Nico se frena en medio de la vereda y abre los brazos para que lo alce. Cuando está arriba, vuelve a levantarlos.

—¡Mamá! —dice.

Intenta treparse por encima de mí y me clava las rodillas en el pecho, señala un punto alto en dirección al parque. Tengo que amarrarle las muñecas para que se quede quieto pero su cuerpo es tan gomoso y admite tanta cantidad de movimientos que me cuesta sostenerlo entre mis brazos, sobre todo cuando se deja caer hacia atrás, soltándose hacia el embaldosado gris de la vereda. Logro agarrarlo antes que sus piernas se me escurran de las manos y se parta la cabeza contra el suelo.

Me doy la vuelta en dirección al dedo de Nico y veo las luces del estadio sobre las tribunas, el dorso de un cartel publicitario con su entretejido metálico y la rueda gigante que, atravesada por el sol de la tarde, no se ve todo lo alta que realmente es.

—¡Mamá! —repite Nico, apuntando hacia el parque.

No es la primera vez que pide por la madre cuando está conmigo. La cuestión es esta: ahora sabe que no puedo darle lo que quiere así que, acto seguido, desata una terrible rabieta lo que resulta un problema puesto que estamos en un lugar público y el niño no se parece en nada a mí. Le pido que se calme y aprenda a comportarse como un hombre a pesar que sus bracitos no llegan a rodearme por entero. Eso lo pone más histérico. Logra zafarse y se abraza al árbol de la vereda para surtirle unas cuantas patadas, tan fuertes que podría romperse un dedo del pie. La gente que merienda en las mesas de la vereda del bar El Mundo observa la escena.

—Está bien —digo, mientras intento despegarlo del árbol—. Demos otra vuelta en el gusano. Pero sin escándalos.

Nico cede y volvemos al parque.

Belén, que todo la tarde nos estuvo siguiendo de cerca, esperando el momento indicado para presentarse ante el niño, me hace un gesto de incomprensión y yo le devuelvo otro que significa, una vez más, que hoy no será el día que se presente ante el niño. Me vuelvo antes de cruzar la calle y la veo parada en medio de la vereda, brillando con su blusa de chándal y sus botas de cuero, pensando, seguramente, en que un mocoso de tres años vuelve a derrumbarle
su proyecto de madrastra joven y sexy.

Compramos las entradas y hacemos la fila del Gusano Loco por tercera vez. Nico me tira de la manga de la camisa y vuelve a señalar hacia arriba. Esta vez, distingo claramente la rueda en todo su esplendor. Hasta puedo oír el crujir de los engranajes y los gritos.

—¡Vamos! —digo en cuanto se abre la reja para que la fila avance hacia el Gusano y descubro que Nico no tiene ninguna intención de subir. Lo vuelvo a cinchar y se tira en el suelo a modo de protesta, trabando el avance de la gente.

El resto de los padres me mira esperando que haga algo, levantar al niño o liberar el espacio para que aquellos que sí pueden controlar a sus hijos ingresen. Es una situación que se repite cada vez que salimos de paseo, salvo que ésta vez Belén no se quedó para observarnos desde lejos.

—¡Basta! —digo.

En treinta segundos utilicé el repertorio completo de mi padre. «Vamos» y «Basta», dos palabras que dichas por él tenían sentido pero que para Nico no significan nada. Absolutamente nada. Vuelve a zafarse y trepa la valla de los autos chocadores. El tipo que opera los controles presiona un botón para que el juego se detenga de golpe, Nico cruza la pista y corre hacia la Av. Sarmiento, donde no hay botón que pare a los autos que suben a toda velocidad desde la Rambla Ghandi.

En lugar de patearlo, Nico se trepa al arbusto que está muy próximo a la Avenida.

No deja de ser una molestia, pero reconozco que el chico tiene iniciativa propia. Lo puedo ver terminar la secundaria, discutir con profesores universitarios, descubrir a un compañero de trabajo malversando fondos de la compañía y ascender al directorio de la empresa —él no es un santo, pero sin duda es más perspicaz y disimulado—. Todo mientras mantiene una familia y a un niño que celebra cuando su padre llega a casa después del trabajo. Me pregunto si no es a esto lo que algunos padres llaman orgullo.

—¿Está todo bien? —pregunta un tipo cuando me ve acercarme. Tiene un jersey azul y el diario doblado bajo el brazo con cierto aire de importancia, no quita los ojos de una niña que hace fila en el Dumbo. Es el típico padre que cumple con sus hijos cuando tiene un rato libre en la oficina. La pregunta parece dirigida a mí pero es de Nico de quien espera una respuesta.
Como hombre, quiero partirle la cara. Como padre con niño en parque el tipo me agrada, es la clase de persona que quisieras cerca de tu hijo en un lugar como este. En cambio, a Nico le avergüenza la intervención de un extraño, así que baja del árbol. Se prende de mis piernas y se concentra en una mancha de mi zapato. El tipo se inclina para repetir la pregunta. Como padre en problemas tendría que agradecerle porque Nico bajó del árbol, aunque sé que el asunto todavía no está saldado.

La niña le grita desde la fila y el tipo se aleja hacia los elefantes.

Ya dimos unas doce vueltas en las Tacitas, quince avances y reversa del Gusano Loco, dos pasada por el Tren Fantasma —que hubieran sido tres de no ser que uno de los carros se averió cuando una niña intentó salir corriendo—, dos mareadas más en las Tacitas y toda la propina del reparto de la mañana en algodones de azúcar y marchandising del parque. Entonces, Nico vuelve a señalar la rueda.

Esta vez no dice nada. Me clava sus grandes ojos marrones, que apretados por el sol parecen dos pipas de girasol, saca el dedo babeado de la boca y apunta con su puñito regordete hacia la rueda.

Hago una nueva fila en la boletería mientras la expectativa de Nico aumenta, eso lo mantiene a raya. Le pido a la adolescente de la cabina de entradas dos boletos para la Rueda Gigante. Se levanta del asiento y nos estudia, se rasca la frente bajo la visera con el nombre del parque en letras amarillas.

—No puede subir con él —dice.

—Soy el padre.

La chica me mira como si estuviese procesando la información por un centro de cómputos y esperase la respuesta desde algún cuarto secreto.

—Todos son el padre de alguien, señor —dice.

—¿Eso qué significa?

—Las reglas son las reglas, señor. —Y cuando me doy cuenta, estoy
guiñándole estúpidamente un ojo. La chica frunce el ceño—: Tiene que pararse
allí —dice, señalando al oso con la cinta métrica.

No es necesario que Nico se acerque a los pies del oso para comprobar que le falta al menos un metro para llegar a la zona verde. Le pido que me venda un solo boleto. La chica me mira con reprobación, como si dejar al niño solo para poder subir a la rueda fuese igual de grave que subir con él.

Como no hay una regla al respecto, no le queda otra que cortar un boleto de la talonera y vendérmelo.

A Nico se le iluminan los ojos cuando digo que vamos a subir. Le doy instrucciones precisas de cómo tiene que hacer. Es simple, tiene que esperarme en la valla de contención contraria a la entrada, ya lo vi saltar una y sé que lo puede volver a hacer.

—Cuando papá te haga la señal, corrés hasta la canasta —le digo.

Salta de felicidad, parece más entusiasmado por la idea de romper algunas reglas que por subir a la rueda.

La fila avanza. Nico espera agazapado entre los barrotes. Cuando llega mi turno, subo y le hago la seña. Primero salta la valla, después se tira de cabeza en la canasta. Lo envuelvo con la correa de protección aunque le queda demasiado grande y no llega a ajustarle por completo. Empezamos a subir. Los veleros aparecer en el horizonte, el césped del estadio Franzini al otro lado de la tribuna resplandece verde. En la gigantografía del panel publicitario la mujer se tapa el rostro con las manos, víctima de una ráfaga marina que le vuela el cabello; casi del mismo tamaño que la mujer es el pomo del shampoo que está promocionando. Nico la mira confundido.

—Quedate con papá, sí… —digo. Me aferro a mi hijo y él se aferra a mí.

—Mirá papá —dice—, ¡se va a apagar! —Nico señala al sol, que se acerca cada vez más al agua de Playa Ramírez.

A medida que subimos, aumenta la sensación de que mi hijo es plenamente feliz, en sus ojos tiene la expresión con la que cualquier hijo debería poder mirar a su padre. Esa mirada que mi propio padre nunca me arrancó.

La hamaca se sacude un poco mientras subimos. La gente se vuelve minúscula, insignificante; como si voláramos por encima de todo. Apenas distingo a la adolescente que sale de la casilla de entradas y señala hacia arriba, indicándole al seguridad del parque hasta dónde llegamos. Le digo a Nico que salude. Estamos en lo más alto, padre e hijo solos en la cima del
mundo.

 

  • Matías Rodríguez Ramos nació en Montevideo. En el año 2005 se radicó en la provincia de Santa Fe, donde vive actualmente. Publicó el relato “Envoltorios”, en la Revista Visor, España.
    Compiló y corregió la obra poética de Antonio Montesanto —el libro sigue inédito por
    disputa de derechos—. Publicó la nota “La doble sepultura de Antonio Montesanto”
    y el folletín «Hacia el núcleo del silencio», en Revista Belbo, Rosario. En la misma
    revista editó la sección Ficción. El relato “Padre con niño en parque” pertenece al
    libro inédito «Museo de artesanías».
  • Obtuvo el 3er Premio del Concurso Literario Angélica Gorodischer 2022, organizado por Barbarie: el derecho a la cultura, Punto Rojo, El Eslabón Cooperativa La Casa de INGA y La Toma. Los premios fueron entregados en una ceremonia realizada en noviembre pasado, y los cuentos publicados en la edición de papel del El Eslabón en diciembre.
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