A Victorio los militantes de la camada pos dictadura de la UOM de Villa ya le decían El Viejo a comienzos de los 90, cuando a muy poco de recuperar la organización que les habían arrebatado a sangre y fuego, él y el Picci tuvieron que conducir otra gran lucha para enfrentar un nuevo desafío de los poderosos de siempre: el intento de aprovechar el proceso indetenible de reconversión industrial con su consiguiente pérdida de fuentes de trabajo para desgastar a una de las expresiones del sindicalismo argentino más profundamente comprometida con los intereses de la clase trabajadora.

El Viejo era base y complemento a la vez del liderazgo del Picci, sanguíneo y entrañable para la gente de Villa. En aquel gran conflicto en Acindar de 1991 se pudo apreciar la virtud de esa dupla en todo su esplendor. Condujeron la lucha blandiendo la indispensable firmeza hacia adentro para garantizar unidad, sin por eso caer en la tentación de la omnipotencia, que impide la formación y el crecimiento de nuevos cuadros.

Supieron convocar también al reencuentro con sus propios anhelos y sueños de toda una comunidad forjada al calor de “la fábrica”. Aguantaron las presiones por izquierda y por derecha a partir de un ejercicio democrático constante y genuino; y aportaron esa impronta combativa no suicida, conciente de la importancia de combinar sabiamente las movidas tácticas generadas por las coyunturas con la solidez ideológica y estratégica que requiere el largo plazo, a la nueva resistencia que surgía frente al embate imperialista y capitalista del momento, signado por expresarse ya no a través de la bestialidad de los milicos anti patria si no mediante engaños y traiciones legitimados por los tanques mediáticos que tumbaban hasta el Muro de Berlín y derrumbaban los ejes del Estado de Bienestar que en buena parte aún se sostenía en la Argentina.

“Creamos una nueva central sindical no para dividir. Tenemos que generar una herramienta para reunificar al movimiento obrero ante esta situación. La CGT nació como correa de trasmisión de políticas de gobierno a favor de los trabajadores y el pueblo; pero hoy es correa de transmisión de políticas totalmente en contra. Por eso hace falta otra organización”, explicaba El Viejo cuando le preguntaban por la entonces naciente CTA.

En el mismo sentido argumentaba después, a favor de retomar un camino conjunto con los gremios cegetistas cuando tras el estallido de 2001 el peronismo parió un liderazgo orientado a volver a sus fuentes, como el de Néstor y Cristina.

El Viejo la tenía clara a la corta y a la larga. Y compartía su bagaje insobornable con un estilo propio, que mezclaba esa claridad discursiva y en la acción despojada de golpes bajos sentimentalistas con una calidez en el trato mano a mano que seducía hasta a los más enconados adversarios. Y ni hablar a este cronista, que tuvo la buena fortuna de poder disfrutarlo cotidianamente durante la década del 90 y con menos frecuencia pero igual empatía también después.

Desde 1990 a 1997 me tocó hacerles a él y al Picci decenas de entrevistas para el canal de cable de Villa Constitución en el que había conseguido mi primer laburo. Como tantos otros, en la primera de esas entrevistas me preguntó si tenía algún parentesco con Miguel, el Robles de esa ciudad que todos conocían por su condición de senador provincial y luego vicegobernador. Cuando supo que no tenía parentesco con esos Robles sino con unos que se plantaron en el Chaco, de donde yo había llegado a Rosario apenas un par de años antes, me contó de su paso por la U7, la cárcel federal emplazada en el barrio de Resistencia que se llama Villa Libertad. Me contó también que en medio de la incomunicación del encierro en esos lares, las únicas noticias que tuvo de su familia le llegaron por boca del padre Brisaboa. Le conté entonces que en esos mismos años Brisaboa nos daba clases de Formación Cívica en el colegio Don Bosco de esa misma ciudad donde él sufría cárcel y yo crecía sin grandes sufrimientos, aunque no libre del todo porque la dictadura oprimía dentro y fuera de los penales.

“Brisaboa tenía algunos arranques de locura en las clases, nos decía que la juventud argentina necesitaba una purificación en sangre”, le contaba yo. Él me decía que mirá vos, que vaya a saber, que en la cárcel el cura tenía con ellos gestos como ese de aliviarlo transmitiéndole datos del afuera. Victorio sabía de lo inútil y nocivo de hurgar en misterios y posibles contradicciones de los otros y pretender juzgarlas. Enseñaba que primero estaba la mirada comprensiva, que para la lucha colectiva importaba mucho la capacidad afectiva de entender, compartir, incluir, incluso ante devenires y actitudes personales diferentes a las propias.

El Viejo no abrumaba ni aburría con esa cosa compulsiva de algunos viejos de querer saber y decir todo, no mostraba los jirones del pasado para situarse así como por arriba. Sí disfrutaba de ver y nutrir el emerger de pibadas que seguían el rumbo trasvasado por generaciones como la suya, con heridas muy jodidas curadas a fuerza de convicciones compartidas, de amores, de búsquedas incesantes.

El Viejo me hizo conocer a buena parte de quienes fueron sus nutrientes más cercanos. Fuimos vecinos unos años en la República de la Sexta, me abrió las puertas de su casa de calle Necochea, de Mabel, de Mariano, de un concepto de familia a prueba de balas, torturas, reclusiones, exilios y expansiones.

Son muchos más los recuerdos que podría intentar poner en más palabras como estas, que brotan desde un dolor enorme que oficia de incentivo.

Porque el Viejo se murió este jueves; y porque no pude ir al velorio a despedirlo. Pucha con las palabras y sus sentidos. Él es uno de los que me enseñó que siempre hay que decir no a los despidos. Y ahora me hace sentir otra vez que las despedidas por las muertes se pueden atravesar solamente desde la fe en que las vidas compartidas son eternas. Así que bueno, más tarde o más temprano volveremos a vernos por ahí, en algún plenario o una marcha o, mejor todavía, en algún otro asado de esos que tanto disfrutaba por hacerse año a año en una fecha que lo emocionaba por partida doble: el 7 de septiembre, Día del Metalúrgico y del Montonero.

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