Yo no sé, no. Faltaban quince minutos para las 23 de ese viernes y quedaban los últimos cinco cigarrillos del paquete de Big Ben de Pedro. La discusión era si las ranas cantaban antes o después de las lluvias. Sentados en un tronco que alguna vez fue árbol, cerca de Iriondo y Centeno, algunos se acaloraban más por sostener sus argumentos que por las innecesarias altas temperaturas de ese marzo tan parecido a un enero cualquiera. Para cuando sólo nos quedaba un solo Big Ben, Froilán el hermano de Juanchila, propuso que nos mandásemos para el segundo puente de la Vía Honda pasando por el kiosco de barrio Acindar donde siempre había puchos. Además, era un lugar seguro y era poco probable que nuestros viejos nos vieran.

Siguiendo el camino de pequeñas lagunas o grandes charcos que apenas caían cuatro gotas florecían, al llegar a Cafferata y la vía el cantar del bicherío se mezclaba. Cuando José revoleó el paquete de cigarrillos hacia un gran eucalipto, despertó a una chicharra a la que al toque se le acoplaron los grillos que a esa altura ya iban por el cuarto tema de su concierto nocturno. La idea de llegar al segundo puente era para que pudiéramos escuchar el canto de las ranas de la laguna que estaba cerca de Uriburu. Laguna que nunca se secó y en la que las ranas eran locales todo el año. Llegamos al kiosco del tanque de Acindar justo antes que cerrara y compramos una tónica Fanta de un litro. “Es lo único fresco que me queda”, nos dijo la señora, que nos tuvo que prestar el envase de vidrio. Y cigarrillos, lo único en rubios que le quedaba era un Commander, marca que como casi nadie conocía, muy pocos compraban.

Cuando retomamos el camino del cañaveral se oían algunos sonidos que para algunos eran de los pájaros que se preparaban para ir de noche hacia las quintas recién sembradas. Macho, uno de los más chicos de nosotros, siempre le contaba a su hermana Pochi que había pájaros que esperaban las doce de la noche para ir a las quintas porque a esa hora los espantapájaros se dormían. Ya cuando llegamos a destino, sentimos las ranas cantar a todo trapo. Tico, el hermano de José, mientras raspaba un fósforo de cera sobre una piedra para prenderse un Commander, sentenció: “No es por la lluvia, es porque están o quieren ponerse de novios, por eso cantan”. En ese momento sentimos un cuchicheo de los cuises que venían de abajo del puente pero como hemos contado alguna vez, debajo de ese puente se sentían sonidos de algún pasado, del presente y hasta de un futuro cercano.

A la vuelta, sin alguna señal certera del canto de las ranas u otro bicho, con el paquete de Commander casi vacío y el envase de vidrio sin una gota, nos encontramos con Antonio (Tamba), que después de saludar nos pidió el envase de Fanta, escupió la botella, sacó un corcho (siempre llevaba uno en el bolsillo) y empezó a frotarlo sobre el vidrio para que sonara algo parecido a un jilguero. Al rato empezamos a sentir más y más sonidos y no sólo de jilgueros. 

La luna, para eso de la una de la madrugada, ya no nos alumbraba el camino porque se había ocultado detrás de unas nubes. El viento se hizo presente, con olor a tierra mojada, y sentimos que las ranas (noviando o no) estaban re manija. Y todos, todos los espantapájaros de todas las quintas estaban dormidos.

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