En esta ciudad los grandes magnates son más célebres que los próceres. Parecen dioses del Olimpo. El lujo, el glamour, y la “cultura” conviven aquí con la sangre y el lodo de las formas más crueles de explotación.

Las complejas fragancias de los perfumes franceses pueden verse revolotear como aves traslúcidas. Todo es sutil y hierático. Fino, delicado. El glamour, eso que exhiben los más ricos para marcar bien las diferencias. Porque además de poseer dinero, la gente que ocupa la vereda frente al teatro Carnegie Hall ofrece signos que configuran otro mensaje: con aromas, con brillos, con movimientos que acompañan la suavidad de las telas que los envuelven expresan que, más allá del capital, tienen eso que algunos nombran con expresiones como “buen gusto”, “cultura” y otros términos difusos. Hay cámaras de medios de comunicación. Esto indica que además de ricos y cultos habrá alguna persona “famosa” (“celebrities”, les dicen en este país).

Hacia el norte se pueden ver las copas de los árboles de Central Park. Justo frente a la sala de conciertos, cruzando la Séptima Avenida, hay un restaurante muy lujoso, el “Redeye Grill. Home of the Dancing Shrimp”, algo así como “El hogar de los camarones bailarines”. 

Redeye Grill pertenece a Shelly Fireman. Es un lugar de culto desde hace más de 25 años, y está ubicado, según dice con orgullo la publicidad en su página oficial, “directamente frente al Carnegie Hall”. El menú incluye, además del camarón bailarín, hamburguesas de sushi, ensalada de langosta y pastel de crema de plátano.

Fireman decoró el lugar con obras de arte, muchas de ellas de su colección personal. Hay columnas pintadas por célebres artistas, y piezas originales de artistas como Red Grooms. La idea es ofrecer a los comensales “un ambiente sofisticado, atemporal y confortable”. 

Frente a tanta sofisticación gastronómica y social, y pese al severo sol y las altas temperaturas de un otoño atípicamente caluroso, las damas ofrecen el brillo redundante de sus vestidos. Los caballeros, los monótonos colores oscuros de sus trajes.

Conversan sobre la “gala” que están a punto de disfrutar. Es un espectáculo presentado por el Teatro Real y la Royal Opera de Madrid. El finísimo aroma y el fulgor de lo monárquico también están allí. “Una celebración de la música española”, se titula. “Primer Concierto de Gala de la Ópera Real de Madrid en Nueva York”.

Entre las palabras que intercambian las personas que esperan se escucha mucho el nombre “Manuel de Falla”, el músico español que nació en Cádiz el 23 de noviembre de 1876 y falleció en Alta Gracia, Argentina, el 14 de noviembre de 1946.

El edificio de la sala de conciertos, famosa por su acústica, es imponente. Fue construido entre 1890 y 1891, totalmente en piedra, sin soportes de acero. El exterior está hecho con ladrillos de color ocre y detalles en terracota. El salón imita el estilo florentino, más precisamente la Capilla Pazzi de Filippo Brunelleschi: yeso blanco y piedra gris forman una serie de arcos. Incluye tres auditorios: el “Main Hall”, el “Recital Hall” y el “Chamber Music Hall”.

“La misión del Carnegie Hall es presentar música y músicos extraordinarios en los tres escenarios de este legendario salón, llevar el poder transformador de la música a la audiencia más amplia posible, brindar programas educativos visionarios y fomentar el futuro de la música a través del cultivo de nuevas obras, artistas y público”, señala el sitio oficial.

La página cuenta además que el Carnegie Hall abrió sus puertas por primera vez en 1891. Ubicado en la esquina de 57th Street y Seventh Avenue, es un hito histórico nacional que comprende tres lugares: Stern Auditorium, Perelman Stage, Zankel Hall y Weill Recital Hall. Además, Carnegie Hall también apoya actividades educativas en toda la ciudad y más allá a través de su Weill Music Institute.

Antes de que Andrew Carnegie le encargara construir uno, el arquitecto de la ciudad de Nueva York, William Burnet Tuthill, nunca había diseñado una sala de conciertos. Claramente, su falta de experiencia no fue en detrimento: Tuthill no solo concibió un edificio elegante, sino que su trabajo también, y más notablemente, le dio al Carnegie Hall su sonido legendario, señala el sitio oficial.

El inestimable Stern Auditorium/Perelman Stage ha sido testigo de innumerables conciertos y eventos históricos: la primera noche de apertura en 1891, el recital de Horowitz en 1965 con entradas agotadas y la aparición de Groucho Marx en 1972 son sólo algunos. Con cinco niveles curvilíneos con capacidad para 2790 personas, Stern/Perelman tiene una acústica que ha deslumbrado al público y a los artistas durante más de un siglo, se agrega con referencia a una de las tres salas de concierto que incluye el edificio.

Copulando suave y finamente con tan glorioso fasto, otras realidades conviven y se penetran mutuamente. Todo en perfecta armonía y sintonía musical, sin disonancias. Hay dos mundos allí, ambos visibles, ambos presentes para todos los sentidos. 

Otras capas de la realidad se pasean allí. No son fantasmas. No vienen de otro tiempo ni de otro lugar, ni de ninguna clase de más allá. Lejos de eso, habilitan y dan forma y posibilidad de existir al más inmediato aquí y ahora. No existe la distancia que los convierta en sueños antropomórficos hechos de alguna sustancia inmaterial. 

Ni siquiera es la sombra que emiten las luces de la abundancia. Es la sangre, el lodo y el fuego que consumió la vida de miles de niñas, niños, mujeres y hombres trabajadoras y trabajadores. Todo está allí. 

Son los explotados que hicieron posible la acumulación que se erige en nombre de las artes, el espíritu, la excelencia y, sobre todo, la denominada “humanidad”.

El lujo permanece inmaculado. No lo contaminan fantasmas, ni espectros, ni ectoplasmas. Nada se esconde allí, todo se exhibe con orgullo. No hay otredad posible. Ni distancia, ni ajenidad. Es parte constitutiva del movimiento perpetuo de las hojas de oro del Café Weill donde los asistentes beben champán y vino blanco. Es la sustancia subatómica que le da el ser a cada palabra, brisa y golpe de aire preñado de perfumes.

“El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, de la cabeza hasta los pies”, escribió Karl Marx.

Bandidos urbanos

El término “barones ladrones” (en inglés “robber baron”) se refiere a los grandes industriales que convirtieron esta ciudad en un centro financiero y comercial a nivel mundial. Fueron despiadados explotadores que pagaban sueldos miserables a las niñas, niños, hombres y mujeres que trabajan en sus empresas en condiciones de semi-esclavitud. En caso de huelga o protesta, los masacraban contratando matones privados, y también con la intervención del ejército o la policía. No eran menos crueles con sus competidores. En el país de la “libre empresa”, se aseguraban el monopolio con métodos mafiosos. Les metían bala a sus rivales para evitar que la farsa del libre mercado pudiera llegar a ser realidad.

El término surge de la comparación con los antiguos barones ladrones germánicos, señores feudales, o directamente bandidos, que atacaban a los viajeros que atravesaban territorios que consideraban propios: peaje o muerte era su consigna.

Después de acumular riquezas inmensas, los magnates de Nueva York se convirtieron en filántropos y apoyaron “el arte y la cultura”.

Nueva York fue erigida por barones ladrones. Sus nombres están por todas partes: edificios, salas de conciertos, universidades, bibliotecas, centros culturales, institutos de investigación científica, museos, calles. Compiten con los próceres. En verdad lo son. Acaso más que eso, compiten con deidades olímpicas. El imaginario imperial de EEUU copia la magnificencia de la antigüedad griega y romana.

John Jacob Astor (negocios inmobiliarios y pieles), Andrew Carnegie (acero), Daniel Drew y James Fisk (finanzas), Henry Morrison Flagler (petróleo y ferrocarriles), Henry Clay Frick (acero), Jay Gould y Edward Henry Harriman (ferrocarriles), J. P. Morgan (finanzas e industria), John D. Rockefeller (petróleo), Henry Huttleston Rogers (petróleo y cobre), y Cornelius Vanderbilt (transporte fluvial y ferrocarriles) son algunos de los dioses del Olimpo neoyorquino.

Masacre 1: La Inundación de Johnstown

Carnegie fue uno de los miembros del Club de Caza y Pesca de South Fork, que fue el causante de la inundación de la localidad de Johnstown (Pensilvania) que mató a 2.209 personas en 1889. El desastre se produjo por falta de mantenimiento de una represa creada por el club. La justicia encubrió el crimen. Entre los miembros de tan exclusivo ateneo bucólico, se contaban muchos de los magnates neoyorquinos. Frick, socio de Carnegie, pertenecía a esa selecta institución. 

La presa tenía 22 metros de altura y 284 metros de largo. Entre 1881, cuando se inauguró el club, y 1889, la presa presentó fallas y fue reparada, principalmente con barro y paja. Además, un propietario anterior retiró y vendió como chatarra las tres tuberías de descarga de hierro fundido que anteriormente permitían una liberación controlada de agua. 

“El último viernes de mayo de 1889, la presa de South Fork se vio abrumada por las inundaciones y se rompió. El colapso de la represa condujo por el valle de Little Conemaugh una enorme ola de inundación que destruyó Johnstown y sus distritos vecinos, matando a más de 2.200 personas”, escribió Neil M. Coleman en su libro de 2019 Johnstown’s Flood of 1889. Power Over Truth and The Science Behind the Disaster (Las inundación de Johnstown de 1889. El poder sobre la verdad y la ciencia detrás del desastre).

“Los periódicos y las revistas de ingeniería criticaron duramente el origen de la inundación, una presa y un lago propiedad de la élite, el exclusivo South Fork Fishing and Hunting Club. Dijeron que el club había hecho una reparación de mala calidad en la presa, lo que condujo a la inundación cuando se produjo una brecha. De hecho, ninguno de los miembros del club o sus trabajadores que repararon la represa fueron jamás considerados legalmente responsables por las muertes y la destrucción de la propiedad”, agrega Coleman, que señala que, pese al lapidario informe técnico de la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles, el crimen quedó impune.

El autor afirma que los hechos que quedaron fuera de la narración oficial son los más reveladores. “Carnegie claramente tenía la intención de ignorar cualquier conexión que tuviera con el Club y la destrucción de Johnstown. El libro de invitados del Club de Pesca y Caza de South Fork sobrevive hasta el día de hoy, pero faltan 73 páginas. Después de que se arrancaron las páginas, las entradas finales conservadas eran de junio de 1886. Por lo tanto, no hay evidencia en el libro mayor de que Carnegie haya visitado alguna vez el Club, aunque su nombre persiste en la lista de miembros en la parte posterior”, agrega Coleman.

Masacre 2: La huelga de Homestead

La huelga de la acería de la localidad de Homestead (Pensilvania) terminó en una sangrienta represión contra los trabajadores. Duró 143 días, y se considera una de las más violentas de la historia de EEUU. El conflicto tuvo lugar en la planta principal de Carnegie Steel. Los trabajadores pertenecientes a la Asociación de Trabajadores del Hierro y el Acero exigieron mejores condiciones de trabajo a la empresa de Carnegie. La patronal respondió con despidos, disminución de los salarios y balas.

Carnegie estaba en Escocia cuando comenzó el conflicto, y dejó a cargo a su socio Frick, conocido por sus posiciones anti-obreras y contraria a los sindicatos. Pese a que la industria del acero se encontraba en ese momento en su esplendor, los precios del producto estaban altos y las ganancias resultaban fabulosas, Frick se negó a otorgar un aumento salarial y, en cambio, como medida de disciplinamiento, bajó el sueldo de los trabajadores un 22 por ciento. 

Carnegie se comportó con más cinismo. En público condenó el uso de sicarios para masacrar a los trabajadores, pero en privado apoyó la idea de Frick de destruir el sindicato y organizó la masacre. En una carta a Frick, hace referencia a los planes para producir la matanza, e incluye detalles precisos: por ejemplo, que las municiones iban a estar en barcazas. 

La patronal utilizó los servicios de la tristemente célebre Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, un nombre eufemístico y cinematográfico para describir lo que en realidad era un grupo privado de asesinos a sueldo, rompehuelgas al servicio de los magnates. Frick recurrió además a miles de carneros para trabajar en las acerías en reemplazo de los trabajadores que defendían sus derechos.

El 6 de julio llegaron 300 sicarios de Pinkerton a Nueva York y Chicago. Siete trabajadores y tres matones resultaron muertos. Asimismo, el gobernador de Pensilvania, Robert Pattison, ordenó a dos brigadas de la milicia estatal que se dirigieran al lugar. 

Luego de la masacre, la empresa siguió operando con empleados inmigrantes no sindicalizados, y recién entonces Carnegie regresó a EEUU.

El nombre del magnate del acero se pasea hoy, como un dios griego, entre los brillos del lujo, el glamour, la “cultura”, la sangre y el barro. En cuanto a Frick, en el museo que se erige en la mansión que fuera su domicilio (Frick Collection), en la Quinta Avenida, pueden apreciarse muchas de las obras de arte más excelsas que ha dado el “espíritu humano”.

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