Va de nuevo en su moto en dirección al norte. Aunque en vez de ir al trabajo, se dirige al bar donde estuvo la vez pasada.

Entra sin saludar, encarando a la mesa del fondo donde se juntan sus amigos: están los mismos que el otro día.

Decidido, enfrenta a uno de ellos, al que le dicen El Mencho. ¡Vos, le dice (ahora sus ojos ven nuevamente puntitos de colores que se mueven, saltando de un lado a otro, pero de pronto los puntitos no son más puntitos, sino que son otra cosa, acaso gotas, gotas coloradas, oscuras, que lo pueden salpicar, gotas chiquitas del mismo color de la sangre del pibe que fusilaron hace un rato, como si fuesen la misma sangre que lo viene siguiendo hasta este lugar amenazando con bañarlo por completo), vos sos un hijo de puta!…

¡Eh!… ¿Qué te pasa?…, reacciona el otro, sorprendido.

¡No te hagas el boludo!…, lo increpa.

Los demás lo miran asombrados; no comprenden lo que está ocurriendo. 

Se para bien al lado del Mencho y le pone el índice sobre el pecho. ¡Mataron a un pibe en la canchita, seguro que vos los mandaste!…

¡Qué decís, gil!… responde el Mencho, sacando el dedo de encima de su pecho con un gesto violento. ¿Qué tomaste, para andar diciendo boludeces?…

No responde. Se dejó llevar por un impulso porque sabe que el Mencho dirige a una bandita de pibes que trabajan en el barrio. En realidad lo sabe todo el mundo, pero por obvias razones de seguridad nadie lo dice.  

Son los códigos del lugar que todo el mundo respeta. Pero él nunca había visto un ajusticiamiento, a pesar de escuchar todos los días relatos y estruendos que dan cuenta de esas ejecuciones sumarias.

Quizás en el momento del asesinato se haya acordado de su hijo. O de sus sobrinos, o de cualquiera de los pibes del barrio. Sin embargo, no debería haber reaccionado de esa manera; de acuerdo con la ley no escrita que rige en ese territorio, esas actitudes jamás son permitidas.

Se acomoda la camisa y sale, perseguido por la mirada de todos.

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