Yo no sé el nombre de todas las cosas, pero conozco el morro como la palma de mi mano. Por eso me habían llamado. Porque conozco los árboles, las piedras, las plantas. Vayan a buscar al hombre, les habían dicho. Al último hombre de la última choza del morro, porque ese conoce el morro como la palma de su mano. Ese hombre era yo, Elpidio. Y es por eso que conocí a la japonesa. 

Primero se habían confundido y habían ido a parar a la casa de mi único vecino que es pescador, como yo, y que conoce el morro, como yo, pero que es viejo. Y ellos no necesitaban un viejo, ellos necesitaban un hombre joven que los guiase. El viejo les hizo señas y les dijo que todavía más lejos estaba yo. Cuando llegaron los japoneses con los traductores y con todo el tema de los pingüinos, yo estaba sentado afuera mirando el río. Estaba tranquilo el río ese día. Me acuerdo de lo que estaba pensando antes de conocer a la japonesa. Desde mi casa tengo vista del mar y del río. El río es verde como una serpiente y se ve en el río verde el color verde del morro, pensaba yo. Salvo al mediodía, cuando es blanco. Entonces estaba blanco. Todas las olas se volvían espejos del sol. Miles de espejitos blancos que reflejaban la vida del morro. Algo así pensaba cuando la japonesa me tocó el hombro. 

Ya los había escuchado llegar y, pensé, otra vez turistas. Siempre pasaban de largo, pero estos no. Estos venían a buscarme. ¿Elpidio?, me había dicho la japonesa con una vocecita de grillo. Yo le miré los ojos finitos. El sol estaba justo detrás de su cabeza. Me hacía sombra en la cara. ¿Elpidio?, me dijo de nuevo y yo respondí que sí, pero sin abrir la boca, más bien respondí ajá. Entonces me sonrío y sus dientes eran todos iguales y blancos y chiquitos. Tenemos un trabajo para ofrecerte. Yo la seguí mirando y giré la cabeza como hacen los perros cuando no entienden algo. Atrás de ella un grupo de siete japoneses hablaban en japonés. Ella era la única mujer. Qué quieren, les dije yo, y miré a los hombres. Me pareció que se sorprendieron de que yo supiera hablar. Uno dejó de hablar japonés y me dijo: ofrecerte un trabajo. Les habían dicho en el pueblo que yo necesitaba trabajo. Venimos a grabar un documental sobre pingüinos en la costa de Brasil, me dijo la japonesa. Entonces se irguió, miró a su grupo y el sol ya le dio sobre toda la cara. No tenía ni una arruga. 

Pasen, les dije yo. 

Les preparé un té de palo porque me pareció que era eso lo que tenía que hacer, lo que hace la gente. Se sentaron en cajones de manzana mientras hervía agua y rayaba la corteza de un árbol de lapacho. Todos me miraban. La japonesa cruzó las piernas flacas y apoyó sus manitos sobre las rodillas blancas. Una libélula de alas transparentes se posó en el hombro de la japonesa y ella no se dio cuenta. Los japoneses me contaron todo, pero muchas cosas no las entendí. La mayoría de los japoneses solo hablaba japonés, movían la cabeza para arriba y para abajo cuando hablaban los traductores. Me hablaban con la cabeza. A ella le alcancé el té primero y con la excusa de la libélula le toqué el hombro y, después, con la excusa del té derramado, le toqué la pierna. La japonesa rio y se pasó la lengua por los labios. Me contaron que sabían mucho sobre los pingüinos que llegaban hasta la zona. Me contaron que ya habían vendido el documental, pero que ahora tenían que grabarlo. Me dijeron que para eso no había nada tan valioso como alguien que conociera la situación de primera mano. Ese sos vos, Elpidio, me dijo la japonesa en una tonada muy rara, muy linda, mientras se estiraba los pliegues de la pollera y seguía un poco más y se acariciaba las piernas. Todavía faltan algunos días para que lleguen los pingüinos buscando comida, pensé yo. Ya había tres libélulas en la habitación y ahora una se paró en la taza de té. Algunos días con la japonesa, pensé yo. La japonesa me miraba fijo con los ojos finitos. Tenía los labios húmedos. Asentí. Cuando hay tantas libélulas es porque se viene la lluvia, dije yo. 

Al día siguiente comenzaron con las primeras tomas exploratorias, decían ellos. Tenían que salir con las cámaras a dar vueltas por la zona. Yo los acompañé porque ese era mi trabajo. Los llevé a una de las playas de pingüinos, que todavía no habían llegado. La japonesa llevaba lentes de sol, pantalón marrón corto y un abanico. Ella me hacía preguntas y me miraba siempre a los ojos. Me preguntaba sobre la vida en el morro. La selva es un lugar donde crecen plantas, sobre plantas, sobre plantas, pensé yo. La selva no es un lugar para una japonesa, pensé yo. Ella, tan chiquita, rodeada de cámaras negras y luces blancas. Parecían animales extraños. Pesco desde que soy chico, dije yo. Ahora todos asintieron. Ella me preguntó qué hacía para pasar el día. Yo le agarré la mano y la ayudé a saltar un charco de barro. Pesco, pensé yo. 

La cámara me filmaba de espaldas. Yo salté sobre una piedra grande y les señalé el mar y el río. Ese es el mar y ese es el río, dije yo, por si no se daban cuenta. Los ojos y las cámaras siguieron mi dedo. Un japonés me dijo algo, algo sobre si es bueno para la zona, que si la vertiente, que el agua dulce. Qué es el río para vos, Elpidio, me dijo la japonesa. Yo me di vuelta y la cámara me miró a los ojos. Que el río es una serpiente gigante, pensé yo. Que la serpiente gigante seguro es un dios. O la parte de algún dios. Hice silencio. El río es un dios bueno, dije yo. La japonesa me sonrió. Un dios bueno que no se come las costas ni la vida de los pescadores. Tenía la atención de todos los japoneses. La cámara se abrió y se cerró con un ruido nuevo, como una boca cuando mastica. Solo se escucharon la rompiente de las olas y el viento. La cámara hizo el ruido otra vez, quería tragarme. El hombre que filmaba hizo un gesto con el dedo pulgar. Después, la japonesa dio un salto, estaba contenta y me apretó la mano. El calor me subió de la mano hasta el cuello. 

Me saqué la remera y salté a la balsa. Remar siempre me da calor. Para remar no uso un remo sino una caña muy larga de bambú. Los japoneses saltaron uno a uno a la balsa. Yo los ayudé. La japonesa se sentó a mi lado. Yo clavé el palo en el fondo del río y empujé para que la balsa se moviera. Sobre la punta del bote clavé el palo a uno y otro lado y el bote se movía. La japonesa me miró. Los japoneses me filmaron. Ella me miró desde abajo, desde la panza hasta la cabeza. Le tocó el hombro a uno de los japoneses con cámara y me señaló. Elpidio, vos nos das tu permiso para aparecer en el documental, me dijo, y no era pregunta; mientras, la cámara me apuntaba y mis brazos hacían fuerza. Elpidio, me dijo. Sería bueno, me dijo. Yo seguí remando. Sus hombros desnudos se reflejaban en el agua. Era un reflejo muy lindo. Ella me sonreía desde debajo de su sombrero. Elpidio, me dijo. Les dije que sí con la cabeza. Seguí remando y cada vez que giraba a la derecha, la miraba. 

Los pingüinos llegaron apenas tres días después. Durante esos tres días, yo les había hecho de guía casi el tiempo completo. Ella me señalaba árboles y bichos y pájaros y hojas. Yo decía los nombres, las comidas, las costumbres. Después, ya no hacía falta que señalara. Yo nombraba, explicaba. Agarraba a la japonesa de la mano, la hacía caminar adelante, al lado mío. Urubú, aguará. La japonesa me apretaba los dedos. Karumbe, capivara. Las cámaras nos seguían. Yperana, dije yo, cuando vi los primeros pingüinos llegando a la costa. ¡Pinguinos migrantes!, dijo ella y corrió hasta la playa. 

Nos escondimos atrás de un médano y vimos salir a los primeros. La japonesa se llevó las manos a la boca. Blancos y negros, iban manchando la playa. Eran muchos para ser los primeros en llegar. Van a ser muchos este año, dije yo. Los japoneses y la cámara me miraron. Los japoneses estaban más felices que nunca. Los pingüinos son mensajeros del mar, dije yo, porque se me ocurrió decir algo. Los japoneses se rieron, todos. Estaban felices y yo me reí también. La japonesa me abrazó por la espalda. Seguimos a los pingüinos durante todo el día. Yo explicaba cosas. Que los pingüinos llegaban con hambre. La cámara me miraba. Que a veces la gente del lugar tenía que ayudarlos. Los japoneses me miraban fijo, como perros castigados. Los pingüinos chillaban con el pecho inflado y el pico hacia el cielo. Que estos pingüinos ya pusieron los huevos, lejos, en otro país. La cámara me miraba más que a los pingüinos. Yo también inflaba el pecho. 

Los días que siguieron fueron felices. Yo los llevaba a la playa de pingüinos. Remaba clavando la caña en el fondo del río con más vigor que nunca, y ya casi era invierno pero el morro estaba verde y lleno de vida. Los pingüinos se movían como aviones en el mar, salían del agua con su paso torpe y a mí me parecían los mejores animales del mundo. Los japoneses me señalaban cosas y yo explicaba: los pingüinos cuando nadan abajo del agua mueven las aletas. Los pingüinos comen anchoítas y sardinas. Los pingüinos usan sus aletas como remos. La japonesa seguía sonriendo debajo de su sombrero. Los pingüinos tienen la sangre caliente. 

La noche que vino a casa yo la estaba esperando. Sabía, como saben los animales, que ella vendría. Cuando apareció, liviana como una pluma, saludando desde la ventana, le abrí la puerta. No hablamos. Ella también era un animal que sabe lo que hace. No era como otras mujeres que había tomado en la periferia. No tenía miedo. Se subió arriba mío y me abrazó con las piernas. El cuerpo flaco y frágil. Como una hoja seca. La tomé con cuidado de no romperla. De no romper su cuello largo y blanco tendido hacia atrás. Gritaba, chillaba como una garza, como un pájaro cuando va a morir. Cuando terminamos se recostó en mi pecho unos minutos. Después agarró su ropa y fue hasta la puerta en puntitas de pie. Se rió. Ashita made, Elpidio, me dijo y agitó su mano. Y yo pensé que los pingüinos pueden dormir flotando. 

La última toma me la hicieron sobre una piedra gigante. La japonesa pidió que me subiera. Los pingüinos se movían torpes, a lo lejos, atrás. Le ofrecí la mano para que subiera conmigo y me dijo que no. Con la cabeza, que no, mientras se ponía atrás de la cámara. El japonés de la cámara me señaló con un dedo. La cámara abrió su boca. Me llevé los dedos al pecho y pensé si hablaban de mí, pero no dije nada. Con la cabeza, la japonesa me dijo que sí. Elpidio, dije yo señalando mi pecho. Elpidio como mi abuelo, pensé yo. Como el hermano más grande que no conocí. Elpidio, mi nombre, repetí yo. Los pingüinos son mensajeros del mar, dijo la japonesa. Los pingüinos son mensajeros del mar, repetí yo. La japonesa aplaudió y la cámara cerró la boca por última vez. 

Me mostraron esa toma. Fue la única que me mostraron antes de irse. Se fueron volando, mucho antes de que se fueran los pingüinos. Me dejaron una remera con un pingüino de regalo. Ellos tenían la misma. Me dijeron que algún día tendría novedades. Que Japón estaba lejos, pero quién sabe, algún día vendrían a visitar. Los pingüinos vienen todos los años, dije yo y se rieron y eso fue todo. 

Ahora las plantas, sobre plantas, sobre plantas siguen en el mismo lugar. Yo pesco. Los pingüinos se fueron nadando. Yo pesco para comer sobre la piedra alta, donde tengo vista del río y el mar. El sol se sigue reflejando en las olas blancas del río, que son espejos que devuelven la vida en el morro. Las olas blancas que son espejo devuelven siempre mi propia cara, es decir, la de Elpidio, es decir, la de la vida en el morro. Yo pesco para pasar el día. Los pingüinos se fueron de a poco, nadando, y yo pensé que eran tontos porque no podían volar.

 

  • Pilar Martínez es licenciada en Comunicación Social por la UNR. Durante tres períodos fue ayudante de cátedra en Redacción 1. Trabaja en una agencia de marketing digital y le apasiona leer y escribir literatura. Asiste desde el 2018 al taller de escritura “Alma Maritano”, coordinado por Pablo Colacrai. Obtuvo algunas menciones y premios en diferentes concursos. En marzo del 2019 recibió la primera mención en el concurso literario organizado por la empresa Bartolomé Sartor e Hijos SRL, con el cuento “Abuela”. En agosto del 2020, una mención especial en el primer Concurso de Narrativas 2020 de la Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, con el cuento “Apego”, que integra una antología digital. En octubre del 2020, el 2do premio en el XIII Certamen Literario de Cuento y Poesía “Alejandro Vignati”, con el cuento “Otra versión de tu rostro hacia mí”, que integra una antología impresa.
  • Obtuvo el Segundo Premio del Concurso Literario Angélica Gorodischer 2022, organizado por Barbarie: el derecho a la cultura, Punto Rojo, El Eslabón Cooperativa La Casa de INGA y La Toma. Los premios fueron entregados en una ceremonia realizada en noviembre pasado, y los cuentos publicados en la edición de papel del El Eslabón en diciembre último.
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