Al día siguiente va a una pollería que queda más cerca del centro, en la zona del parque. Un conocido le avisó que andaban buscando repartidores porque se les habían ido dos o tres pibes.

Ojo que no deben pagar bien, le advierte, pero no le importa. Está jugado y tiene que conseguir lo que sea. Si no, directamente se va a cagar de hambre.

Cuando llega lo atiende una mujer joven, que puede ser la encargada o tal vez la dueña. Atrás del mostrador no se la ve demasiado pero percibe, por los hombros, los brazos, el cuello, que tiene buen lomo.

¿Si?…, le pregunta ella cuando entra. 

Me dijeron que andan buscando repartidores, le explica.

¡Ah, sí!…, responde la chica. ¿Tenés moto?… ¿Y tenés experiencia?…

¡Las dos cosas!…, dice él.

¡Perfecto!…, prosigue ella. Si querés, podés empezar hoy mismo. Tendrías que estar acá a las siete.

Dale, le contesta. ¿Cómo pagan el viaje?…

Mirá, dice ella, cincuenta pesos. ¡Por ahora!, agrega, imaginando que lo que le ofrece no le va a resultar demasiado atractivo.

Efectivamente, a él le parece una miseria. Un viaje puede insumir tiempos diversos: según la distancia algunos se pueden hacer en pocos minutos pero otros pueden llevar más de un cuarto de hora. Y a veces más que eso, por más que corra como un loco esquivando autos y colectivos y zizagueando de un lado al otro para adelantarse. 

Pero no tiene alternativas, es eso, o nada. Así que esa noche está a las siete de la tarde para empezar los repartos. A esa hora ya están los demás repartidores, que son cinco. Con él llegan a la media docena, lo que le hace suponer que en esa pollería debe haber mucho trabajo.

Unos minutos después, lo llaman para llevar su primera entrega. 

Llevalo rápido, bombón, le dice la chica. La forma en que lo llama le provoca una sonrisa. Responde: si me lo pedís así, llego en treinta segundos.

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