Yo no sé, no. A mediados de abril, Pedro esperaba con ansiedad los paseítos por el parque de los fines de semana, aunque fuera con el recorrido previsible al que lo llevaban los padres: pasar por el palomar y encaminar para el zoológico. En el trayecto, después de dejar atrás al fotógrafo que detrás de una gran caja se escondía bajo una manta negra, se cruzarían con el vendedor de globos, el de pororó, el de esos ratoncitos de vida efímera que a las horas sus rueditas estarían enredadas con el piolín y la gomita que tenían abajo, el vendedor de molinos de plástico y, ya llegando al ahora Jardín de los Niños, un aroma delicioso: el del maní tostado. Pedro sabía cuándo había poca plata porque de entrada le compraban un molinete de plástico, que era lo más barato. Con los ratones, en cambio, tenía una idea fija: cambiarle la gomita y ponerle un hilo que no se enredara, para tenerlo más tiempo bajo control. Mientras tanto, en la pantalla de la tele, un ratón, Mickey, se nos hacía presente casi todas las tardes y las vecinas barrían y barrían las hojas tempranamente caídas diciendo que era para que no vengan los ratones. Ya a esa altura, Pedro le había vendido tres dientes al ratón Pérez y entre los libros que tenía que leer su hermana, estaba El Quijote. Pedro lo único que sabía era que El Quijote era un tipo que con su amigo luchaban contra unos molinos. Algunos domingos se guardaba el molinete de plástico y se lo regalaba a su vecina y de vez en cuando con alguna notita que decía: “Para que atrapes los buenos vientos que hagan que tu corazón lata cada vez más fuerte y que tu sonrisa sea para siempre”. A Pedro se le cruzaban los ratones y alguna tía ya le había dicho: “Ay, esa cabecita llena de ratoncitos”. Diez años después, conocíamos a los ratones reales que con su poder económico, con sus molinos y su posición oligopólica aumentaban el precio de los alimentos. Pedro me decía que había que liberar al Río de la Plata de esos molinos tan ratones.

El otro día, volviendo de la panadería que está cerca de la plaza y que estaba muy concurrida de peques ya que era un domingo soleado, Pedro me dice: “Sabés qué falta aquí, un vendedor de molinos de plástico y de ratoncitos amigables, como los que tuvimos”, y agrega: “Y nosotros debemos encarar la lucha para que aparezcan los molinos que garanticen nuestra soberanía alimentaria. Y para eso, a los ratones hay que tenerlos controlados hasta poder reemplazarlos. Ojalá soplen buenos vientos y ojalá que estemos unidos para atraparlos, para que el pan de cada día y las sonrisas de esos peques sea para siempre”.

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