunicación –que acompañan la exposición de la noticia con comentarios irritados que en ocasiones exacerban el discurso de la demagogia punitiva, de fértil florecimiento ante el dolor incomprensible- convierte lo más o menos excepcional en algo que se presenta, recubierto de todos los lugares comunes imaginables, como una realidad cotidiana asfixiante.

Cíclico

En agosto de 2016, El Eslabón publicó una nota titulada “La construcción de la inseguridad”, en la que abordaba este mismo fenómeno. Solo que en aquella oportunidad se habían producido, en poco tiempo, tres crímenes de víctimas “ilegítimas”, es decir, aquellas que no estaban socialmente determinadas para serlo, y dentro de los bulevares, un escenario poco frecuente para ese tipo de hechos.

Los que provocaron “conmoción” hace cinco años fueron los asesinatos del joven jugador de futsal Fabricio Zulatto (21), el del comerciante de automóviles Héctor Villalba (71) y el de Nahuel Carrioca, ocurrido en ocasión de robo de un teléfono móvil, como parece que fue el contexto del crimen de Pérez. Que, tal vez por pereza intelectual, suele titularse “lo mataron para robarle el celular”, como si el objeto a apropiarse ilegalmente guardara relación con el daño causado y pudiera ser –en un ranking escabroso- más o menos justificador del hecho.

En aquella ocasión, la criminóloga Cozzi explicaba los alcances de un trabajo académico realizado en función de los estereotipos sociales vinculados a la violencia letal. Allí distinguía entre quienes están definidos como “socialmente matables”, por su condición social y cultural, y las víctimas cuyos homicidios alteran a la opinión pública.

“El fenómeno más extendido en relación a la violencia letal tiene más que ver con esta violencia horizontal entre jóvenes en donde víctima y victimario se parecen demasiado”, dijo.

“El tratamiento que se le da en los medios, y el que le dan las agencias del sistema penal para investigar ese accionar es diferente. Entonces, colabora a este imaginario social de «nos matan por un par de zapatillas», pero cuando te pones a analizar en profundidad la dinámica del homicidio, y quienes componen a los muertos, no es el vecino al que le roban un par de zapatillas, eso es un hecho muy infrecuente en la totalidad de homicidios”, precisó.

Lo que resulta del análisis de los casos, dijo la especialista en aquella nota, “es esta violencia horizontal entre jóvenes de sectores populares”.

Para la abogada, esos jóvenes varones de barrios marginados “son construidos socialmente como matables”. Construcción que ellos mismos asimilan como propia. “Y los jóvenes comparten esos criterios de victimización: distinguen entre a quién está bien, o es aceptable, o se está habilitado a matar y a quién no. Es esta distinción entre víctimas legítimas o víctimas ilegítimas”.

Según el informe del Observatorio de Seguridad Pública antes citado, en lo que va de 2021 se registraron cinco casos de homicidios en ocasión de robo, equivalentes al 2 por ciento del total de muertes violentas registradas en el departamento más poblado de la provincia. El año pasado ese porcentaje superó el 7 por ciento.

Nada de esto podría llevarle alivio alguno a los familiares, amigos y vecinos de Joaquín Pérez, cuya pérdida sufren.

Pero es indicativo del fenómeno de la violencia predominante en la ciudad, de la que sólo se debate en términos cuantitativos cómo atacar las consecuencias –si más gendarmes, más patrulleros, más policías- pero casi ni se roza en la conversación pública sus causas. Una pregunta posible sería: ¿Se puede vivir en paz en una ciudad con las desigualdades de distinto tipo que configuran a esta Rosario?

Vivir en Paz

El Índice de Paz Global es un indicador que mide el nivel de paz y la ausencia de violencia de un país o región. Lo elaboran y publican desde el año 2007 el Institute for Economics and Peace junto a varios expertos de institutos para la paz y think tanks y el Centre for Peace and Conflict Studies, de la Universidad de Sydney, con datos procesados por la Unidad de Inteligencia del semanario británico The Economist.

Para establecer el ranking de los países, los indicadores de paz interna suponen un 60 por ciento del valor del Índice de Paz Global y los de paz externa (ausencia de conflictos bélicos) un 40.

Carece de algunos datos que lo mejorarían, porque no incluye en la medición la violencia de género y aquella ejercida contra las infancias.

El país mejor rankeado de acuerdo a ese índice es Islandia, le sigue Nueva Zelanda y en tercer lugar aparece Dinamarca, todos países del mundo desarrollado con altos niveles de igualdad, democracias sostenibles en el tiempo, integrados socialmente, preocupados por el cuidado de los derechos humanos. Argentina ocupa el lugar 68 entre las 163 naciones medidas.

El informe señala que “la paz de una región tiene correlación con el nivel de ingresos, educativo y de integración regional”.

Así, “los países pacíficos tienen altos niveles de transparencia y bajos niveles de corrupción”, y se trata de naciones “democráticas pequeñas, estables y miembros de bloques regionales”.

Por supuesto que es más fácil y rápido sumar policías y fuerzas federales, aunque sus resultados a mediano plazo no sean, nunca, los esperables, que construir comunidades más o menos justas en la distribución de bienes, conocimientos y oportunidades.

Adherida siempre a la urgencia, la dirigencia política se enreda en discusiones sobre el número de policías en calle, la cantidad y calidad de los patrulleros, la tecnología de la que sería deseable estén provistas las fuerzas de seguridad.

Pero eso solo aborda el aspecto policial de la seguridad pública, cuya consecución en niveles aceptables requiere planteos muchos más amplios y abarcativos –multidimensionales-, como lo muestran las realidades de Islandia, Nueva Zelanda o Dinamarca.

El ex ministro de Seguridad, Marcelo Sain, dijo durante su gestión que si los santafesinos querían tener una policía como la de Noruega, debían pagar impuestos equivalentes a los que afrontan los contribuyentes de ese país nórdico. Una chicana para contrastar las demandas al Estado de una ciudadanía que es menos exigente con sus propios compromisos y esfuerzos, en ocasiones, poco sensible con la suerte de los otros.

Un camino posible hacia la construcción de una comunidad con niveles de seguridad aceptables requiere del acuerdo y la participación de sectores más amplios que las dirigencias políticas partidarias y el funcionariado estatal, y excede a la cuestión del servicio policial, aunque la incluye.

¿Quién está dispuesto a perder algo para que el resto viva mejor, con más oportunidades y sin exclusiones que deberían resultarnos intolerables?

En un tiempo en que el capital propone que para mejorar su rentabilidad es menester que el sector laboral flexibilice la legislación que lo protege, y en el que los ricos muestran a diario que –como decía el nombre de la telenovela mexicana- también lloran, la construcción armoniosa de ese camino parece luce como una ilusión.

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