Yo no sé no. Ese año sabíamos con Pedro que en la escuela se nos venían los mapas. A él le gustaba mucho más que a mí, y siempre se clavaba pensando en las montañas, aparte ese año también estrenaríamos los cuadernos tapa dura que, aun los más económicos, tenían uno o dos mapas coloreados. También sabíamos que en Vera Mujica entre Biedma y 24 de Septiembre había una librería, que menos libros tenía de todo para la escuela. Sobre todo, todos los mapas todos, y además el papel manteca o de calcar de todos los tamaños. Además, la señora que atendía el negocio aparte de una imagen de tener unos cuantos años, con un cabello largo y gris, poseía una amabilidad que daba gusto ir, incluso a última hora. Pedro, cada vez que tenía que dibujar montañas en el mapa, se resistía a poner solamente el color marrón. Él sostenía, y con razón: ¿Y los ríos de montañas de qué color son? ¿Y algunos que otros vegetales que, hasta en las laderas más empinadas parecen desafiarlo todo, de qué color son? Por lo pronto, la única montaña que conocíamos era la montañita del laguito del parque y empezábamos a conocer las de la Vía Honda, llenas de vida, de colores y de desafíos, sobre todo después de algún chaparrón porque sus subidas y bajadas se ponían resbaladizas. Ese año, en Aritmética se venían una montaña de problemas y la materia pasaba a llamarse Matemáticas. Y los domingos a la hora en que se despedía la tarde, aparecía esa tarea aún no hecha como una montaña de problemas a resolver. Incluso aquella tarea que era sobre marcar o dibujar montañas en un mapa que teníamos que calcar y salíamos como siempre disparando para lo de esa sabia señora de pelo gris que, cómo un plus para quererla aún más, abría los domingos a la tarde.

Una vez, volviendo antes del colegio y ya en la secundaria, con Pedro vimos que a través de una ventana subía al ring Arara, el Armenio y nos pareció que era como luchar contra una montaña. Pedro me dijo que de esos programas nos teníamos que despedir porque el desafío que nos esperaba era encarar con la militancia, lo que significaba encarar una montaña de problemas y que a veces era necesario imaginarse una montaña de soluciones.

El otro día, una compañera de todos los tiempos y muy querida por Pedro, nos mandó una foto de un camino en el que al fondo se veían unas montañas, como de películas. Pedro, de inmediato, se acordó de aquel 74 en que, estando en el norte de nuestra patria, se veían desde la ruta, a la salida de aquel pueblito con apariencia colonial, las montañas con unas laderas multicolores (seguramente sembradas como lo hacían los pueblos más antiguos). Desde aquella foto que nos mandó la compañera de tierras lejanas, que Pedro no deja de pensar en aquel 74 que en el llano nos preparamos para darle color, vida y una montaña de sueños por realizar. Ayer, a esa hora en que se va la tarde, le pusimos (bah, él le puso): “La hora de mirar la montaña”. Ahora, mirando una vidriera con artículos escolares, Pedro me dice que tendrían que poner mapas de todos los tamaños y colores, y sobre todo mapas con sólo montañas y con sus colores reales, que son muchos más que el marrón. Y concluye: Una montaña de colores, y de soluciones, eso es lo que necesita la Patria.

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