A Rummenigge le tenía miedo. Hacía poco había visto la peli Escape a la victoria, aquella en la que laburan Ardiles, que se la pasa tirando bicicletas a lo loco; Stallone, que por supuesto fue al arco porque en las pocas escenas en las que se lo ve intentando patear o parar una pelota con los pies se nota a la legua que es un tronco bárbaro; y Pelé, que como no podía ser de otra manera mete golazos de chilenas como los que le había visto meter con la camiseta del Santos. La peli trata de unos nazis que les dan la oportunidad a los prisioneros de ganar la libertad a través de un partido de fútbol en el que por supuesto tendrán a los árbitros y al público totalmente en contra y en el que saben, además, que si ganan los cagan a tiros ahí nomás en el campo de juego. Lo cierto es que cuando juegan Argentina Alemania en el soleado y mexicano estadio Azteca, yo, con mis jóvenes e inocentes 12 años, le tengo miedo a Rummenigge porque lo veo igual a uno de esos nazis que le iban con la plancha al pobre Ardiles. Es el domingo 29 de junio de 1986 y estoy sentado frente a la tele con mi familia. La cosa arranca por demás de bien porque el Tata Brown, con el dedo metido a lo Napoleón en un agujerito improvisado en su camiseta, salta más alto que todos y –llevándose puesto a Diego– la manda a guardar y todos nos abrazamos. Un rato más tarde, Valdano, que empieza y termina la jugada de área a área con una corrida infernal, nos regala el segundo y volvemos a festejar como locos. Pero ahí, culpa del malnacido que inventó esa máxima de que el 2 a 0 es el peor de los resultados, empieza lo que podría ser la peor de las pesadillas. Cuando faltan apenas 15 minutos para que el sueño se convierta en realidad, ese rubio robótico al que yo temía, mete el descuento tras capturar una pelota perdida a la salida de un córner y corre hacia el medio arengando a su tropa. El miedo me congela la sangre. Lo peor llega después de que se cumpla otra maldita máxima: esa que asegura que dos cabezazos en el área es gol. El que la termina de empujar es Rudi Völler pero algo de mí, en aquel momento de zozobra infernal, hace que grite instantáneamente que lo ganamos, que no pasa nada, que vamos a salir campeones. Por suerte el Diego frota la lámpara zurda y le tira un pase magistral y eterno a Burruchaga para que corra y la tire un poco larga pero le alcance para puntearla y meterse definitivamente en la historia grande del fútbol nacional y nos lleva a la gloria, esa con la que juramos morir.

Campeones otra vez

Es el domingo 18 de diciembre y con el Kiti decidimos ir a ver el partido a lo de Manolo para estar cerca del Gigante porque hay que ir a votar, aunque parezca insólito que un club de fútbol ponga las elecciones el mismo día que se juega la final de un Mundial… de fútbol. Pero ese será tema de otra columna. Llevamos un buen pedazo de vacío, como para no tener que estar cuidándolo mucho porque la parrilla está en la terraza y el tele abajo, y algunas bebidas espirituosas para aguantar los nervios ante otra final disputada por la selección de nuestro país, esta vez ante Francia y en la lejana y desconocida Qatar. La cosa arranca por demás de bien porque Messi cambia por gol un penal que le cometieron a Di María, que se metió en el área a pura gambeta, como cuando jugaba en El Torito, y porque un ratito después el propio Fideo define bárbaro tras una jugada de Play Station que tejieron Mac Allister, Messi y Julián Álvarez. En el entretiempo hacemos sanguchitos con el vacío ya asado y comentamos lo que hasta el momento es un grandísimo partido de la Scaloneta. Pero ahí, culpa del malnacido que inventó esa máxima de que el 2 a 0 es el peor de los resultados, empieza lo que podría ser la peor de las pesadillas. Ese animal salvaje que es Mbappé nos clava por duplicado y todos los fantasmas todos sobrevuelan el cielo de Arroyito. El alargue es infernal y cuando gritamos el gol de Lío, también por duplicado porque no se sabía si valía o no con esta locura novedosa del VAR, todos lloramos y estamos convencidos que ya está, pero no. Otra vez Mbappé la manda a guardar y si no fuera por las piernas milagrosas y analizadas en terapia del Dibu Martínez la pesadilla se hubiera hecho realidad. Algo de mí, en aquel momento de zozobra infernal, hace que grite instantáneamente que lo ganamos, que no pasa nada, que vamos a salir campeones y así será después de los penales y de lo que el país y el mundo ya sabe que pasó. Las lágrimas se harán mares, los abrazos infinitos, las calles intransitables, las ciudades, los pueblos, los parajes más pequeños y desconocidos se fundirán en un sólo grito. Y yo, yo vuelvo a tener 12, como en el 86.

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