“Tucumán: ingenio ocupado por los obreros.

Córdoba: quilombo por el descanso dominical. 

Corrientes: no a la privatización y el aumento del 500 por ciento en los comedores universitarios (estudiante asesinado en una marcha).

Hay que hacer algo en Rosario porque nos van a llevar puestos a todos”. 

Eso alcanzó a escribir Fabio en su libretita-diario antes de que lo trasladaran a Fiambalá, en la lejana y desconocida provincia de Catamarca.

Su superior en Agua y Energía le comunicó, con esa cara de bulldog recién castrado que lo caracterizaba, que debía partir a la mañana siguiente en el Estrella del Norte. “A las 6.15 estate en la estación”, le gritó, mientras vaciaba ruidosamente un mate. “Y de ahí te lleva el delegado regional hasta tu nuevo destino”, completó, escupiendo aparatosamente un palito de yerba.

El delegado resultó ser un colorado bonachón que de entrada le aclaró que era peronista y que le preguntó si había sido parte del Rosariazo. El hombre respondía al nombre de Braulio, mascaba coca del lado izquierdo hasta que el cachete parecía a punto de explotarle y después se pasaba el acullico al cachete derecho. 

Braulio lo llevó en un Ami 8 blanco y destartalado hasta la entrada del pueblo y le entregó un llavero y una dirección garabateada al dorso de un papel metalizado.

Los primeros tiempos no fueron fáciles. La casa, si podía llamársele casa, estaba posada sobre la ladera de la montaña y los vecinos más cercanos vivían a media hora de caminata.

Un cuzquito blanco de manchas negras que lo había seguido en el trayecto, y al que bautizó Cabral en homenaje al estudiante correntino, era su única y fiel compañía. Y la Spica, obvio, con la funda de cuerina marrón que le cantaba y silbaba los tangos que le hacían recordar que seguía vivo. 

Un domingo, después de Cuesta abajo entonada por Jorge Sobral y acompañada por la orquesta de Mario Demarco, se cortó la transmisión. Fabio, desesperado, sacudió la radio un par de veces, sacó y volvió a poner las pilas, y cuando entendió que ese no era el inconveniente, giró la ruedita hasta sintonizar una voz gruesa que anunciaba que Central, en minutos nada más, recibía a Chacarita por la décimo octava fecha del Campeonato Metropolitano de Primera División. Que el equipo de don Miguel Ignomiriello saltaba al campo de juego con Biasutto, Pascuttini, Sesana; González, Griguol, Mesiano; Castronovo, Bustos, Poy, Gómez y Gennoni; y que el encargado de impartir justicia era Oscar Veiró.

Fabio destapó el tinto añejado que le había regalado Braulio y gritó como un loco el gol agónico de Hijitus, con el que el Canalla venció al Funebrero y quedó a 3 puntos del líder Boca. Después de corroborar el eco en la inmensidad con un “Central, Central”, tomó su cuchillo y le hizo una mueca al dial, para no correr el riesgo de extraviar la emisora.

Para el domingo siguiente se abasteció de un vermú, clavó la perilla en la marquita y encendió un Imparciales. La cosa esta vez era de visitante y ante el temible Estudiantes de Zubeldía. El relator describió una tarde soleada, pero fresca, y el locutor recordó por enésima vez que la bebida del momento era la ginebra Bols. El conjunto de Arroyito comenzó perdiendo por un cabezazo de Conigliaro pero logró emparejar por intermedio de Enzo Genonni y desniveló con un zapatazo del Aldo que se desvió en Manera y descolocó a Poletti. Los alaridos de Fabio y el coro de ladridos de Cabral se escucharon al otro lado del río Abaucán. Antes de cerrar la transmisión, el comentarista destacó que, a falta de dos jornadas, el elenco auriazul se acababa de convertir en el único escolta del Xeneize a sólo una unidad de diferencia.

Fabio se pasó la semana pensando en su viejo, que le había inyectado ese veneno de pibito taladrándole el cerebro con aquello del origen ferroviario, en una nochebuena del 89, y de esos obreros que en los ratos libres jugaban al pata bola en los suburbios de una ciudad sin fundador ni partida de nacimiento. Cuando llegó el día, sacrificó un pollo y lo asó lentamente con palos de quebracho. 

Pascuttini, en una corajeada, y el eterno Negro González, sentenciaron la victoria ante Vélez y lo obligaron a no poder conciliar el sueño en toda la noche.

A las 4 de la madrugada, Fabio ya había escrito su destino. Cuando el sol asomó entre los cerros, apuró un amargo, le acarició el lomo a Cabral y bajó al pueblo. Consiguió un paisano que lo arrimó hasta San Miguel y el miércoles volvió a subirse al Estrella del Norte. Llegó a Rosario en la mañana gris del jueves y cometió el pecado de comprar La Capital en un puestito de Pichincha. Nervioso, pasó las páginas humedeciendose el pulgar y el índice con la lengua, y cuando llegó a la sección Deportes comprobó, con lágrimas nacientes en los ojos, que Central estaba en mitad de tabla y que Chacarita era el único y sorpresivo puntero del torneo.

Fabio, entonces, sacó el último Imparciales del paquete, guardó la desilusión en el bolso y se sentó a esperar el próximo tren. 

Braulio lo esperó en el andén. Subieron al Ami 8, que tardó un buen rato en arrancar, y Fabio se bajó nuevamente en la entrada del pueblo.

Después de acariciar al Cabral y de comprobar el eco con un “la concha de mi putísima madre”, Fabio se sentó al lado del limonero seco, encendió la Spica y gritó con el alma y la garganta en carne viva los goles de Mesiano y Sesana con los que Central le ganó a Banfield en el sur del Gran Buenos Aires y se consagró, gracias a la derrota de Boca, campeón del fútbol argentino por primera vez en su historia.

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