Los dimes y diretes en torno al recorrido de la caravana triunfal volvieron a exponer las dificultades del Presidente para mejorar su situación política y enfrentar al “Estado paralelo” y al poder económico.

Caso serio el del presidente Alberto Fernández. Ni la alegría colectiva más enorme de las últimas décadas parece haberle servido para mejorar su situación política, jaqueada por el accionar de sus adversarios pero también por errores propios, entre los cuales asoma con mucho peso el de haber querido transitar su período de gobierno sin elegir un rumbo claro en tiempos de tanta confusión organizada.

Tal vez a partir de este tipo de lecturas pueda entenderse que no haya tenido su foto con los campeones mundiales; y que después pretendiera minimizar ese hecho afirmando que no quiere mezclar fútbol y política, pero a la vez destacando que durante su gestión Argentina obtuvo tres copas internacionales. Y todo en un marco que da cuenta de otras consecuencias más concretas y preocupantes de su modo de hacer las cosas y responder las demandas y presiones que recibe de diestra y siniestra: un país con índices económicos y sociales todavía muy críticos y con un “Estado paralelo” que maneja el funcionamiento institucional a su antojo, tal como volvió a quedar expuesto en dos recientes resoluciones de la Corte Suprema de Justicia: la que ratificó la condena a Milagro Sala y la que favoreció a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en la disputa interminable por la distribución de fondos nacionales a las provincias.

Foto: Jorge Contrera

Lo de Milagro es una de las postales más nítidas del reinado del poder mafioso enquistado en las instituciones y de la falta de resultados positivos de esa suerte de ambigüedad permanente a la que el Presidente apela: con sus gestos de apoyo a la dirigente jujeña antes de la resolución de la Corte, Alberto se ganó críticas feroces por derecha; y ahora, con su negativa a otorgarle un indulto, se gana el repudio de un amplio abanico de organizaciones que nutren el Frente de Todos a través del que llegó a la Casa Rosada.

El problema es que el problema no es sólo de Alberto. La evaluación de su gestión presidencial tendrá no poca incidencia en las elecciones del año próximo, en las que, al menos hasta ahora, las fuerzas políticas que se perfilan como beneficiarias de la debilidad del oficialismo son las que expresan la derecha y la ultraderecha vernáculas, fogoneadas por los grandes grupos económicos sin más patria ni bandera que sus cuentas bancarias y su angurria infinita. Así, todo indica que, otra vez, el remedio electoral va a ser mucho peor que la enfermedad, sobre todo para los sectores de la clase trabajadora que necesitan un Estado que, como mínimo, no les ponga más palos en la rueda que los que ya se encuentran en sus laburos cotidianos para no resignarse a la desigualdad ni plegarse al matar o morir que el sistema dominante ofrece como opción a la pobreza y la exclusión a quienes no cuentan con las herramientas materiales y simbólicas necesarias para aprobar las materias de las escuelas de la meritocracia.

Salvo que hablemos de fútbol, claro. En eso sí que entre los que se gradúan y consagran son más los que vienen de abajo que los nacidos con todas las necesidades básicas satisfechas y garantizadas para toda la vida. Vale en este caso remitirse a los casos de los rosarinos campeones mundiales: allá por el 2001, la mamá de Lionel Messi era asidua asistente a la casa de una vecina donde varias mujeres del barrio se juntaban para ver cómo parar la olla vaciada por el neoliberalismo. Tampoco la pasaban bien en ese entonces las familias de los angelitos Di María y Correa. 

Lástima que el fútbol no alcance para revertir las malarias de todos y todas. Pero qué suerte que sí ayude a seguir la pelea con ese propósito sabiendo que la alegría no es sólo financiera ni cabe del todo en las fotos. Y que la pasión y la mística compartidas existen y pueden hacer los milagros que todavía no pintaron.

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