Yo no sé, no. Todos o casi todos los varones de la cuadra sabíamos que ese año sería el fin de los cortos. Y digo casi todos porque Josecito tenía un par de años menos, aunque él decía que sólo eran un año y medio. Además, todos, incluyendo a las pibas, sabíamos que febrero era el más corto de todos los meses y había que aprovecharlo al máximo, como si febrero no tuviera 28 (o a veces 29) sino apenas cuatro días, como el carnaval, o a lo sumo ocho, contando el pre carnaval.

Al otro año, con Pedro tendríamos ocho años y a la Anastasio Escudero iríamos sin los cortos y en un viaje corto, porque por lo menos en el 53 uno no terminaba de acomodarse que ya se tenía que bajar, según rezongaba Silvia, una vecina que hacía el viaje con nosotros. Con Pedro nos hacíamos los lindos arriba de ese bondi, más cuando veíamos que también estaban unas pibas que eran de Carlos Casado. Pero siempre igual, como mucho tema de conversación no teníamos, a cien metros de bajarnos las pibas ya se habían aburrido de nuestros comentarios sobre “el cortito de Martín” (famoso golpe de Karadagian).

A la vuelta del colegio, cuando volvíamos caminando rodeando la fábrica en el último tramo por Acevedo, lejos de la vista de las pibas, lo que eran cortos eran los juegos a la bolis. Ya teníamos casi 12 y con Pedro no las podíamos abandonar y siempre llevábamos un acerito y tres japos. Cuando no hacíamos unos tiritos, aún con una superficie no apta, era como si algo nos faltara. Y más sin los cortos, porque una cosa era que tu vieja te viera con la rodilla raspada y con tierra, y otra cosa era el pitucón del Far West manchado con brea o rayado por la escoria. Volviendo a febrero, Pedro una vez me dijo: “No suframos por la ansiedad de lo corto que es este mes”, apuntando con el dedo al segundo mes del año en un pequeño almanaque. Almanaque que se había “hecho” en un descuido de don José, el peluquero de Vera Mujica que le dejaba el pelo cortito, y que tenía una foto de una joven con una pollera muy cortita. Pedro, en ese momento, dijo: “El mes de febrero no lo tenemos que pensar como de 28 o 29 días, sino que termina cuando comiencen las clases. Y como en ese tiempo nunca las clases comenzaban la primera semana de marzo, desde ese día tratábamos de convencer a los demás de la nueva duración de febrero.

Al principio nos decían que febrero era corto y nada más, hasta que en un partido en el Trébol (canchita linda, siempre o casi siempre con césped) entró uno a jugar para nosotros y antes de jugar el pibe se presentó: “Miren, soy más grande que ustedes, tengo casi 18, pero soy bajito. No me digan Petiso, ya vengo con el apodo de Cortito”. En un centro alto que tiró el 7 nuestro y que sólo la podían cabecear Messiano Perfumo o Menéndez (el de Boca) apareció el corto, como de 9, se elevó y le pegó un frentazo hacía abajo, a la ratonera. Pedro, después de gritar el gol y en pleno abrazo, nos dijo: “¿Vieron?, así tenemos que pensar a febrero”.

Cuando nos refrescamos con la manguera de la vecina de Centeno y Cafferata antes de encarar para el kiosco, Pedro sacó el pequeño almanaque aquel de la peluquería y nos pareció que la pollera de la chica ya no era tan corta. Miró los meses, hizo unos cálculos y nos dijo: “Este año, febrero tendrá en forma oficial 29 días, pero para nosotros serán más, muchos más”. Y todos le creímos.

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