Me imagino, le dice, tomando otro trago de cerveza. Aparte, te entiendo, a mí me pasa lo mismo.

Y sí, dice el otro, para venir a esta mierda de laburo hay que estar muy en la lona, muy para abajo. Se limpia los labios con el anverso de la mano derecha, sacudiendo unas gotitas de cerveza contra el piso, y después le pregunta:

¿Cómo te llamás?… Porque nos pasamos toda la noche juntos pero no sé tu nombre.

Diego, responde, pero me dicen Teto.

El otro estalla en una carcajada. ¿Teto?…, pregunta, para agregar de inmediato: ¡si te agachás te la meto!…

Lo mira con simpatía, y tolerancia. Contesta:

¿Sabés cuántas veces me jodieron con eso?… Desde que nací, prácticamente. 

El otro se sigue riendo, sin poder contenerse, hasta que hace un gesto con la mano, como diciendo basta, y retoma la palabra, contándole:

¡Yo me llamo José, pero todo el mundo me conoce como Joe!…

¡Ah, muy bien!…, aprueba.

Sí, le sigue contando Joe, cuando iba a la escuela primaria yo mismo adopté ese nombre. Me gustaba mirar películas en la tele y mis viejos buscaban canales donde hubiera de cowboys. ¡Me encantaban las de cowboys, le explica, y quería ser como ellos!… ¡Andar calzado por la calle y, cuando la ocasión diera, pelar el chumbo y empezar a los tiros!…

Sí, claro, él le responde, como si fuera tan fácil. Aunque ahora, la verdad, está lleno de chabones calzados, comenta, acordándose de esos pibes que le cruzaron la moto en la calle.

¡Llenísimo!…, aprueba Joe, y por eso hay que andar con veinte ojos. Pero, ¿querés que te diga una cosa?…, nuevamente pregunta, aunque sin agregar nada. Se queda en silencio, midiéndolo: parece jugar con las reacciones suya.

Al cabo de unos segundos, pregunta él:

¿Qué?…

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