La persistencia de algunos dirigentes con protagonismo político en cuestionar la cantidad de víctimas de la última dictadura y en equiparar violencias tan disímiles como la de las organizaciones guerrilleras y la del terrorismo de Estado es un dato insoslayable y desalentador para quienes intentamos homenajear cotidianamente el legado ideológico de los desaparecidos y desaparecidas, a su vez herederos y herederas de miles y miles que se jugaron la vida en disputas anteriores y registradas en otros contextos, pero del mismo tenor y expresadas desde que Argentina tuvo nombre y entidad como Nación.

Aunque lamentable y difícil de creer, el rebrote anti Memoria, Verdad y Justicia de estos últimos años no es nuevo. Que gente que fue elegida para gobernar y legislar diga públicamente que no fueron 30 mil no debiera sorprender tanto si se repasa que todavía hoy Domingo Faustino Sarmiento tiene un himno que se canta en las escuelas. O que el actual sistema democrático nacional sigue basado en lo diseñado por Bartolomé Mitre.

También sería negacionista no señalar que el inicio del proceso de denuncias y juzgamiento a los genocidas que gobernaron entre 1976 y 1983 estuvo signado por la mirada de quienes se horrorizaron por los “excesos” de Videla, Viola y Massera, pero impulsaron o aceptaron la violencia inmediatamente anterior ejercida desde el Estado, que fue la de proscribir durante casi dos décadas al peronismo, del que se podrá negar cualquier cosa menos su popularidad.

Se trata, entonces, de entender que enfrentar a los negacionistas modernos no es ni menos ni más que sostener una lucha histórica, de resistencia de un pueblo contra los poderes internacionales y sus representantes locales, que vale simplificar en esos términos como marco pero también debe necesariamente adaptarse a las circunstancias del momento, lo que resulta bastante más complejo pero es fundamental para afrontarla con esperanza.

En este sentido, desde aquí se arriesga que el riesgo mayor de la prédica negacionista actual es el del abordaje de la cuestión de la violencia armada que a partir del bombardeo de la plaza de Mayo en 1955 volvió a teñir la vida política argentina casi como en los tiempos de unitarios y federales.

Obviamente, los Milei y otros miles rechazan lo de situar aquel bombardeo como disparador principal del cruento período posterior. Mucho menos reconocen como motor principal de la violencia política argentina la puja entre distintos proyectos de país. El paradigma que orienta sus trampas es el de sintetizar la etapa que derivó en el Estado genocida como una cuestión de violencia armada contra violencia armada. Desde ahí, pretenden erigirse en paladines de una suerte de pacifismo “democrático”, que pregonan sin escrúpulos en cuanto a la veracidad y fundamentación de sus posturas, con una violencia simbólica enorme y tan desembozada que resulta su principal talón de Aquiles, incluso aunque el campo de batalla de esas lides por el sentido sea más favorable a su autoritarismo reduccionista que a la creciente diversidad a incluir para construir comunidad con justicia social.

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