Yo no sé, no. Ese sábado, Pedro se despertó sabiendo que lo mandarían a la verdulería temprano, a eso de las 10, y que era muy probable que la abuela de Graciela lo iba a atender. El problema era que el día anterior, cuando terminaba Intriga en Hawai por la tele, Gracielita lo había tomado de la mano y lo había besado en la mejilla, y Pedro estaba seguro de que la abuela de su amiga había visto ese momento. Ese año era el último de esa serie y el último de Pedro en ese barrio. A pocos metros de la verdulería había un portón verde de casi tres metros de largo y era un arco –a veces el único como la gente que teníamos– para jugar al gol entra o a los penales. Eso sí, cuando pintaba un partido, el otro arco estaba en la vereda de enfrente y no precisamente en línea recta al portón. Formado por dos plátanos que encima estaban medio oblicuos, uno sabía que para quedar de cara al arquero contrario habría que tirar una jugada en diagonal, no muy pronunciada, pero diagonal al fin. Unos días antes, en La Urquiza, la escuela que está por Santiago, al lado de la iglesia de Lourdes, el timbre lo salvó a Pedro de estar de cara a la máxima autoridad (la directora) después de una fugaz batalla con tizas, y dejaría esa escuela invicto de ir castigado a la dirección.

Ya en otro barrio, en los primeros picados, estar de cara al gol era el estar de cara a algún pulóver o vaquero que hacían las veces de poste de los arcos, hasta que aparecieron los de madera con casi 7 metros y chirolas de largo, como para una cancha de 11. Ahí empezó a haber cierta comodidad para que los que atacaran pudieran quedarse de cara al gol. Lo que no resultaba tan fácil era jugar al metegol de cara a los botes del parquecito ese que cada tanto se instalaba pegadito a la cancha de Iriondo al 3900, porque a los botes siempre iban las pibas del barrio y era una verdadera intriga si te iban a dar bolilla o no.

Los viernes a la tardecita, frente al espejo, Pedro se hacía un jopo como el que tenía Robert Conrad en Intriga en Hawai para estar de lo mejor de cara a lo que vendría: la búsqueda de (¡por lo menos!) las miradas de aquellas pibas. Y un día, ya medio alejados de aquellos encuentros y de aquellos arcos, algunos nos encontrábamos de cara a tener que tomar decisiones (en lo personal y en lo colectivo) más importantes.

Una noche, después de clase y de haber hecho bar en el que estaba en 3 de febrero y Balcarce, Pedro detuvo su caminar, sacó el último Particulares del paquete y con éste (el paquete) hizo un bollito y lo dejó en el piso quedando de cara a un arco que formaban dos bolsitas negras de basura. Y me dijo: “Lo bueno de estas bolsitas es que se pueden ver bien los palos de los arcos”. Esa noche, Perón había dado un discurso en un sindicato que nos gustó mucho. Creo que fue el anteúltimo del Pocho antes de partir y sentimos como que el General quedaba de cara a enfrentar al imperialismo.

La otra mañana, escuchando tanto en la radio como en la tele voces que nos adelantan cómo nos preparamos de cara a los próximos encuentros del Mundial, Pedro, mirando el precio de algunas frutas que no aflojan y suben y suben sin parar, me dice: “Mientras escuchamos que el poder judicial no sé qué cosa, ¿sabés que? Entre partido y partido, entre fecha y fecha, hay que estar atentos de cara a lo que está pasando y a lo que viene porque con los ataques al bolsillo hay días en los que perdés por goleada. Y lo otro: el poder judicial, junto con otros poderes fácticos, atacando a las y los compañeros”. Mirando el espacio que hay entre dos cajones vacíos, se mete la mano en el bolsillo y, dándose cuenta que dejó de fumar, murmura: “Tengo que conseguir una pelo de cualquier marca”. Y, levantando un poco la voz, concluye: “Lo que hay que hacer es movilizarse a tribunales de cara a lo que está pasando y de cara a lo que viene”. Mientras tanto, en el celu se confirma una movida para bancar a Nadia.

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