Ante el 70 aniversario de la muerte de Evita, una mirada sobre el odio que generó como puente histórico con el que apostrofan a Cristina Kirchner. Políticas, machismo y desorganización de las jerarquías sociales.

En contextos incomparables –o, al menos, difícil de homologar–, las trayectorias vitales y políticas de Eva Duarte de Perón, Evita, y Cristina Fernández de Kirchner, CFK, pueden encontrar parangón, sin embargo, en un elemento externo a ellas pero producido como efecto de sus acciones en el campo de la única verdad, que es la realidad: el odio. Y, sí, claro, su contraparte: el amor incondicional de vastos sectores populares.

Los discursos de odio –tan visibilizados en estos días, aunque en sentidos más amplios– trazan una suerte de puente temporal que une el impacto provocado por lo que Evita representó y representa Cristina en los sectores que, siguiendo al escritor Eduardo Galeano, podrían singularizarse como “biencomidos” (La amada de los malqueridos), aunque el asunto parece ser más complejo.

El uso del calificativo “yegua” dirigido a ambas con 70 años de diferencia, los ataques por su condición de mujer, los señalamientos sobre su sexualidad (Eva la actriz-prostituta, aquella tapa de la revista Noticias sobre el “goce” de CFK relacionado a una presunta perversión) son algunos de los paralelismos que se pueden establecer, amén de las diferentes épocas, estilos y roles que sus figuras desempeñan en la historia argentina.

Si en un primer acercamiento al asunto lo que aparece es un conflicto político-económico que enmarca el enfrentamiento, si se quiere hasta de clases, un poco más allá o más acá de esa mirada se impone como motivación de ese profundo y perdurable odio el efecto simbólico que produce la irrupción de “lo plebeyo” en el mundo de las élites y la clase media, como desorganizador de las jerarquías sociales establecidas hasta entonces y percibidas como cristalizadas, “para siempre”.

A propósito de los 70 años del “paso a la inmortalidad” de la “Abanderada de los humildes”, esta nota reúne algunas miradas al respecto.

Palabras como actos

Las tachaduras de los sectores oligárquicos –como se los denominaba con mayor habitualidad en la época de Evita– o del poder concentrado neoliberal –como podría nombrárselo ahora– hacia las mujeres que representan dos momentos históricos de las alteraciones “de las jerarquías sociales tradicionales” por la irrupción y politización del “componente plebeyo”, se igualan en el empleo de algunas palabras.

“Yegua”, por ejemplo. El sustantivo empleado como adjetivo (des)calificativo se hizo de uso más o menos frecuente entre los odiadores de Cristina a partir del conflicto por la resolución 125 de retenciones móviles, en 2008.

En un texto de 2013, llamado “Cristina la Yegua. La misoginia del poder masculino”, la licenciada en Psicología Liliana Fedullo, de la Universidad Nacional de Córdoba, señaló: “Sabemos que el interés económico de un sector poderoso de la Argentina se vio afectado por ésta medida; lo especulativo de la frase/palabra «Cristina la Yegua» se descompone en un odio como respuesta defensiva del poder de la oligarquía”.

Fedullo plantea que la frase no sólo busca atribuir un significado sino transformarse, en su enunciación, en un acto: el de degradar a la mujer.

Foto: Manuel Costa

“«Cristina la Yegua» no es sólo una frase que ofrece en lo inmediato el significado atribuido al sujeto enunciado, sino que encierra un acto perlocutivo y su carácter de enunciación de fuerza fonética ofrece al interlocutor, la degradación de lo femenino, en lo humano de la figura presidencial”.

Así, “«Cristina la yegua» se comprende como respuesta agresiva especulativa frente a la amenaza de perder el poder económico del sector que hegemoniza la demanda, y por otro lo especular de la imagen ideal perfecta del hombre viril del campo. Misoginia e ideales masculinos se conjugan frente al poder en sus varias acepciones: poder hacer, lograr la caída de la resolución, poder económico mantenido y poder de dominio masculino sobre La/una mujer”.

De ese modo, en la descalificación no sólo existe, para Fedullo, una confrontación político-económica sino una clara cuestión de género. “Cristina la yegua puede desestabilizar el poder económico del poder oligárquico sojero. El odio/aversión como amenaza muestra el carácter también económico/especulativo de lo especular de la diferencia. En la conjunción de «La/una mujer» convergen el odio por los atributos considerados femeninos construido desde el pensamiento hegemónico masculino heterosexual”.

La primera yegua

El profesor de Historia Sergio Wischñevsky dijo, en diálogo con El Eslabón, que el uso de esa expresión descalificatoria tiene su origen en 1950 y fue expresada por primera vez por un destacado miembro de la oligarquía local.

“La palabra preferida es «yegua», que la dijo por primera vez allá por 1950 con Evita, cuando expropió los campos de Pereyra Iraola para hacer la Ciudad de los Niños (en La Plata), ahí él dijo «la yegua»”, rememoró Wischñevsky.

“Esa expresión se siguió utilizando y volvió a partir de 2008 en un clima que no era igual, pero sí era el mismo sector político, que son los propietarios del campo. La causa obviamente es un enfrentamiento político, una lucha de intereses, pero se mezcla con el desprecio machista”, coincidió Fedullo.

Para el historiador, su uso “tiene que ver con animalizar, hacer una referencia despectiva de su condición de mujer, pero por sobre todas las cosas, expresar no sólo un estar en contra, sino un odio”.

Puntualizó que “con Perón también hubo un montón de expresiones, pero iban más por el lado de «es un dictador». Pero no a defenestrarlo como ser humano. El ser mujer le agrega un plus” de odio machista.

En esa línea pueden interpretarse las líneas dedicadas a Evita por el escritor y ensayista Ezequiel Martínez Estrada en 1956, un año después del derrocamiento de Perón: “Era ella una sublimación de lo torpe, ruin, abyecto, infame, vengativo, ofidio, y el pueblo vio que encarnaba los atributos de los dioses infernales”.

“Su resentimiento contra el género humano, propio de la actriz de terceros papeles, se conformó con descargarse contra un objeto concreto: la oligarquía, o el público de los teatros céntricos”. Y: “Esta mujer tenía no sólo la desvergüenza de la mujer pública en la cama, sino la intrepidez de la mujer pública en el escenario. Era, además, quiero decirle, una farsante capaz de representar cualquier papel, incluso el de dama honorable”.

Para Wischñevsky, “si uno busca las raíces de todo esto, es que entre el gobierno del 55 y la actualidad no hubo otro gobierno que se haya parado tanto en tensión con los sectores dominantes. Que aparezcan los mismos epítetos, el mismo modo odiador, el mismo tipo de reacción, no es casual”.

Así, “las múltiples maneras que va tomando la resistencia de la élite y los sectores que la acompañan se manifiestan en una especie de arcoíris de expresiones, pero muchas de ellas apuntan a lo personal.

Wischñevsky cree que, a lo que apunta ese odio centralizado, enfocado, es a destruir los liderazgos que representan las políticas enfrentadas.

“Una cosa que ya se sabe desde hace mucho tiempo, es que sacado el líder se debilita el movimiento. Rara vez ocurre que una causa, por más justa que sea, si se quita al líder rápidamente se pueda poner a otro. No digo que no ocurra, pero es muy raro”, dijo.

“Entonces –continuó–, apuntarle al líder parece algo personal, pero no lo es. Es apuntar al corazón de una política, de un programa político. Eso quedó en claro cuando Cristina dijo «miren que no vienen por mí, vienen por ustedes». Lo que se ataca es lo que representa”.

Lo que representan

En su, recomendable, Historia de la clase media argentina, el doctor en Historia Ezequiel Adamovsky apunta que “todos los cambios que trajo el peronismo pusieron seriamente en cuestión los criterios económicos, culturales y raciales de «respetabilidad» que la sociedad argentina venía imponiendo en las primeras décadas del siglo XX”. Lo que el mismo autor denomina el mito de la Argentina blanca.

Así, durante aquellos años, dice Adamovsky, “de pronto había dejado de estar claro que alguien sin dinero, que trabajaba con sus manos o tenía piel amarronada fuera un paria”, como debía ser. Ese cambio alteró las jerarquías sociales tradicionales, el mundo como era hasta entonces.

Para Adamosvky, es allí y no tanto en las políticas integradoras del peronismo, donde radica lo imperdonable de su irrupción. Dice: “Gran parte de la reacción antiperonista tuvo que ver más con el disgusto por el debilitamiento de las normas culturales y las jerarquías y preeminencias sociales habituales, que con el hecho de que se lesionara algún interés puramente económico”.

El historiador cita una serie de artículos publicados durante el primer peronismo, como uno que considera la presencia de “la plebe” en las calles porteñas como un “atentado” al “buen gusto y contra la estética ciudadana afeada por su presencia”.

Recuerda que el político conservador Adolfo Mugica consideraba que el país vivía una “inmensa merienda de negros”, mientras que el nacionalista Juan Carulla se asombraba por las manifestaciones peronistas “compuestas, en su gran mayoría, de mestizos y aun de indios”, lo que lo llevaba a concluir que como otros países de la región “Argentina también se negrea”.

Para el socialista Juan Antonio Solari, al “candombe, sucio, populachero” y “fanático” que seguía a Perón había que enfrentarlo con “agua y jabón”.

De Rial a González Fraga

Los odios sobre las figuras de Evita y Cristina, entonces, si bien se centran en las políticas, la exceden, se deslizan hasta “algo más simbólico”, interpretó Wischñevsky.  

“Podríamos enumerar las políticas de aquél peronismo y las del kirchnerismo, pero hay algo más simbólico que tiene que ver con las críticas a Evita usando modelos (de prendas) europeos, o a Cristina usando carteras muy caras. Como queriendo con eso desvirtuar las políticas, cuando en realidad es al revés.

Evita diciendo «yo no vine a que todos seamos pobres, yo vine a que hasta el último cabeza negra tenga la posibilidad de vestirse como el más oligarca», eso es todavía aún más desafiante”, abundó.

Porque, dijo, “no la pone en el lugar de repartamos, que los humildes tengan para comer. No, «queremos las mejores casas, las mejores comidas, queremos lo mejor»”. Y en el esquema de las élites lo mejor no es para ellos”.

El profesor considera que “hay ahí una especie de odio adicional. Porque se le puede permitir a un pobre que diga, quiero comer, tiene cierta legitimidad decir eso. Lo que no aceptan es lo que expresó el ex presidente (durante la gestión de Mauricio Macri) del Banco Nación, Javier González Fraga. Ahí está el corazón de algo que no ha desaparecido”.

¿Qué dijo González Fraga sobre el gobierno de CFK? Fue el 27 de mayo de 2016: “Le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior. Eso era una ilusión. Eso no era normal”. Lo normal.

La frase de González Fraga, quien consideró “normal” otorgarle millonarios préstamos sin respaldo a Vicentin, encuentra también equiparación histórica en otro famoso enunciado, adjudicado al capitán de navío Arturo Rial, pronunciado ante trabajadores municipales después del golpe a Perón de septiembre de 1955: “Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país el hijo del barrendero muera barrendero”. Lo normal, otra vez.

Sostiene Wischñevsky que “ahí hay un conflicto adicional que va más allá de la típica lucha de clases y que tiene que ver también con las cosas en las que las élites piensan que sólo ellas tienen derecho a tener”.

Con las acciones que representan las figuras de Eva y Cristina, “sienten que se les desorganiza un universo, que no tiene sólo que ver con las elites, sino también con las clases medias, cuando esos sectores dicen «si sacamos las barreras que nos diferencian (de las clases históricamente subordinadas), eso sería casi una injusticia”.

Para Wischñevsky, “genera una especie de desordenar el mundo al que nosotros nos hemos adaptado. Sabemos que hay gente arriba nuestro, que hay gente abajo, nosotros estamos en el medio. Pero si de repente el que está abajo tiene casa, viaja, tiene muy buenos sueldos –como puede ser hoy un trabajador petrolero o un camionero, que gana más que un oficinista que se siente superior culturalmente–, eso se desorganiza por completo”.

Entonces, concluye, “desordenar ese orden genera algo casi psiquiátrico, que es ver gente golpeando cacerolas al lado de la mucama. Es desafiante una lucha por trabajo digno, pero mucho más desafiante es que alguien plantee, yo quiero vivir como vos. Que no te pida permiso. Eso genera una reacción violenta”. Los discursos de odio de ayer y de hoy.

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